Argentina es un país de vanguardia. Sí, Argentina es un país de vanguardia. Argentina tiene leyes sobre derechos sexuales, diversidad, identidad de género, fertilización asistida, educación sexual y lucha contra la violencia de género de avanzada. Las normas impulsaron mejoras legislativas y judiciales en América Latina e, incluso, en Europa (por ejemplo en relación al aborto legal) que tienen normativas sancionaron antes pero que quedaron desactualizadas en relación a la normas sudamericanas.
En Argentina, hace casi 20 años, se creó el pañuelo verde, que hoy es el símbolo, en Colombia, México, El Salvador, España, Francia, Estados Unidos, de la lucha de las mujeres, no solo por el aborto legal, sino por el derecho a decidir, por el derecho a desear, por el deseo de derechos y por algo mucho más amplío que se agita en ese símbolo: la lucha sirve y las mujeres y disidencias transforman un mundo que parece iluminado de desgracias y apagado de esperanzas.
El pañuelo verde no solo es un ícono, es el símbolo político del Siglo XXI, casi el único que significa una transformación radical entre la vida y la muerte, el placer y el castigo y que agita, todavía, la expectativa de tener una existencia mejor a la que se tuvo en un mundo asumido en la resignación y que apenas revive por frases de egoísmo, negación o nostalgia que agitan volver al pasado como receta irreproducible de retroceso reaccionario.
Argentina, sí, es un país de vanguardia. Y las periodistas no han contado la transformación han transformado la realidad al contarla. Y solo teniendo dimensión de la dimensión de la vanguardia argentina en el mundo, y muy especialmente en América Latina, se puede entender la envergadura de un ataque tan organizado, planificado y estratégico contra un país que fue locomotora de la liberación de la palabra en las mujeres, especialmente, a partir del 2015 y con un pico en el 2018, con un millón de chicas en las calles pidiendo por su derecho a ser libres para caminar, decidir, besar, bailar, ser madres y no serlo. Y, especialmente, de hablar y de ser escuchadas.
Si las periodistas feministas en Argentina fueron esenciales para generar transformaciones sociales de una enorme envergadura histórica que impactaron en la región y en países que siempre hablaron para enseñar y no para aprender sobre derechos civiles no es una cuenta azarosa que, desde hace un tiempo, pero muy especialmente desde el 2022 (el año en que el movimiento anti Me Too se envalentonó) se den ataques sistemáticos hacía periodistas.
Hoy no se trata de una posibilidad, sino de una realidad. Las que contaron la historia, las que la transformaron, la que la documentaron, las que hablaron, las que filmaron, las que argumentaron, las que relataron y escribieron que el mundo estaba girando en onda verde, están frenadas en amarillo o en rojo, fuera de redes sociales o con un perfil bajo, de sobrevivientes y no de protagonistas. O están sufriendo ataques. Aguantar es aguantar, no es ser libre.
Hoy la libertad de expresión en Argentina está amenazada. Y la amenaza ya no es latente. Es una realidad. No hay libertad de expresión plena si la mitad del cielo de quienes informan se tienen que ir del cielo virtual, ni si denunciar abusos sexuales implica enfrentar redes organizadas de hostigamiento y de judicialización y si desde programas con audiencia o call centers con cuentas pagas, planificadas y organizadas se ataca a las autoras de notas sobre la brecha económica de género, el maltrato infantil, el reparto de productos de higiene menstrual o las leyes de atención a personas trans.
No hay libertad plena si allanan la casa de una periodista que cuenta que una niña es abusada. No hay libertad plena si pueden amenazar de muerte por Instagram y la identidad de quien amenaza permanece encriptada aunque haya un pedido judicial para proteger a la víctima de la amenaza. No hay libertad plena si el cargo de editora de género se vuelve una pesadilla en donde se pide que se salve al mundo y se cargue con la culpa de todos los maleficios de la humanidad. No hay libertad plena si una investigación sobre las redes para detener el avance del feminismo termina develando datos personales de las cronistas y atemorizándolas a ellas y a sus familias. No hay libertad plena si en un país que supera el 100% de inflación es más fácil disciplinar a periodistas que necesitan sumar sueldos para poder (nunca llegar) pero si enfrentar el tren fantasma de llegar a fin de mes. No hay libertad plena si el costo de la libertad es la vida, la integridad o la salud mental.
Hoy el costo de hacer política para muchas mujeres, jóvenes y trans es tan alto que se están corriendo de la política.
Hoy el costo de hacer periodismo feminista es tan alto que muchas mujeres se están corriendo del periodismo o de las redes que muestran su trabajo periodístico.
Hoy el costo de escribir, hablar y mostrar es tan alto que las mujeres se están dejando de mostrar.
Hoy la libertad de expresión no es para todas, ni es plena.
El backlash (o la venganza por lograr avances contra el abuso sexual y la violencia machista) no solo existe, está ensombreciendo la existencia de quienes empujaron, contaron y transformaron la vida de las mujeres y está generando que las periodistas feministas e pongan en las sombras para dejar de recibir ataques, odio, amenazas, hostigamiento, críticas sobre su cuerpo, miedo sobre sus pasos y dolores que destrozan sus sensaciones, su seguridad y su vida personal, amorosa y social.
La libertad de expresión no es libertad si por ejercer la expresión se deja de ser libre en la existencia.
La libertad de expresión no es libertad si por ejercer el periodismo se sufre particularmente por ser mujeres (por ataques por defender derechos de género y por el ensañamiento sobre el cuerpo, la sexualidad y la jerarquía laboral femenina), de un modo que ningún hombre es atacado y sobre temas en dónde no tiene que dar explicaciones ni queda desmerecido por ocupar un lugar público ni por ser un trabajador de prensa.
Las mujeres tuvimos que pelear para lograr tener libertad. De voto y de escritura. No se podía decir, ni nombrar lo que los varones podían decir y nombrar despectivamente. “Putita golosa”, por ejemplo, es un libro que fue rechazado por una editorial por “obsceno”, pero podía ser una bandera que Rosario Central le llevaba a Newell´s . Ellos tenían permiso. Nosotras padecíamos prohibiciones. Pero aún las que nos animamos a dar vuelta la bandera del lenguaje y decir lo indecible, reinventar la palabra deseantes y hacer de lo prohibido permisos para todas, ahora sabemos que los costos de la osadía son demasiado caros.
Tan caros, tan dolorosos, tan duros, que limitan nuestra libertad de expresión.
El 16 de marzo falleció el genial, pionero e irreverente periodista Enrique Symns, a los 77 años, creador de “Cerdos & Peces”, revistas, monólogos, ciclos de poesías y de una palabra que buscaba la noche como alegoría a la contraluz de lo que se podía decir de manera complaciente en los medios elegantes y complacientes con un sistema ordenado y disciplinador.
A los 18 años, apenas salida del colegio, escribí para su revista “El cazador” y, escribir, claro, fue lo menos importante. Lo más inolvidable fue cruzar el Parque Lezama para entrar en un edificio tomado y un departamento que daba la sensacion de un mundo en llamas para adentrarme en una redacción sin permisos y con todos los permisos. Ahí Vera Land (gracias Vera Land) mostraba entre sus crónicas con medias negras que a las mujeres también les gustaba el sexo y que, además, podían contarlo. Con medias negras y prosa desbocada.
En el bar “El británico” aprendí a escribir en bares (tal vez la lección más práctica y practicada) y me guardé de regalo las palabras generosas de Syms, el más corrosivo de los corrosivos, sobre los poemas de amor que no querían pedir permiso para rockear. Él no era Symns por maldito, sino por esa inteligencia astuta que se atreve a ser subterránea pero también sensible y escucha (algo que los varones que intentan aggionarse de pura ficción no logran ni por un milímetro) a las mujeres que quieren contar y amar sin ser cazadas por los (también cazadores) punks.
Symns me pidió algo cuando me pidió que escriba, todavía periodista sub-20, en su revista: “Escribí lo que no puedas escribir en otro lugar”. Esa lección drástica la cumplí. No podíamos escribir de aborto. Y escribimos. No podíamos escribir de goce. Y escribimos. No podíamos incluso, porque las lecciones no tienen límites, escribir de abusos en el rock y escribimos. No podíamos escribir si no éramos señoritas o señoras que se acomodaban a lo que le pedían y desacomodamos todo.
Ahora podemos escribir. Traspasamos la censura, el desprecio y el ninguneo. Esquivamos los no, las prohibiciones, las cartas documentos y los aprietes de los denunciados, los gremios, los políticos, los rockeros, los actores, los médicos, los conductores, los directores y las jefas que nos prohibían hablar de violencia doméstica o abuso sexual infantil. Escribimos lo que no se decía, escribimos contra quienes tenían poder y escribimos contra quienes decían luchar contra el poder, pero seguían siendo otro poder machista.
Escribimos una historia que no estaba escrita, creamos títulos que nos querían maldecir para dar vuelta el pecado en placer y pusimos la tapa en consultorios, colectivos y fábricas para mostrar que podíamos tomar un helado pero que nuestra lengua no iba a ser musa, sino protagonista. Ya no queríamos ser las compañaras calladas, ausentes, mágicas, elevadas (pero en lo oscuro), como nos quisieron los intelectuales de los años 70´, sino las letras develadas de la manzana periodística en la que nuestro paraíso no era morder, ni ser mordidas, sino ser escritoras y ser muchas.
Hoy el problema ya no es escribir lo que no se puede escribir. La osadía está hecha. El desafío es escribir y que el costo no sea tan caro que no valga la pena. Una pena. No quisismos ser cazadores, ni cazadas. Pero tampoco -mucho menos- estamos dispuestas a volver a ser silenciadas.
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