El dormidero de la calle, donde se terminan las excusas

Por toda la ciudad duerme y come gente en la vereda. Cada vez más, cada vez más deteriorados. ¿Cómo será la primera vez que se sale sin tener adonde volver?

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La calle, un dormidero
La calle, un dormidero

La manzana de mi casa se ha vuelto un dormidero. Primero iba a poner “un hotel” y luego “un dormitorio” pero sería una hipocresía: un colchón tirado en la vereda contra una pared más o menos roñosa no es un hotel, no es un dormitorio.

La manzana de mi casa se ha vuelto un comedero. Cuando los muchachos de la olla popular abren la puerta, una cola cada vez más larga se para a esperar esa bandejita de plástico con un guiso más o menos indefinido. Cada vez más larga la cola. Algunos son hombres con el bolsito tradicional de los obreros: tienen trabajo, comen en la olla. Se sientan en los zaguanes de los negocios, contra las persianas de metal, tratando de no apoyar la bandejita en el piso por donde caminamos nosotros, por donde andan nuestros perros. Como si fueran niños, comen siempre con cuchara: cortarse solo precisa otras comodidades.

Algunos ya están francamente averiados: la ropa salida, el pelo revuelto. “Tenés que aflojar con eso”, le decía uno de los muchachos de la olla a un comensal esta semana. “Sí, el escabielli”, contestó el hombre. El alcohol, claro. Cómo no acolchonarse las sensaciones si hay que mirar el mundo desde las baldosas.

Algo de eso le debe pasar a esa pareja que se instaló al lado del garage. El lunes un poco antes de las 8, cuando iba a llevar al nene a la escuela, ya se estaban peleando a los gritos. No sé exactamente qué decían: las palabras salían con esa especie de elástico flojo que produce el alcohol. Los ojos nublados, de olvido y siempre gris, como dice el tango.

Muchos esquivamos la mirada: da pudor mirar a la gente comer y dormir en la calle. Da pudor verlos hacer esos actos privados tan sin reparo. Tan vulnerados en su humanidad. “Son trapos de ser humano si humano lo dejan ser”, cantaba María Elena Walsh en un tema que se llama Sábana y mantel. Sin sábana, sin mantel, sin cama, sin mesa.

Da pudor ver esos actos privados y ni pensar en los íntimos: el olor de la veredas de Buenos Aires da cuenta de algunos. Otros ni los imaginamos: ¿tienen derecho al amor los que están en la calle? ¿Al sexo?

Es que acá, en el dormidero de la vereda, se acaban los relatos. Acá las excusas se van al fondo. Más del cien por cien de inflación interanual y los alimentos cabalgando delante de todo. Alquileres inalcanzables con requisitos dignos de un crédito en un organismo internacional. Sueldos que se arrastran por la escalera.

“La excusas no se publican”, nos decía un viejo periodista cuando le explicábamos un error. “Las excusas no se cocinan”, diría hoy. En el comedero de la calle no hay discursos, no hay orgullo por el acuerdo de precios, no hay palabras para declaraciones como “Somos la segunda economía que más creció en el mundo después de China” (Alberto Fernández, 2023).

Bajo las mantas. Una imagen
Bajo las mantas. Una imagen de la serie Exclusión. (Dani Yako)

Cada vez más gente duerme alrededor de mi casa y por toda la ciudad. Esta mañana en Barrio Norte -una zona de clase media alta- me crucé con una señora muy mayor sentada contra el vidrio del Carrefour, la bolsa con todas sus cosas, el pelo todavía teñido. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que era clienta de ese mismo supermercado? ¿Cuántos años habrá estado sin sentarse en el piso salvo, tal vez, para jugar con algún chico? ¿Cómo será la primera vez que salís a la calle sin tener adonde volver, que elegís un zaguán, que te vestís de invisible?

Me acuerdo de La calle, un trabajo que hizo el fotógrafo Dani Yako mirando justamente a esos invisibles: gente que se cubría del frío y de las miradas tanto que no se las ve. Se ven las mantas, los cartones. Algunos parecen bultos de basura. Gente que sobra, que la sociedad expulsó, desechos. Es fácil, facilista, creer que es locura, pereza. Son demasiados para pensar en problemas individuales.

Camino y el corazón se me estruja y también se endurece; como si le pusiera un film de cocina, se vuelve impermeable y la vida sigue. Como si esta miseria fuera un fenómeno natural, inevitable. En este mundo que es indolente y es cruel, pero sobre todo es cobarde.

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