En tiempos bíblicos, a la unidad de moneda de los israelitas de aquel tiempo se la denominaba “SHEKEL”. La palabra “SHEKEL” significa “PESO” - al igual que nuestra moneda el peso argentino y varias monedas de América - ya que representaba el peso literal en oro de esa moneda. El SHEKEL atravesó los milenios y es en la actualidad también, el nombre de la moneda del moderno Estado de Israel.
Cuenta el relato que durante la travesía de los israelitas liberados de Egipto por el desierto, Moisés decide realizar un censo. Pero el texto señala que no se debían contar a las personas. Al reducir un ser humano a un número, se lo deshumaniza. Transformar una historia en apenas una cuenta matemática, invisibiliza la identidad y el propósito de esa vida. Es por eso, que Moisés prescribe que cada persona debía donar la mitad de un SHEKEL, la mitad de una moneda. Lo que se contaría, serían las monedas y no las personas. De esa manera, todos contaban por igual. Cada ofrenda hacía que esa persona dijera a la vez, que podían contar con ella.
Al ingresar más profundo dentro del texto, vemos que la ofrenda no era apenas material. Cada letra hebrea equivale también a un número, por lo que las palabras tienen un valor compuesto por la sumatoria de sus letras. De esa manera es que los místicos descubrieron que la suma de las letras de la palabra “SHEKEL” es exactamente igual a la de otra palabra hebrea, la palabra “NEFESH” que significa: “ALMA”. La ofrenda no era apenas media moneda, sino una fracción del alma.
Los maestros jasídicos nos enseñan que cuando nacemos, sólo nos regalan desde el cielo la mitad de nuestra alma. La otra mitad debemos buscarla, cultivarla, trabajarla y descubrirla a lo largo de una vida. Completamos nuestra otra mitad cuando llevamos una vida de realización. Cuando sabemos que nuestras acciones se encuentran alineadas con nuestros ideales. Cuando nuestras decisiones van de la mano con nuestra visión y aspiración. Cuando trabajamos por construir una sociedad basada en la ética. Cuando queremos bien y cada vez más alto a los nuestros. Cuando descubrimos la belleza de estar enamorados. Cuando miramos en silencio los ojos de nuestros hijos y nietos, y entendemos todo. Cuando logramos paz de espíritu en la seguridad de lo logrado.
Podría cerrar aquí asumiendo esa posibilidad de completarnos interiormente. Sin embargo, aún al completar la otra mitad del alma, nunca dejamos de tenerla partida en dos. Como el medio Shekel. Todas nuestras certezas incluyen una cuota de incertidumbre. Lo que damos por obvio, por natural, abraza siempre alguna duda. Así sucede con la fortaleza del cuerpo o de la mente, con la amistad, la confianza, la seguridad, la familia, los vínculos, el conocimiento o el amor.
Por eso en la mitad de esa moneda vemos la imagen de un alma partida en dos. Porque somos en todo, siempre, dos. No sabemos ser uno, nunca lo lograríamos. Somos objetivos y subjetivos. Cuerpo y alma. Carne y espíritu. Racionales y emocionales. Tiempo y espacio. Transparentes y en colores. Conviven dentro nuestras virtudes y defectos. Bellezas y miserias. Las verdades y las mentiras. Pasados y futuros. Fracasos y logros. Recuerdos y olvidos. Primaveras y otoños. La salud y la enfermedad. La vida y la muerte.
Llevamos partido en dos hemisferios el cerebro y un tabique separa en dos nuestro corazón. Y también llevamos el alma quebrada por heridas varias y marcas de la historia. Dos mitades son nuestro alma. Lo que sabemos de nosotros, y lo que tenemos por descubrir. Lo que saben de nosotros y lo que sólo guardamos para nosotros.
A veces vivimos de un lado del alma, y tantas otras nos refugiamos en la otra orilla. Si el Shekel es como el alma, entonces quizá sea también porque hay veces que el alma nos pesa. Nos pesa, nos duele, nos lastima. Entonces sentimos que todo adentro duele y pesa. Pero en realidad no somos uno. Somos un universo de mitades y fragmentos. Tenemos allí esa otra mitad del espíritu que guarda un brillo único, a la espera de amanecer, de empezar a brillar otra vez.
Cuando alguien a quien amamos parte, somos nosotros quienes quedamos partidos. La mitad del alma que duele parece pesar mucho más que cualquier otra emoción de cualquier otro tiempo. El dolor es legítimo, necesario. Es la intimidad de nuestra parte del alma rota la que le habla a todo el cuerpo. Pero cuando sólo le abrimos la escucha a ese fragmento de espíritu, nos quedamos encerrados casi egoicamente en nuestro dolor personal. Cuando alguien muere sólo la mitad de su alma parte, a reencontrarse con la Fuente de todo. La otra mitad permanece aquí, esperando ser recibida nuevamente en el abrazo espiritual de aquellos en quienes dejó una marca. Espera que aprendamos a recordar bien, para unirse con esa mitad del alma nuestra, que logra sonreír al recordar.
Quizá la verdadera sabiduría consista en aprender a sacar hacia afuera el fragmento del alma que necesitamos en el momento exacto. Ni ocultar, ni negar alguna de nuestras mitades, sino sabernos genuinos con cada uno de esos fragmentos. En nuestras luces o en nuestras sombras, ser auténticos. Reales. Ofrendar ese medio Shekel sin vergüenza de abrir el alma y mostrarnos tal cual lloramos o reímos.
Amigos queridos. Amigos todos.
No somos un número en una lista. Somos un trozo de una gran historia. Seguramente al dar nuestra media moneda, enfrente se encuentre otra alma quebrada, alguna otra mitad de alguien, esperando completarse y alcanzar a ser uno, con nuestra ofrenda.
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