El futuro tiene reservadas páginas significativas para esta rareza en el mundo de las organizaciones que es OpenAI. Nacida en el 2015 producto de la iniciativa de un conjunto de brillantes personajes del mundo de la tecnología, la innovación y los negocios, llegó para ocupar un lugar que aún estaba vacío. Hacía falta una organización global, respaldada por una millonaria inversión, que fuera capaz de atraer a los mejores talentos para acelerar y ordenar la investigación sobre inteligencia artificial y orquestar todo ello al servicio de un propósito vital: construir una IA al servicio de la Humanidad.
Antes de morir, el emblemático Stephen Hawking le puso palabras al miedo imperante en crecientes voceros de la vanguardia tecnológica: la inteligencia artificial tenía el potencial de destruir a la especie humana. De temores estamos hechos y claramente dan forma a las narrativas más taquilleras. Pero lo trascendente siempre es modelar e implementar intentos de solución para abordar aquellas corrientes o tendencias que no pueden soslayarse. Por ello comenzamos esta reflexión con un simple y quizás prematuro homenaje a OpenAI. ¿Quién podría haber ocupado este espacio si esta compañía presidida por un genio consciente como Sam Altman no hubiera cobrado vida en la meca de innovación tecnológica mundial? Ha sido tan virtuoso su origen como su capacidad para adaptarse a los vaivenes que el camino hacia semejante propósito necesariamente tiene. Devenida hoy en una compañía privada con “beneficios limitados”, una especie de híbrido entre organización de investigación y empresa con fines de lucro, es la responsable de la disrupción llamada ChatGPT y de que por fin la agenda pública global y los líderes que la protagonizan estén abordando en serio el desafío de orientar hacia el progreso de la Humanidad el imparable desarrollo de la inteligencia artificial, entendiendo y acotando los riesgos inherentes a tan desbordante obra.
De pronto, ese futuro tan anunciado donde la inteligencia artificial convive con nosotros, modifica nuestras actividades, nos entrega servicios en múltiples ámbitos, nos disputa capacidades y amaga todo el tiempo con escapar de nuestro control, se nos vino encima. Veníamos especulando, ensayando y anunciando que esta tecnología de propósito general reunía todas las condiciones para motorizar la próxima gran oleada de disrupción tecnológica y que, luego del período de quietud y bajo impacto que suelen atravesar las tecnologías emergentes en su recorrido, estaba encaminada a transformarse en la electricidad del Siglo XXI. Pero en general, veíamos y sentíamos inteligencia artificial en productos y servicios con cierta sofisticación o bien detrás de alguna interfaz programada para entregarnos outputs específicos.
Lo novedoso es ver la IA en formato de chat, bajo la dinámica de una interacción espontánea y siendo capaz de admitir temáticas, desafíos y peticiones sin límites visibles. Nos ha colocado en estado de shock. Emocionante y aterrador al mismo tiempo definió con maestría el reconocido columnista del New York Times, Kevin Roose. Como expresa Jorge Carrión, llevamos décadas imaginando como sería algo que por primera vez ahora se da masivamente: hablar, aprender y cocrear con una máquina que procesa miles de millones de parámetros y adopta la forma de un modelo generativo que nos asiste, aprende con la experiencia y hasta demuestra expertise para entrar en instancias de razonamiento a pesar de su debilidad (por ahora) por las alucinaciones fuera de contexto.
Internet nos abrió un mundo de posibilidades, los buscadores web organizaron la información del mundo para nuestro mejor acceso, las plataformas sociales ampliaron nuestra red y nos introdujeron en la prometedora economía del Long Tail. La Pandemia multiplicó todas las prácticas de la sociedad digital. Mientras discutíamos hacia donde podría llevarnos la realidad aumentada bajo los incipientes entornos de metaversos y comenzábamos a entender las prestaciones que sería capaz de ofrecernos la web 3.0 de la mano de la descentralización y el blockchain, irrumpió en escena ChatGPT con sus distintas versiones y nos vino a decir que podemos vivir, aprender, trabajar y crear con un copiloto que no es humano pero que está preparado para asistirnos de forma “inteligente”.
La vida y sus desafíos suponen equipos, aprendizajes y tutores. Cuando todo ello depende de personas concretas, termina siendo escaso y azaroso. ChatGPT viene a representar ese copiloto omnipresente que sólo podría venir de la mano de la tecnología inteligente que somos capaces de crear. ¿Cuánto nos perderíamos si una máquina o un sistema no fuera capaz de integrar, procesar y relacionar todo lo que como especie ya hemos creado y entendido sobre nosotros y todo lo que nos rodea? Pues bien, es hora de preguntarnos todo lo que haremos mejor, todo lo que seremos capaces de resolver y todo lo que estaremos habilitados a crear al disponer de modelos tecnológicos inteligentes para acompañarnos en la aventura de vivir. Y, como respuesta a esas preguntas, organizar las conversaciones, protocolos y abordajes que permitirán hacer todo ello realidad. Esa es la mega tarea global que ChatGPT vino a acelerar.
Sin embargo, el costado aterrador, según la definición de Roose, viene dado por la tan mentada condición de “general” o amplia que la inteligencia artificial prometía y que con estos modelos generativos como ChatGPT comienza a mostrar. Hemos abierto la caja de Pandora y no tenemos certezas de que seremos capaces de ordenar y gobernar todo lo que de allí salga. Transitar este dilema en el campo de la sensatez es la mejor opción. No hubiera sido posible y algunos creemos que tampoco deseable, mantener la inteligencia artificial confinada al campo de las aplicaciones específicas o disciplinas verticales. Buena parte de la historia de la Humanidad puede leerse como un continuo devenir buscando vivir con menos desgaste, tragedias y carencias. Y allí ha estado siempre la tecnología, con su doble cara indisociable: la que ofrece soluciones adaptativas y la que la que arrasa con tradiciones y se muestra vulnerable a intérpretes dañinos. Hemos sido exitosos como especie, aun considerando el punto de inflexión en el que la Humanidad se encuentra en esta tercera del Siglo XXI, al gestionar estos saltos tecnológicos con preeminencia del bien sobre sus costados oscuros. Debemos serlo también en esta inevitable instancia de convivir con y conducir a una inteligencia artificial cada vez más potente y general al servicio de personas y organizaciones.
Dos grandes factores muestran que es posible. Por un lado, siguiendo a Yann Lecun (Científico en Jefe de IA en Facebook), la inteligencia artificial es una creación humana y no es producto de la evolución como ha sido la de nuestra especie y, por ende, no tendrá incentivo alguna a desarrollar ese instituto de supervivencia y superación que forma parte de nuestra inteligencia. Es común especular con el escenario de la rebelión de las máquinas, pero ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿Qué motivación intrínseca tendrían para buscar la independencia de nuestra gobernación? Es, por ahora, una hipótesis que no debería paralizarnos ni mal predisponernos. Por otro lado, si ponemos foco en la evidencia de lo que se está construyendo día a día en este terreno, no deja de ser asombrosa la veloz responsabilidad de múltiples actores, como OpenAI, para atender los riesgos que los casos de uso de IA y en particular ChatGPT van generando. Refinar el modelo generativo, detectar zonas oscuras para controlarlas, acotar el espacio para generar daños a la privacidad o integridad de las personas, son consignas que muestran avances en cada nueva versión. Valga como ejemplo al respecto la difundida evolución de ChatGPT4 respecto a la versión anterior en múltiples intentos de engaño humano hacia la IA a través de procesos de diálogo destinados a probar hasta donde podría rebelarse o incursionar en campos de propia conciencia. De forma estoica, esta nueva versión de IA se mantiene en sus límites, afirmando ante cualquier jugada que sólo se trata de un sistema destinado a ayudar a los humanos en sus asuntos y decisiones.
Aunque si, en virtud de estas ideas, podemos salir ilesos del costado aterrador de la IA, siempre estará el miedo acerca de en cuántas actividades podrán reemplazarnos. Mucho se viene investigando al respecto, prevaleciendo hasta ahora las evidencias acerca de que más que sustituir personas, la IA en sus distintas manifestaciones nos complementan y mejoran. En esa dinámica, la constante cesión de tareas humanas a favor de la IA en distintos trabajos y profesiones sólo sería un riesgo existencial si nuestra velocidad y asertividad para desarrollar nuevas habilidades y capturar las oportunidades que los desempeños asistidos por IA encierran, no adquieren la escala que se requiere globalmente. Un reciente estudio de investigadores de Cornell University se concentró en el impacto que estos modelos de IA generativa pueden tener en los distintos trabajos del mercado laboral de EEUU. y concluyó que el 80% de la fuerza laboral podría tener al menos el 10% de sus tareas laborales afectadas mientras que el 19% de ellos sentirán un impacto mayor, al menos en el 50% de sus tareas. Es decir, la gran mayoría de los desempeños humanos no pierden relevancia y pueden ahorrar energías para tareas más vinculadas al diferencial humano, mientras que otros (2 de cada 10) se verán severamente transformados y quizás en riesgo de extinción. En este aspecto, la cuenta debería ser perfectamente compensada con nuevos roles que van emergiendo en todas las industrias, especialmente en el espectro de tareas vinculadas a entrenar, interactuar, corregir fallos y agregar capas humanas a todo el despliegue de las máquinas.
En definitiva, el futuro se ha acelerado y debemos hacernos cargo. Es hora de asumir sin culpas que la expansión de la IA es la consecuencia natural de haber llegado tan lejos con la aspiración y la capacidad de nuestra especie en el camino del progreso. Con todo lo que hemos creado y desplegado para vivir y producir, ya no podríamos ante semejante complejidad, gestionar todo con mejores resultados sin el concurso de la IA cada vez más general. Debiera primar el consenso de que es demasiado el potencial de la IA como para no asumir con fuerza los riesgos de llevarla a su máxima expresión y que sería temerario no hacerlo de forma estratégica y colaborativa. Las buenas voluntades son condición necesaria pero no suficiente para llevar la humanidad hacia un nuevo salto de progreso colectivo. Necesitamos una mezcla superior de productividad económica, bienestar humano y equidad social. En los caminos para lograrlo quizás haya pocas herramientas tan potentes como la affectio societatis entre nuestra inteligencia y la artificial que está en vías de construcción y será clave consolidar en los próximos años.
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