La demanda ciudadana de seguridad no siempre ha tenido el mismo contenido. En el siglo XIX se reclamaba al Estado seguridad física, en el siglo XX protección a la propiedad privada y la tendencia actual -siglo XXI-, en los países desarrollados, es asociar seguridad con calidad de vida. Lejos estamos de esa tendencia, el clamor prioritario entre nosotros es similar al de aquellos que hace más de cien años pedían protección estatal ante los salteadores de caminos que asesinaban para robar.
La seguridad es esencial en el desarrollo de las grandes concentraciones urbanas. Y es deber irrenunciable del Estado. La seguridad -al igual que el empleo, la educación y la salud- no debe ser terreno para las improvisaciones. Ni para la demagogia política. Debe ser el foco de una política de Estado.
Sin embargo, las recetas erráticas y coyunturales que intentan ponerse en práctica para lograr la seguridad ciudadana no solucionan ni siquiera parcialmente el problema. Por lo que, lejos de asociar seguridad con resguardo ante la violencia física y, además, con ausencia de contaminación, con cuidado de los recursos naturales, con salud y consumo, con protección en el tránsito terrestre, marítimo y aéreo, con ejercicio de las libertades, con trabajo, es decir con calidad de vida, retrocedemos al reclamo decimonónico pidiendo, aunque sea, que no nos maten para robarnos. Pero la responsabilidad del Estado también en esto aparece ausente. Hoy las tasas delictivas en nuestra sociedad son más altas que en Asia y que en África.
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Los últimos estudios de opinión nos muestran que la ciudadanía percibe la gravedad de la situación. Percibe también que hay causas estructurales y coyunturales, como los factores económicos y sociales que incrementan la inseguridad ciudadana. Percibe que la corrupción es una barrera infranqueable para el tratamiento serio de esta cuestión. Percibe que las instituciones están deslegitimadas.
¿Qué hacer entonces para ganar un siglo? ¿Qué hacer para lograr seguridad ante la violencia y extender el concepto de seguridad como calidad de vida? La respuesta es una sola: políticas de Estado. En este caso, política integral de seguridad.
Esta política integral deberá basarse en tres pilares esenciales: la prevención, el control y la sanción. Se impone revisar la relación entre Estado y sociedad para generar compromisos y alianzas entre los diversos actores sociales. Y se impone el conocimiento y uso de instrumentos teóricos y metodológicos para efectuar un diagnóstico que incorpore valores, ideas nuevas, orientación moderna y, sobre todo, persistencia en la aplicación de la política adoptada. Se impone pensar estratégicamente. Pero está visto que la capacidad actual de operación sobre las causas y expresiones de la inseguridad no es suficiente de cara a las necesidades de una sociedad que se pretende moderna y competitiva.
Es el momento de advertirle al lector que los párrafos precedentes no fueron escritos ahora, ni para este artículo. Forman parte de una nota escrita por Marta Oyhanarte en el diario La Nación el 21 de octubre de 1999, es decir, ¡hace más de 23 años!
Sin embargo, la sorpresa inicial que quizás invada a quienes nos leen difícilmente dure más que algunos segundos. Los problemas de fondo de nuestro país poco tienen de novedosos y, respecto de casi todos ellos, podemos remontarnos décadas atrás para ratificar que, en buena medida, son los mismos, por lo general agravados. Basta mencionar la sensación que produce la lectura del “Diario de una temporada en el quinto piso”, la interesantísima obra de Juan Carlos Torre, que resume su paso por el equipo económico del presidente Alfonsín. Si se leen páginas enteras sin saber cuándo fueron escritas, la sensación es que se trata de un texto elaborado hoy, tal su intensa -y penosa- actualidad.
Por cierto, desde 1999 a la fecha, la problemática de la seguridad ha empeorado en grado considerable y el reclamo social se alinea con el pedido -a veces desesperado- de seguridad física, de preservación de la vida y los bienes de millones de argentinos. Reclamo que crece cuanto peor es la situación económica y social de las víctimas.
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Del mismo modo se agravaron otros males que nos afectan. La inflación ha vuelto a alcanzar niveles que no conocíamos desde 1991, ocho años antes del artículo que hoy invocamos. El porcentaje de la población bajo la línea de la pobreza no sólo supera el 40% sino que se ha incrementado de modo notorio la pobreza estructural, mientras más de la mitad de nuestros niños son pobres. Los brutales cortes de electricidad que acompañaron la pesadilla de las olas de calor récord padecidas este interminable verano, no sólo son evidencia del horror del cambio climático, que la grave irresponsabilidad de la dirigencia global sigue ignorando, sino que muestran a qué punto la infraestructura continúa desmoronándose, por falta de mantenimiento e inversión y como consecuencia de la ausencia de políticas de mínima coherencia.
En ese contexto, la política se muestra ajena a las preocupaciones de la sociedad y dedicada a feroces internas, a la par que alimenta enfrentamientos que, fuera de toda duda, fueron y son parte de los problemas y jamás de las soluciones. El absurdo imaginario que plantea una salida en base a la destrucción de un “otro” malvado y responsable de todos los males, contrasta con la continuidad de nuestros dramas y angustias, sin importar quien gobierne.
El año electoral agudiza esas pugnas de poder mientras se potencian las acusaciones y las fake news. En paralelo, las propuestas serias y concretas, acompañadas por una razonable explicación de cómo llevarlas a cabo, brillan por su ausencia.
En aquel artículo de 1999 se planteaba, con relación a la seguridad, que eran imprescindibles tres motores para poner en marcha el cambio:
- Decisión política de aquel que tiene el deber irrenunciable de ocuparse de este tema: el Estado, en todas sus expresiones.
- Profesionales adecuados.
- Voluntad de la sociedad de persistir en la exigencia de seguridad.
Las necesidades de hoy son, tristemente, parecidas. Nada de esto podrá lograrse, en el campo de la seguridad y en cualquier otro, sin políticas de estado sostenidas en el tiempo. El abordaje de la problemática de la seguridad debe ser tomado de manera conjunta por el estado nacional, los gobiernos provinciales y los gobiernos municipales. Si en algo se impone un esfuerzo compartido, más allá de rivalidades personales, competencias electorales y egoísmos de todo tipo es en el tema de la seguridad. El dolor de una sociedad que gime ante cada tragedia individual o colectiva no admite que se haga política con la seguridad. Se impone, de una vez por todas, hacer política de seguridad.
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