Hace unos días se leyeron los fundamentos del fallo que condenó a la Vicepresidenta de la Nación a seis años de prisión. Notas periodísticas, redes sociales, programas de televisión y radio, vuelven una y otra vez sobre este tema. Se analizan encuadres jurídicos, detalles de las maniobras fraudulentas, cuantificación del delito. No hay pruebas, se animan a decir algunos. Los fundamentos son contundentes, insisten otros.
Parte de la ciudadanía se pregunta: ¿puede una sola persona captar la centralidad de la escena política? ¿Está realmente en riesgo el pacto democrático que sostenemos desde hace cuarenta años? ¿Se verá afectado el proceso electoral? A amplios sectores de la sociedad, quizás mayoritarios según muchas encuestas, ni siquiera les interesan esas preguntas. Se trata de cuestiones que no forman parte de sus preocupaciones cotidianas y reales, como la inflación, la pobreza o la inseguridad.
Dejamos para los especialistas la discusión técnico-jurídica, la cual, por supuesto, no es un tema menor porque un adecuado encuadre jurídico es fundamental para que las sentencias sean justas. Sin embargo en ese terreno, como en cualquier otro, se da una pugna basada más en los intereses de quienes la protagonizan que en una búsqueda de “verdad objetiva” o, siquiera, de la solución más razonable al caso. En Derecho es muy fácil argumentar con tecnicismos y dejar de lado el enfoque integrador que, necesariamente, requiere de sentido común y lógica. En paralelo, la misma razonabilidad puede depender más de la opinión previa -del periodista, del académico e incluso del Juez- que de lo que realmente se ha probado en la causa.
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Lo cierto es que someter los conflictos y las violaciones de las normas a Tribunales de Justicia es nada más, pero nada menos, que el mejor (o “menos peor”) modo que encontró la humanidad para dilucidar controversias y dejar de lado “la ley de la selva”
La causa Vialidad se tramitó con pleno respeto del derecho de defensa y, luego de un prolongado proceso, se llegó a una sentencia condenatoria según la cual se cometieron graves delitos de corrupción desde la función pública. Esa sentencia dictada por un Tribunal Oral integrado por tres jueces, será apelada y deberá ser tratada por una Sala de la Cámara de Casación, otro Tribunal también compuesto por tres magistrados.
La decisión de Casación será seguramente apelada ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Todos los antecedentes indican que el trámite de las apelaciones llevará varios años y hasta que no se dicte la sentencia final, la condena no quedará firme, es decir, no será aplicable. En otras palabras, para los condenados en la causa no hay ni habrá, en esos años, consecuencia alguna, ni respecto a la pena de prisión ni con relación a sus posibilidades de ser candidatos a los cargos públicos a los que aspirasen.
En ese contexto y volviendo a la pregunta que muchos se plantean sobre el modo en que esto podría afectar la vigencia de la democracia, nuestra enfática respuesta es negativa. No se advierte, en absoluto, que el juzgamiento de crímenes de corrupción en el marco de la Ley y respetando plenamente la posibilidad de defenderse de los acusados afecte en modo alguno al Estado de Derecho. Recordemos que la defensa en este caso fue llevada adelante por algunos de los más destacados abogados penalistas del Foro sin que se hayan invocado restricciones o impedimentos para ello. Por el contrario, es claro que el control constitucional y legal de las gestiones de gobierno lo fortalece y que todos debe(ría)mos ser iguales ante la Ley.
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Es oportuno mencionar que en los delitos de alta complejidad -como ocurre con la mafia organizada y el narcotráfico-, nunca es sencillo contar con prueba directa porque se trata de delincuentes con gran poder político y económico y elevados niveles de organización, que por lo general no dejan huellas demasiado evidentes de su conducta.
En estos casos, -dice la Ley- en función de los hechos probados, deben jugar las presunciones, cuando son graves, precisas y concordantes. Al cabo, la clave es establecer con razonabilidad y lógica, la participación de cada persona en los delitos para lo cual, por ejemplo, es importante preguntarse si éstos se hubieran podido llevar a cabo sin esa participación. En el caso de máximas autoridades presidenciales, se trata de personas que debieran ejercer el cargo con la mayor responsabilidad y eficiencia a su alcance.
Es verdad que la sentencia tiene un énfasis y una adjetivación cuando menos exagerada, innecesaria en un fallo judicial. Los Tribunales Orales en casos muy mediáticos -como el reciente fallo en la causa por el asesinato de Fernando Baez Sosa- tienen una tendencia a la sobreactuación o, al menos, actúan con la “libertad” de saber que una instancia superior -o dos en este caso- van a revisar sus fallos. Sin perjuicio de ello, la sentencia encuadra adecuadamente los hechos probados en el marco jurídico y tiene un razonable fundamento, por supuesto, siempre opinable para los especialistas.
Por último, resaltamos algunas obviedades que se suelen ocultar, cualquiera sea el alineamiento político de los que opinan: la corrupción en la obra pública en nuestro país es de viejísima data y aparece, con escasísimas excepciones, en casi todos los gobiernos de las últimas décadas.
No ha habido ni hay propuestas serias para terminar con ella desde ninguna fuerza política con mínimas chances de gobernar. No se evidencia el menor interés, en ninguno de los lados de la grieta, en combatirla ni en fortalecer los organismos de control cuyo poder y resultados son casi nulos.
En síntesis: los fallos deben ser cumplidos, el pacto democrático continúa firme y es de esperar que en el marco del proceso electoral en marcha surjan convincentes propuestas para terminar con los flagelos que nos agobian.
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