Antonio Gramsci y Carl Schmitt resultan, a nuestro entender, dos de los pensadores políticos más profundos del siglo XX. No es casual que proyecten su vigencia sobre la centuria presente. Tampoco lo es que hayan repercutido notoriamente en los campos culturales que les eran originariamente extraños, generando así a los gramscianos de derecha y a los schmittianos de izquierda. Más bien estas dos características que referimos sustentan el criterio de considerarlos ya como clásicos.
Recordemos muy sumariamente algunos de sus respectivos hitos biográficos.
Prácticamente coetáneos (el renano nace en 1888 y el sardo en 1891), no llegan a serlo de manera plena por la temprana muerte del primero (a los 46 años) contrapuesta a la notable longevidad del renano, fallecido a los 98. Comparten, pues, las experiencias políticas mundiales de la Gran Guerra, la caída de los imperios, la revolución bolchevique, la crisis de las democracias y el ascenso del fascismo y el nacionalsocialismo.
Y no lo hacen meramente como expectadores o analistas. De original militancia socialista, Gramsci será, en 1921 uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano. Tras pasar una prolongada estadía en la URSS, retornará en 1924 como su líder. La ilegalización del PCI por parte del régimen fascista lo conducirá a la cárcel, donde producirá la mayor parte de su obra de cultura política, y de la que saldrá recién días antes de su muerte por una larga enfermedad. La incidencia gramsciana competirá –no siempre abiertamente- con la de Lenin en la visión estratégica de los comunistas, tanto de Europa como de América Latina.
En cuanto a Schmitt, hijo de una familia católica de la pequeña burguesía renana, desplegará desde la época de la Primera Guerra su fecundidad intelectual. La misma, ya durante la llamada República de Weimar (Alemania desde 1918 a 1933), le abrirá el acceso a importantes niveles de consulta política, desde los cuales –y movido por su visión conservadora- procurará salvar a dicha República de los extremismos. Fracasado en este empeño con el advenimiento del régimen nazi, se afiliará al Partido Nacionalsocialista de la mano de Heidegger. Allí también se destacará rápidamente entre los juristas y, con el padrinazgo de Goering, presidirá la asociación nacional de los mismos. Sin embargo la SS lo condenará por “católico y amigo de judíos”, lo que habrá de obligarlo a una suerte de exilio interior sin que cese su producción académica. Concluida la Segunda Guerra Mundial, será detenido e interrogado tanto por soviéticos como por norteamericanos y sobreseído por ambos. Alejado sin embargo de la escena pública, continuará hasta su muerte en 1986 escribiendo y haciendo discípulos, sin excluir su influencia intelectual sobre el trabajo constituyente de la V República francesa e Israel.
Las temáticas de uno y otro serán básicamente diversas; no sólo sus supuestos y sus finalidades. Sin embargo, existe un área sobre la cual el pensamiento de ambos converge. Se trata de la llamada metapolítica, entendida como la estrategia de difusión de una cosmovisión cuyos contenidos deben condicionar e inspirar el poder y la potencia. Gramsci propone que lo que llama la filosofía de la praxis (el marxismo), en lugar de embestir contra el poder político coactivo se centre en rodearlo y luego anularlo mediante la conquista de sus casamatas culturales. Schmitt, en cambio, observando la crisis de Weimar, estima ya avanzado este proceso, cuyos efectos registra en el exacerbado pluralismo ideológico que vuelve obsoleto al parlamentarismo liberal, colocando el proceso decisional en manos de partidos que pugnan desde concepciones del mundo irreconciliables al punto de armar ejércitos particulares. La quiebra de un mínimo consenso doctrinal entre las partes coloca a la Nación, según su mirada, en la antesala de la guerra civil.
Es por demás interesante observar el proceso de mutua fecundación que el pensamiento de uno y otro produce en sus respectivos “públicos”. La derecha aprenderá del italiano que la política es mucho más que “gestión”, y que la “hegemonía” (es decir, la legitimidad) se construye sobre supuestos culturales. La izquierda comprenderá que el conflicto político no es reductible a causas económico-sociales, sino que toda diferencia social es politizable, de donde surgirá la posibilidad de explotación revolucionaria de las minorías étnicas, sexuales, linguisticas, etc.
El mayor impacto gramsciano sobre las derechas ocurrirá durante los ‘70 en Francia, con la aparición de la “Nouvelle Droite”, liderada por Alain de Benoist y Guillaume Faye, entre otros, la cual tendrá repercusiones en España, Bélgica, etc. El proceso inverso –el sacudón schmitttiano de las izquierdas- tendrá por principal escenario Italia, en las figuras de Mario Tronti y Giacomo Marramao y en los EEUU a través de Paul Piccone y su equipo.
Precisamente la situación estadounidense es una de las más significativas para comprobar la vigencia del pensamiento de ambos clásicos en la inteligencia del proceso político en curso. El largo trabajo del progresismo chic cultivado en las universidades de la Ivy League y la industria cultural hollywoodense desemboca hoy en la cultura woke que, literalmente, intenta constituir el nuevo sentido común de la sociedad norteamericana. Paralelamente, esta disolución del ethos nacional coloca al país en una situación de fractura interior que, según muchos, es la más grave desde la Guerra de Secesión. La línea divisoria entre amigos y enemigos pasa por adentro del país. Gramsci y Schmitt están bien vivos.
[El autor es doctor en Ciencias Políticas, profesor emérito de la UCA y ex decano de Ciencias Políticas en la Universidad Católica de La Plata]
Seguir leyendo: