Hace poco, preparando un viaje de unos pocos días a Roma, entré a internet con el fin de sacar una entrada para ver por fin el Coliseo. A decir verdad los monumentos en las ciudades históricas solo me interesa verlos por fuera, por dentro únicamente visito museos, más que nada si media el pago de una entrada. He ido a ver todas las cosas romanas que hay regadas por Europa, incluso el Djem de Túnez y su museo de El Bardo de Cartago ¿y el Coliseo? Al fin decidí que de mis pocas horas libres tenía que ir comer la pizza al trancio campeona del año y visitar los compartimentos para gladiadores, para tigres y para nobles del gran estadio lúdico.
Ahora la posibilidad de recorrer el Coliseo la venden junto a la visita del Foro, que antes era cuestión de ir caminando desde la Lupa con Rómulo y Remo mamando de sus pezones, hasta la base del Coliseo donde decenas de buscavidas disfrazados de romanos ostensiblemente malhumorados, se ofrecían para posar en fotos de recuerdo “esa columna de ahí atrás es el coliseo, ese es un romano de mentira, jaja, y el de al lado soy yo”.
Hoy se acabó todo eso, ya ni visitantes ni legionarios romanos entran gratis. En la misma página, ofrecían con misma relevancia, mayor pompa y a precio similar, una entrada para el Museo del Vaticano y la Capilla Sixtina, que de repente me interesó mucho más aunque solo fuese por Miguel Ángel, que las dependencias donde Russell Crowe esperaba su turno para luchar.
Gracias o por culpa de mi agnosticismo militante, que no ateísmo, de un discurso instalado como un chip en el hipotálamo de oposición a toda institución opresora y acaparadora de los emolumentos de la humanidad productiva, nunca me había planteado siquiera flanquear el límite de la Roma Italiana para entrar al Estado del Vaticano. Militancia facilona, de andar por casa.
Algo había cambiado en mi percepción no solo de el Vaticano, sino de todo lo referente a la iglesia Católica. No fue poca cosa “no matarás y no robarás”, ni tampoco la maldición bíblica “ganarás el alimento con el sudor de tu frente” o “no desearás la mujer del prójimo” más allá de tenerse ganadas toda mi antipatía.
¿Qué me permitió desvestir la agobiante armadura de la filosofía materialista, los prejuicios intelectuales, la condena a piñón fijo a los crímenes de cualquier poder, y acercarme a la importancia social de esa logia, de esa doctrina que tiene lugar frente a una cruz y un retablo erigidos en un templo, húmedo y fresco en verano y cálido y acogedor en invierno? ¿Cómo se produjo mi epifanía, sería la edad del descanso, la merma del derecho al debate, la desintegración de las dudas?
¿O o más bien el influjo de los años de pontificado de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco para los practicantes, con su inquebrantable convicción profundizada en interceder a favor de los más necesitados, de participar activamente en la concepción de un mundo mejor, su coherencia con los principios declarados?
¿No habría sido por las mismas razones que admiro la vida de Ho Chi Min, de San Martín, de Miguel Hernández o de Espartaco?
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Vivía ya lejos de Argentina cuando se produjeron sus enfrentamientos como Cardenal con el gobierno de entonces, pero desde antes de su papado, la persona de Bergoglio cercana a las vicisitudes del pueblo más humilde y aficionado futbolero, era depositario de toda mi simpatía. El paso de los años de su papado, que cumple una década este 13 de marzo, acrecentó mi respeto por el hombre que imprimió su sello a la institución más sabia y conservadora, reticente a cambios, a evoluciones y aggiornamientos.
Un papado para los pobres, que rechazó los lujos, evitando los protocolos ceremoniales, reconciliando la iglesia con la ciencia, a la postre el mayor adversario de la fe religiosa, sin sucumbir a la contradicción.
No le tembló el pulso para criticar a la propia institución señalando la necesidad de la incorporación de la mujer a la conferencia episcopal, encabezando un acercamiento al islam, una proximidad al sufrimiento de las personas homosexuales desde el principio de la piedad y de la comprensión de los nuevos tiempos. Fue duro en la critica condenatoria con los obispos acusados de pedofilia y con el encubrimiento de la Iglesia en un tema tan delicado. Comprendió su tiempo de un modo poco usual no solo en jerarcas religiosos, sino en también entre los más influyentes estadistas.
Los argentinos nos identificamos con aquello que refulge en la creme de la creme, haciéndonos quedar bien entre los más glamurosos. Messi, Gardel, Maradona o la reina de Holanda. Bergoglio llegó mucho más alto, pero una cultivada y consciente humildad le ha hecho no alardear de su logro. Que no se dé un baño de masas en lo que sería la visita más multitudinaria jamás soñada en Argentina.
Sucede que no soy comunista, pero si tropiezo con un comunista de verdad, entregado, desprendido, lo respeto y en cierto modo me conmueve, lo mismo me ocurre con un cristiano de verdad igualmente raro de encontrar, y este Papa lo es, además lo es en una posición en la cual lo más normal sería perder todo rastro de humildad.
No me acerqué al Vaticano, no me acerqué a la iconografía ni al fetichismo religioso, lo que me ocurrió es que he tenido el honor de vivir la época de ese buen tipo, tenaz y coherente, cercano a los que más sufren, preclaro en las prioridades, con una conciencia humanista y ecológica que definitivamente devolvió la confianza en la iglesia de sus feligreses extraviados y la simpatía de los ajenos.
Un avis rara que vaga por las dependencias del Vaticano, acarreando de la cama al living la pierna que su cadera apresa para atenuar el impulso de la prisa. En la soledad de su poder traducido en responsabilidad, con su Argentina postergada en el centro de la memoria, un quite de Basso, un gol de Sanfilippo, el gato bajo el farol de la calle y la pasta de los domingos. Y enfrente la Historia y el mundo, los frescos, la Piedad de Miguel Ángel y un poco más allá el Coliseo, al que también debe una visita.
Gracias por ser de todos Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco.
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