Nadie sabe si el Papa Francisco regresará algún día al país donde nació. El décimo año de su pontificado se cumplirá en Roma y quizá muera en tierra de misión, Italia, como sus predecesores jesuitas que partían de las de Europa hacia las tierras desconocidas de Oriente y allí morían sin volver sobre sus pasos. El caso es que el décimo aniversario que está por cumplirse coincide con un acontecimiento que no sólo le brindaría la oportunidad de reencontrarse con sus compatriotas, sino que pone de relieve una dimensión de su pontificado que precisamente tiene su origen en Argentina. Me refiero a esa atención a los marginados que se podría sintetizar en algunas palabras como “drogas”, “tráfico”, “prostitución”, “emigración” y para la que otras como “villas miseria”, “pobreza” y “exclusión” servirían como indicadores de los contextos donde las primeras se ubican principalmente. No es gratuito recordar estos rasgos del discurso de Bergoglio obispo que después se continuaron en el del Papa Francisco. Y tampoco un momento en particular que, diez años después de su partida de Buenos Aires a Roma con sólo una pequeña maleta como equipaje, cobra en este sentido una importancia especial.
Muchos en Argentina recuerdan aquel Jueves Santo de marzo de 2008, cuando el arzobispo Bergoglio se inclinó para lavar los pies a siete jóvenes que comenzaban un programa de rehabilitación de drogas en una populosa barriada de la Capital, “la villa 21″, como suele abreviarse para distinguirla de todas las otras que se multiplican en la capital argentina y sus alrededores. La palangana con agua fue llevada de un pie a otro por un sacerdote de 46 años, José María di Paola, quien con el tiempo sería conocido como “padre Pepe”. Ese día, como aún recuerda uno de los presentes en la ceremonia, el cardenal Bergoglio tomó de la mano a una niña muy pequeña y con la otra a una anciana, y dijo que entre esas dos manos, una tersa y suave, la otra arrugada y morena, pasaba «el camino de la vida, desde su principio hasta su fin». Más tarde cortó la cinta colocada a la entrada del primer Hogar de Cristo, que en palabras de Bergoglio sería “la casa de Jesús donde, junto con María su madre y José su padre, se aprende a amar y a ser amado, a reír y a llorar, a agradecer y a pedir, a celebrar y a sufrir”. Donde “uno siempre se siente comprendido, escuchado y valorado, donde nunca se niega el cariño y la ternura, donde se aprende a amar la pobreza, la humildad, el trabajo y el esfuerzo, la honradez, la coherencia, la paciencia y el saber tolerar la injusticia, el saber esperar los tiempos de Dios”. Todo un programa, como se puede ver, de lo que intentarán ser los Hogares con el tiempo y a lo largo de su desarrollo.
Te puede interesar: “Un coraje enorme, una humildad infinita”: el recuerdo de un diálogo con Bergoglio 10 minutos después de la renuncia de Benedicto XVI
El centro de recuperación, el primero, llevaba el nombre de un santo chileno, San Alberto Hurtado y, como los que había fundado el jesuita canonizado en 2005 por Benedicto XVI, se llamaba “hogar”. Fue el comienzo de un proceso, como solía decir Bergoglio, un camino que desde entonces nunca se ha interrumpido, un itinerario que ha multiplicado el número de casas hasta llegar a doscientas e incluso más en la actualidad. Porque aquella preocupación de entonces por liberar a las víctimas de la esclavitud de la droga ha interceptado un problema grave y generalizado en la sociedad argentina, sobre todo en los bolsones urbanos de pobreza y marginación. Las casas, los hogares, crecieron en todas partes, y miles de jóvenes los frecuentan. Con el tiempo han perfeccionado un método de pasos graduales, una combinación de especialistas y fuertes lazos con la comunidad de los barrios y las villas donde se encuentran.
Estos hogares -los que allí entraron rotos y salieron enteros, los miles de jóvenes que vieron la luz al final del túnel que los quería tragar- están haciendo una peregrinación por toda la Argentina que terminará la víspera del 13 de marzo en la basílica de Luján, corazón religioso y popular del país. Hasta ahora han recorrido cuatro mil kilómetros, han tocado quince provincias llegando incluso en la más extrema – Tierra del Fuego - cerca de cuarenta ciudades, siete santuarios, cárceles, escuelas, barrios obreros, comunidades aborígenes y hospitales, y han ocupado plazas para comunicar un mensaje más visual que razonado: que se puede salir de las garras de la droga. Tal como se escuchó en la cumbre de la Iglesia latinoamericana de 2007 en Aparecida, Brasil, que según muchos comentaristas catapultó a Bergoglio. Hubo algo profético en ese momento que marcará después todo su pontificado: la centralidad de la pobreza en la misión de la Iglesia. Y una vez más vuelven esas palabras del comienzo: trata, prostitución, emigración, droga. A esta última, a su difusión, al consumo, al drama de la drogadicción, los obispos de América Latina reunidos en el santuario brasileño reconocieron el carácter de pandemia, como la que azotó el continente quince años después. Una pandemia que, como el covid, es “una mancha de aceite que invade todo”, según afirman en el punto 422 del documento final, que “no reconoce fronteras, ni geográficas ni humanas, y ataca por igual a países ricos y pobres, a niños, jóvenes, adultos y ancianos, a hombres y mujeres”.
Seguir leyendo: