El dato se maneja informalmente en la Justicia, avalado por los últimos informes del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe: junto con los crímenes del narcotráfico en Rosario –que esta semana le costaron la vida a Máximo, de 12 años y amenazan hasta la tranquilidad del máximo ídolo nacional– también aumentan a ritmo alarmante los femicidios.
Según el observatorio, los homicidios de mujeres vinculados a economías ilegales crecieron vertiginosamente. Setenta de las víctimas de la violencia narco en 2022 fueron mujeres y el 25,7% de esos crímenes estuvo marcado también por la violencia de género, aunque es bastante obvio que el resto de los casos también está atravesado por las reglas de una estructura que no sólo es criminal, sino patriarcal.
Por eso es llamativo que, ahora que nos decidimos a mirar a Rosario –y descubrimos con un horror casi ingenuo que en barrios como Los Pumitas el Estado está ausente, como si su presencia fuera fuerte en Las Lomitas o en La Favelita de Tolosa–, algunos actores en campaña planteen una falsa dicotomía entre combatir la droga o los femicidios. ¿No es eso acaso lo que subyace detrás de la idea del precandidato a gobernador de Patricia Bullrich, Joaquín de la Torre, y hasta de otras voces mucho más moderadas, como la de Horacio Rodríguez Larreta, que proponen –a caballo del reclamo con el que Javier Milei insiste hace meses– cerrar el Ministerio de las Mujeres y destinar sus recursos a la guerra contra el narcotráfico?
Es parte de un clima político en que la desinformación es la vedette del debate. No hace falta ser experto para saber que “cerrar” un ministerio casi nunca reduce el gasto ni permite asignarlo a otras cuestiones: las políticas de una secretaría o una dirección –y el personal requerido para llevarlas adelante– no son menos costosas que las de un ministerio, igual que el rango ministerial no garantiza el cumplimiento de esas políticas (y de eso hay pruebas recientes y sobradas). Pero la mala o nula gestión de una cartera no debería implicar su desmantelamiento, sobre todo cuando los problemas de los que se ocupa están lejos de ser resueltos.
Hay una misoginia evidente cuando se habla de cerrar el “Ministerio de la Mujer”, como si la única opción ante la falta de respuestas de la administración actual fuera volver a invisibilizar la agenda de género y diluirla en programas que dependan de la buena voluntad de otros organismos. Y hay también desconocimiento o, peor, la intención de tergiversar adrede la realidad, cuando se supone que la llamada guerra contra las drogas no necesita perspectiva de género.
Las mujeres no sólo son las más afectadas cuando no hay red estatal, solas con sus hijos en un contexto de feminización de la pobreza y expuestas a violencias de todo tipo. Son también el último escalafón del poder narco: explotadas como mulas y vendedoras o contrabandistas de bajo nivel en una economía ilegal controlada mayoritariamente por hombres.
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Hay una razón concreta para que los femicidios hayan aumentado tanto en Rosario: a las mujeres que se niegan a participar o a entregar a sus hijos menores de edad –que son cooptados cada vez con más facilidad y más temprano– para el narcomenudeo, se las mata. Me lo dijo en off una funcionaria judicial especialista en el tema: “Es real lo que dijo Pablo Javkin, hoy el negocio de la droga se maneja desde la cárcel. Como hay pocas cárceles federales, muchas cumplen su detención en penales que quedan a miles de kilómetros. En general, no quieren volver, porque en Rosario, si no hacen lo que mandan los jefes narco corren riesgo de que las maten a ellas y a sus familias”.
La portera que vendía cocaína en la escuela rosarina baleada esta semana no es la excepción: en la Argentina, siguiendo una tendencia mundial, los delitos de drogas constituyen la principal causa de encarcelamiento femenino, escriben Raquel Asensio, Julieta Di Corleto y Cecilia González en uno de los textos de Mujeres imputadas en contextos de violencia o vulnerabilidad. Hacia una teoría del delito con enfoque de género (2020), una publicación de la Defensoría General de la Nación de la que también participaron Rita Segato y Patricia Copello.
Así, de acuerdo con los datos oficiales disponibles, durante el 2017 el 62,77% de las mujeres privadas de libertad en cárceles federales estuvieron detenidas por infracción de la ley de tenencia y tráfico de estupefacientes. Hay infinidad de estudios que dan cuenta de que en su mayoría son mujeres con altos índices de vulnerabilidad. En muchas ocasiones también son víctimas de trata.
“Sin querer desestimar la decisión de las mujeres en la perpetración de delitos –que suele enmarcarse en contextos de victimización de género y situaciones socioeconómicas adversas–, son las estructuras patriarcales y la violencia de género las que condicionan su participación en actividades delictivas”, dice una cita de la investigadora de la Universidad Autónoma de Chiapas Corina Giacomello en un muy recomendable artículo de Lauren Borders difundido por la ONG de Derechos Humanos Washington Office for Latin America (WOLA).
Para Borders, las experiencias de estas mujeres suelen estar marcadas por la marginación económica y social, pero también pueden tener momentos de lo que parece ser decisión propia u oportunismo. Sin embargo, la naturaleza de sus relaciones y de su exclusión social influyen de manera determinante en su participación en el tráfico de drogas: “Para muchas, las parejas masculinas son su puerta de entrada a la delincuencia de bajo nivel, donde las mujeres les ayudan en el comercio, buscando ser ‘buenas’ esposas o novias. La violencia de género también puede ser un desencadenante. Las mujeres que cometen delitos de drogas de bajo nivel son una población compleja que escapa a las explicaciones directas, lo que se hace infinitamente más difícil por su falta de visibilidad en la sociedad”.
Como el microtráfico es un objetivo natural de las fuerzas de seguridad –”son fáciles de interceptar y perseguir y, con frecuencia, objeto de extorsión”– las mujeres llenan las cárceles de América Latina. Aunque el número de hombres presos por delitos de drogas (y en general) supera al de mujeres, el número de mujeres encarceladas por delitos de drogas está aumentando a un ritmo mayor en la mayoría de los países latinoamericanos. En la Argentina, según datos de WOLA, de 2002 a 2018 la población femenina en cárceles creció el 107%.
Una vez dentro del sistema de justicia penal, las mujeres quedan sujetas de manera desproporcionada a la detención preventiva y a largas condenas, lo que causa estragos en sus familias y en las personas que dependen de ellas.
Hay historias estremecedoras, como el caso de Claudia, la mujer boliviana detenida en Salta en 2017 cuando transportaba dos valijas con cocaína. Había entrado en el negocio narco para costear la quimioterapia de su hijo de 12 años. Por el delito que le valió la cárcel iba a ganar US$500. Su tragedia se hizo pública gracias a una nota del periodista Fernando Soriano en Infobae, que en octubre de 2018 difundió el pedido desesperado de esa madre para despedirse de su hijito, ya en estado terminal. Era la misma desesperación que, según ella, la había forzado a cruzar la frontera con un kilo de droga.
Los relatos del drama diario detrás del aumento exponencial de las mujeres como testigos, víctimas, rehenes, cómplices y autoras de crímenes del narcotráfico demuestran, como dice Borders que “la guerra contra las drogas es cada vez más una guerra contra las mujeres”. Sobre ellas recaen la carga punitiva, la violencia narco (y machista) y la estatal, por acción u omisión. En las zonas a las que el Estado no llega y que trascienden –lejos– el gran Rosario, esas mujeres y sus hijos son siempre las más vulnerables. Ellas, las que sufren en sus casas las balaceras cotidianas y son las primeras en ser criminalizadas, también podrían ser agentes de cambio.
Mucho más sensato que cerrar el Ministerio de las Mujeres sería darle un lugar de injerencia en la mesa de decisiones para que las políticas para combatir el narcotráfico tengan perspectiva de género; es decir, para que puedan abordar el desastre con fórmulas más honestas y menos generales que hablar del “flagelo” sin detenerse nunca en un mapa social que requiere todo tipo de apoyos. No es tan difícil de entender.
¿Por qué entonces la insistencia anti-mujeres ya no sólo desde sectores de la derecha más reaccionaria, sino de las alternativas más lógicas de cara al 2023? Quizá porque el presidente más devaluado de la historia reciente también insiste en pararse “al frente de la ola verde”, como paladín de un derecho que conquistamos nosotras. Así, por oposición a un gobierno inútil, vamos a volver a perder todas. Y eso habla de una sola cosa: de que el machismo es tan transversal como el narcotráfico que hoy nos asombra.
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