La tan mentada “grieta”, que parece haber recuperado su por momentos extraviada centralidad durante este recargado año electoral, es una metáfora que describe muy gráfica y acabadamente una cultura que se tornado cada vez más proclive al enaltecimiento del antagonismo, las diferencias, el conflicto y la confrontación.
Uno de los efectos más visibles de esta grieta en el campo de la política es el fenómeno de la polarización, una dinámica en que dos grupos fuertemente antagónicos giran permanente y persistentemente en torno a un mismo tema o una misma “causa” que se invoca como propia y que genera al mismo tiempo identificación y diferencia. Es en este marco, en el que se enaltecen atributos como la intransigencia y la firmeza, se consolidan posturas políticas cada vez más radicalizadas, y se intensifican la crispación y los conflictos permanentes.
Al imponerse de esta forma la lógica política de “amigo-enemigo”, el otro pasa a ser considerado una amenaza a la “causa”, y por eso a éste ni siquiera se le reconoce legitimidad como adversario. El “otro” en tanto enemigo está ahí para ser combatido y vencido, en un antagonismo que es lo que da razón a la causa y lo que refuerza la propia identidad. He aquí esta suerte de contradicción que explica en gran medida la “vitalidad” de la grieta: la existencia y la fortaleza relativa de ese “otro” al que se combate es imprescindible tanto para reafirmar la propia identidad y la legitimidad de la causa que se invoca, como para galvanizar apoyos y mantener la unidad.
En otras palabras, la polarización, como el tango, siempre se baila de a dos. Ello explica por qué está dinámica pareciera configurarse en un juego de espejos en el cual desde ambos polos de la polarización se celebra el antagonismo y el conflicto permanente, en la búsqueda de movilizar a los convencidos de la causa, apelando tanto al miedo y las amenazas como a los denominados “sesgos de confirmación”.
Así las cosas, se entiende el por qué una parte de la oposición se aferra con inocultable desesperación a la “grieta”, que parece ser nada más ni nada menos casi lo único que los sostiene y los legitima ante sus audiencias, lo que les da sentido a su proyecto y lo que orienta su acción. Es que el definirse exclusiva y negativamente en relación a ese “otro” que se combate, sin ese antagonismo se caería en la más absoluta intrascendencia e irrelevancia. Solo así se entiende la gravitación que tienen los denominados “halcones” de Juntos por el Cambio o, más precisamente del PRO. Y, en particular, la centralidad que aún conserva y busca no perder, el ex presidente Mauricio Macri, bajo cuyo liderazgo el país comenzó a deslizarse hacia las profundidades del abismo en el que seguimos cayendo en los últimos años.
Macri y Cristina son, en esta dinámica, los dos reversos de esa misma moneda devaluada que es la grieta. Dos dirigentes que conservan poder y centralidad, aún con los niveles altísimos de rechazo que generan en amplios sectores de la opinión pública, pero con un nada despreciable poder de fuego, gran capacidad de daño y amplios márgenes para intentar condicionar el accionar de quienes quieran sacar los pies de la “grieta”. Un rechazo que aprovecha Patricia Bullrich para erigir un proyecto presidencial que sólo se sostiene apelando al miedo o al rechazo ante la “amenaza” del kirchnerismo. Un proyecto que basa su legitimidad en ese antagonismo y que busca construir consenso en torno a un único objetivo: vencer al kirchnerismo.
Todo vale entonces para “ganar”, aunque ello acabe por condicionar fuertemente las perspectivas de poder “gobernar” un país cada vez más complejo. Un atajo para obtener un rédito electoral, satisfacer intereses de corto plazo y alimentar mezquindades, todo ello con un costo potencialmente altísimo: seguir hundiéndonos en una cada vez más profunda y trágica decadencia, a la vez que condenándonos a una fragilidad política, económica e institucional permanente.
Ello explica, en cierta forma, el “ruido” provocado por el lanzamiento de la precandidatura presidencial de Horacio Rodríguez Larreta, con una fuerte impronta narrativa “anti grieta”, no solamente en el plano discursivo sino también en lo que respecta a la proyección de atributos de liderazgo (moderación, apertura, diálogo), y el énfasis en la construcción de un proyecto que le permita no repetir la experiencia de Cambiemos de 2015. Es decir, un proyecto que sirva no solo para “ganar”, sino también para poder “gobernar”.
Un posicionamiento y una apuesta a todas luces audaz, que seguramente encontrará resistencias no solo en sectores del oficialismo sino también en las propias filas de la principal coalición opositora. Así, no faltarán quienes le reclamen “firmeza” e intransigencia, quienes le hablen de la importancia de alimentar las expectativas de los votantes enojados con más crispación, quienes consideren que el diálogo implica ceder posiciones frente al “enemigo”, entre otros supuestos axiomas estratégicos. En definitiva, quienes se aferren desesperadamente a la grieta como “negocio” que se sigue azuzando a pesar de sus lamentables consecuencias no sólo en las instituciones democráticas y republicanas, sino a nivel del lazo social en que se funda nuestro propio sentido de comunidad.
El autor es sociólogo, consultor político y autor de “Comunicar lo local” (La Crujía, 2021)
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