Un clima hostil de lloviznas y fríos fueron el marco de los millones de ojos clavados en el balcón. Pero la tormenta eléctrica no estaba en las nubes amenazantes, estaba en la plaza. De pronto, la chimenea empezó a humear en un inequívoco signo de que el cónclave había llegado a su fin. Un grito resonó en la columnata, y rebotó en las gargantas vibrante de expectación: Fumata bianca!
Luego de una espera ansiosa, el cardenal Jean-Louis Tauran apareció en modo procesional y detuvo su paso vacilante a la vista de la multitud. Su tono solemne apenas dejaba traslucir una contenida emoción: Annuntio vobis gaudium magnum. Habemus papam! Georgium Marium Bergoglio.
¿Qué? ¿Escuché bien? ¿Bergoglio? No, no puede ser. Pero sí, era: era Bergoglio. Lo inimaginable había sucedido: Dios mío, el papa es argentino. Un segundo de silencio signó el desconcierto general antes de que se liberaran las tensiones previas y estallaran los vítores de salutación al nuevo sucesor de San Pedro. Su nombre sin pretensiones de estrella no era conocido por el gran público ni figuraba en el listado de los papabiles.
Por eso su sola elección fue una sorpresa, pero era la primera de una larguísima secuencia que se prolonga al día de hoy y que merece cotejarse con lo que pasó entre nosotros, reflejado en las caras de sus paisanos, que oscilaban entre la incredulidad y la exultación. Pronto las lágrimas de alegría humedecieron los rostros y hasta bailaron sobre las mejillas. De algún modo, todos sentimos que estábamos ahí, que éramos parte de ese momento único e inefable, de esa centralidad grandiosa en la cumbre de la vida de la Iglesia.
La noticia parecía alimentar el tradicional autocentrismo bipolar, que tantas veces nos ha llevado de la depresión de sentirnos un país rico lleno de pobres a la euforia de situarnos en la cumbre del mundo: una reina, el mejor futbolista, y ahora, para completar la trilogía, nada menos que un pontífice autóctono. No se tome como petulancia porteña, pero eso no es poca cosa, no es moco de pavo. Se trata de un hecho inédito e irrepetible (no habrá otra primera vez) en la bimilenaria historia de la cristiandad.
Un pontificado desconcertante (como el Evangelio)
¿Qué significa esta novedad? Muchas cosas. Su mera procedencia lo denuncia. Con Francisco, el eje se desplazó del clima ciertamente venerable pero un tanto vetusto del centro europeo, a las iglesias de los márgenes que eran las más jóvenes del tercer mundo. Es allí donde la simiente crece y se desarrolla más airosa y más lozana.
Desde el mismo comienzo diversos gestos mostraron un talante muy diverso al tradicional. Este era un papa distinto. Comenzaba a percibirse otra mirada, no desde el centro sino desde la periferia. Francisco incorporó esta palabra y este concepto al léxico católico. Con Francisco los marginales adquieren carta de ciudadanía. La lógica del papa recuerda y remite al talante evangélico, tan opuesto al sentido mundano predominante en bastantes cristianos: amen a sus enemigos, los últimos serán los primeros…
Sus primeras entrevistas presidenciales, que no fueron con los poderosos representantes de los países opulentos sino con los líderes populares de los sufridos pueblos latinoamericanos, así comenzaron a sugerirlo. En ellas Francisco solía obsequiarles el documento final de Aparecida, la asamblea de los obispos de radio continental cuya impronta él mismo representaría a partir de ese momento histórico como servus servorum Dei (servidor de los servidores de Dios).
Una multitud de circunstancias fueron ejemplificando el nuevo rumbo a lo largo del tiempo: su actitud amigable con los homosexuales, antes considerados réprobos indignos del pueblo de Dios y el sínodo del Amazonas, incluyendo el escándalo de la presencia de los pueblos indígenas con sus pintorescos atuendos en la Basílica de San Pedro.
La doctrina social de la Iglesia dejó de ser un apéndice olvidado de la pastoral. La dimensión política de la fe, como ha enseñado el papa y surge una vez mas en el reciente libro El Pastor, de Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti, no es un tema tabú en la predicación sino una altísima vocación y uno de sus contenidos más intrínsecos.
La pulsión participativa de la convocatoria sinodal (un desarrollo pastoral en continuidad con el llamado del Concilio Vaticano II) promueve la responsabilidad común por parte de todos los fieles cristianos de decidir sus propios caminos en su peregrinar terreno y divino. Es el Pueblo de Dios, la llamada universal a la santidad a la que convocó el mismo concilio.
Abre las ventanas al aire y al sol
Juan XXIII decía que había que abrir las ventanas para que un aire nuevo pudiera respirarse en los claustros con olor a encierro y suscitó el cambio conciliar. Unos pocos años antes, a mediados de los cincuenta, la cantante Franca Raimondi entonaba arrullada con sones de cascabeles: Aprite le finestre al nuovo sole/È primavera, è primavera/Lasciate entrare un poco d’aria pura/Con il profumo dei giardini e i prati in fior.
Era una de las canciones preferidas de Josemaría Escrivá de Balaguer, el sacerdote aragonés que abrió nuevos caminos de perfección evangélica en la Iglesia: la santidad de la vida ordinaria. Él decía que se la cantaran, que le gustaría escucharla antes de morir.
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El pensador uruguayo Alberto Methol Ferré, uno de los preferidos y más admirados del papa, ha dejado constancia de esa confluencia de miradas entre este concepto de la santidad de la vida ordinaria y la religiosidad popular. Es la santificación de los fieles corrientes y molientes, la del hombre y la mujer de la calle. Son los que no figuran en ningún catálogo oficial, o como Francisco los ha denominado, son los santos de la puerta de al lado.
La que aparecía con el pontífice que vino de lejos era una visión integradora, pero al mismo tiempo disruptiva y como tal una generatriz de inevitables equívocos. La Iglesia de siempre comenzaba ahora a construirse de un modo distinto, y con estos nuevos signos parecía evidenciarse de una manera plástica que el catolicismo estaba asumiendo su condición más universal (es lo que quiere decir la palabra católico).
Uno de los rasgos que caracterizan a Jorge Mario Bergoglio es su capacidad de transitar nuevos caminos o de dar un nuevo rumbo a los caminos conocidos, vivificarlos con un nuevo espíritu, con una buena nueva (que es lo que quiere decir la palabra Evangelio). Esto es en realidad lo propio del existir humano y lo que le proporciona el sentido de vivir a una vida que es igual y al mismo es distinta en cada momento de su tránsito terreno.
Me quiere, no me quiere
Pero el costo suele ser la incomprensión, incluso el rechazo. ¿Quién me asegura a mí que lo que viene es mejor que lo vivido? Desconfianzas hacia el cambio, a las que se suman recelos, arropados por pequeñeces humanas, un apego a veces casi patológico al pasado como algo seguro y definido para siempre, una subordinación de la fe a paradigmas culturales, incluso políticos.
Desaparece la certeza de lo conocido y se dibuja en los rostros el interrogante de lo incierto. “No lo entiendo”, me confesó un añoso sacerdote tan lleno de buena voluntad como temeroso de afrontar las acechanzas del futuro. Tal vez una fe instalada y por lo mismo cómoda suscitaba una desconfianza y no podía ser fácilmente removida, porque nadie quiere que se le mueva la estantería. ¿Qué se trae bajo el poncho este papa jesuita que nunca es posible saber qué está pensando?
Por eso los jóvenes suelen ser más receptivos a los cambios que quienes se han acomodado a lo conocido, que bien o mal permite seguir viviendo, y defienden con uñas y dientes sus preciadas apropiaciones existenciales muchas veces con gusto a rancio. Permanecer viviendo en el pasado no es sólo un anacronismo sino que es renunciar a vivir.
Son ellos, los que tienen el espíritu joven, los que miran al papa con mas cariño, con un sentimiento filial y auténtico, y no lo escudriñan a través de un canuto buscando la quinta pata al gato. No lo miran deshojando la margarita porque saben que él los quiere como un padre a sus hijos. Son los que con un corazón puro no tienen un museo de recuerdos que custodiar. Porque son libres de un pasado que los retiene de un modo estéril son los dueños del futuro y se sienten a su vez comprendidos en su esperanza.
La prueba del otro
¿Cuál es el fruto de estos diez años de pontificado? La fe no es algo que se pueda cuantificar o medir en números, sino que es una presencia invisible a los ojos de la estadística. Sería pueril juzgar un pontificado por su capacidad de acreditar una cantidad de fieles en los anuarios eclesiásticos. Definitivamente, ni en esto se parece el papa a los cánones al uso. Definitivamente, Francisco es el papa menos oficialista que se ha conocido.
Con Francisco aparece una fe encarnada, que se puede tocar, que se hace visible en la visibilidad de los que nos rodean. La fe se concreta en la historia de cada fiel cristiano y de todo el pueblo de Dios. Con Francisco, el Evangelio deja de ser una pura relación con Dios, o en todo caso, la fe en Dios pasa por el otro y no se prueba en las estrellas sino en el prójimo.
Algunos que tienen vocación de auditores de la ortodoxia han interpretado esta sensibilidad como un temporalismo, como un humanismo desacralizante. Si esto a alguien le suena raro o se siente desorientado, se recomienda acudir al GPS, abrir cualquiera de los cuatro evangelios; ahí lo van a percibir con inocultable nitidez. Es la mirada de Dios.
*El autor es profesor emérito de la Universidad Austral y director académico del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (Cudes).
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