Había una vez… En una época no muy lejana, cada enero y, con mayor intensidad, en el mes de febrero y a través de los medios de comunicación, todos los argentinos éramos testigos obligados de una especie de cenáculo, conformado por personas con intereses ideológicos comunes que suelen llamarse “representantes de los derechos laborales docentes”, “sindicalistas” y que discutían con mucho ímpetu los salarios que debían cobrar los docentes del país. Del otro lado de la negociación, se encontraban los representantes de las distintas jurisdicciones que tenían a cargo las escuelas. Esa discusión, que se conoce como reunión paritaria, no solo incluía la necesaria actualización de los ingresos mensuales que recibirían los docentes, sino que llegó hasta debatir contenidos de la formación docente y el reparto de fondos para las instituciones gremiales que participaban en ellas.
Escuchábamos durante horas en la televisión y en las radios los distintos argumentos, en muchos casos atendibles y razonables, siempre con la amenaza velada del no comienzo de clases. Todos los años, de ese tiempo lejano, las familias que tenían niños y niñas en edad escolar rogaban que esa paritaria llegara a buen puerto. De lo contrario, los familiares y amigos más cercanos se convertían en cuidadores, mientras que el tironeo propio de esta negociación terminara de definirse. La probabilidad de que este acontecimiento se repitiera siempre era una constante, así como también la incertidumbre de que no comenzaran las clases y millones de chicos esperaran su primer día sin saber cuándo llegaría.
Los argumentos parecían presentarse como muy sólidos. ¿Quién podía estar en contra de que los docentes no recibieran un salario digno? Pero… Año tras año, todos y todas esperábamos que la medida de fuerza fuera solo una amenaza pasajera.
Con el tiempo, también aprendimos que, dependiendo de quién estuviera del otro lado de la discusión paritaria, los términos de la negociación parecían tomar otro cariz. Cuando con el que se discutía era un socio/amigo, las garantías del comienzo de clases parecían un hecho más real. Ahora… Si no lo era, la irresolución se presentaba como una realidad inexpugnable.
Un viejo refrán dice que para muestra vale un botón… O varios botones o muchos botones. En el año 2016, en la Provincia de Buenos Aires, bajo el gobierno de la primera gobernadora mujer María Eugenia Vidal y aun habiendo acordado los términos de la paritaria, hubo seis días de paro. En el año 2017, en la misma provincia y bajo la misma gobernación, y con un acuerdo paritario cerrado, hubo 17 días de paro. En el año 2018, bajo las mismas circunstancias de gobierno, hubo 29 días de paro y en el año 2019, nuevamente, con una paritaria acordada, hubo nueve días de paro.
Es decir que, en el gobierno de María Eugenia Vidal hubo un total de 61 días de paro. Eso significa que una porción de la totalidad del sistema educativo, que nuclea cinco millones de estudiantes, aquellos que más necesitan estar en la escuela, perdieron la posibilidad de aprender.
Pero, a pesar de que algunos de los personajes parecerían ser los mismos y sin mediar explicación, casi por arte de magia y, afortunadamente para los chicos, sus familias y los docentes; se terminó esa época oscura que veíamos todos los veranos. Y los representantes de los derechos laborales de los y las docentes se volvieron muy empáticos de los planteos del gobierno de turno. Antes de saber cuál es la oferta salarial, se acepta la propuesta y se garantiza en diciembre, a pesar de los niveles de inflación escandalosos, que en marzo comenzarán las clases, sin ningún tipo de conflicto.
Sería motivo de otra columna analizar en profundidad si los últimos acuerdos paritarios garantizaron que los docentes no pierdan el valor adquisitivo frente a la inflación. En estos escenarios de precios descontrolados, todo parecería indicar que no.
Lejos de mí está reivindicar los días de paro, todo lo contrario. No hay nada más perjudicial, fundamentalmente para los sectores más pobres, que las puertas de una escuela cerrada. La imposibilidad del acto educativo clausura cualquier tipo de negociación razonable.
La memoria hace posible que los pueblos no cometan los mismos errores, está en juego el futuro de nuestros hijos e hijas. Es mi deber institucional señalarlo, somos responsables de crear las condiciones para que cada niño y cada niña crea que este país, y no otro, es el mejor lugar para crecer y desarrollarse, para que lo elijan como su lugar en el mundo.
El diálogo genuino y la voluntad del acuerdo son necesarios. Apostemos a ello. Si lo logramos, el resto será un recuerdo del pasado.
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