El fascinante libro que está leyendo casi todo el peronismo

“Conocer a Perón” tiene la tensión y la magia de una novela bien escrita. También repara como pocas veces en la humanidad de los líderes políticos

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Juan Manuel Abal Medina, Héctor
Juan Manuel Abal Medina, Héctor Cámpora y Juan Perón

En 1970, Juan Manuel Abal Medina recibió dos noticias que cambiarían su vida para siempre. La primera fue el 1 de junio. Ese día, un comando montonero asesinó al ex dictador Pedro Aramburu. En pocas horas, Abal Medina comprendió que su propio hermano, Fernando, había estado involucrado en ese operativo. La segunda noticia fue el 7 de septiembre de ese mismo año, cuando supo que su hermano había sido abatido por la policía en un tiroteo. Pocos días después, Abal Medina pronunció un encendido discurso en el entierro de Fernando y se transformó en una figura pública. El general Juan Perón lo mandó a llamar. Abal viajó a Madrid. En pocas horas, ese joven que acababa de ser sacudido por la muerte de su hermano, se transformó en un hombre de confianza de Perón y sería uno de los protagonistas de su regreso al país. Medio siglo después de esos hechos, el mismo Abal Medina, que hoy orilla los ochenta años, acaba de publicar las memorias de sus encuentros con Perón. Es un libro que ha cautivado a gran parte de la dirigencia peronista: desde Julio Bárbaro hasta Andrés Larroque, desde Alberto Fernández a Cristina Kirchner. Como se verá, no es para menos.

Por fuera de toda consideración política y de que no se trata de un libro de ficción, Conocer a Perón –que así se llama el libro— tiene la tensión y la magia de una novela bien escrita. En el rol protagónico de ese drama se ubica un general anciano, expulsado de su país 15 años antes por una dictadura, luego de un sangriento golpe de Estado, y al cual le habían robado y mutilado el cadáver de su esposa. Ese general, ese viejito, se empieza a preparar para volver al país. Conserva gran parte de la astucia y la pasión política que lo transformaron en el principal líder argentino del siglo XX. Pero, al mismo tiempo, está cansado y enfermo. El país, o gran parte de él, lo espera como si fuera un salvador. Él va a volver. No tiene otro destino posible. No tiene salida. Pero está cansado y depende de otra gente para moverse: ni siquiera tiene autonomía.

Tal vez no es eso lo que Abal Medina haya querido contar. O vaya a saber. Pero es imposible no percibirlo en lo que efectivamente cuenta. Por ejemplo, el 1 de marzo de 1973, apenas tres meses antes del regreso definitivo de Perón a la Argentina, Abal lo visitó en Puerta de Hierro.

Así lo cuenta:

“Estaba claramente desmejorado y tenía un hablar menos vivaz. Me contó que habían tenido que sacarle otros pólipos de la próstata y que esta vez había quedado muy dolorido e incómodo y muy dependiente de la medicación. Por primera vez, tuvo una expresión favorable hacia López Rega, que recuerdo muy bien: ‘Qué suerte que tengo conmigo a este loco que es capaz de no dormir para cuidarme’“.

Es impresionante la potencia que tiene ese párrafo para explicar una parte de la tragedia que se avecinaba. Ese Perón agónico es el que seis meses después asumiría la presidencia de un país que se deslizaba hacia la guerra civil. Pero necesitaba de López Rega para poder moverse.

Muy pocas veces se repara en la humanidad de los líderes al describir procesos políticos. ¿Cuánto influyó en el segundo mandato de Carlos Menem la muerte de su hijo? ¿Qué efectos tuvo en Cristina Kirchner la muerte de su esposo o la operación que sufrió en la cabeza luego de ser reelecta? ¿Cómo impacta en los líderes la soledad, la impotencia, el cansancio, el insomnio, las enfermedades, las pérdidas? En ese sentido, al incorporar en la narración de los hechos el cansancio, la vejez y la dependencia de Perón, Abal Medina hace un gran aporte que, al mismo tiempo, es un poco sacrílego. ¿Cómo? ¿Perón tenía próstata? Casi nadie repara en estos detalles.

Pero Conocer a Perón tiene otro valor. Hay una extensa y riquísima bibliografía sobre la magnética década del 70. El historiador inglés Richard Gillespie publicó un trabajo muy documentado, riguroso y, al mismo tiempo, ascéptico sobre la historia de los Montoneros: Los soldados de Perón. El talentoso periodista Pablo Giussani escribió La Soberbia Armada, un ensayo demoledor, donde se refleja el rechazo a los montoneros por parte de un pensador liberal. El sociólogo conservador Rosendo Fraga, en El ejército, del escarnio al poder, describió lo que ocurría en los cuarteles entre 1973 y 1976. Hay biografías monumentales sobre José Gelbard y Mario Santucho, escritas por María Seoane, sobre Jabobo Timerman por Graciela Moschkovsky y sobre Rodolfo Galimberti, por Roberto Caballero y Marcelo Larraquy, quien además ha publicado media docena de libros fascinantes sobre aquellos años. María O Donnel escribió, en Born, un texto deslumbrante sobre el que probablemente haya sido uno de los secuestros mejor remunerados de la historia mundial, y otro sobre el asesinato de Aramburu. Horacio Verbitsky contó, tiro a tiro, la tragedia de Ezeiza. Miguel Bonasso se sumergió en los sótanos de la represión y de allí surgió su estremecedora e inolvidable novela, Recuerdos de la Muerte. Marín Caparros y Eduardo Anguita aportaron La Voluntad, tres volúmenes con la historia de la militancia en aquellos años. La lista es interminable.

Ninguno de esos trabajos, sin embargo, incluyó en un rol central la mirada de Perón, la lógica que guió su accionar, como se refleja en el libro de Abal Medina. Tal vez nadie hubiera podido hacerlo porque muy pocas personas tuvieron acceso a su intimidad. Cada lector podrá destacar lo que le parezca de esas 400 páginas: hay muchas miradas posibles. Pero, sin dudas, un elemento central del texto es la tensión entre Perón y un colectivo que se podría denominar como “la izquierda”, y especialmente “la izquierda peronista”. Ese elemento atraviesa todo el relato.

Por ejemplo, aparece en uno de los primeros diálogos, cuando Perón se refiere a John William Cooke, su ex delegado personal que había quedado deslumbrado por la revolución cubana.

Dice Perón, según Abal Medina:

“Vea doctor, yo respeto y valoro mucho a Fidel Castro y lo que hace en Cuba. Pero la Argentina no es Cuba, el Ejército argentino no es el Ejército de Batista y, sobre todo, nosotros no somos marxistas. Imagínese si me hubiera ido a vivir a Cuba, como quería Cooke. ¿Cómo estaríamos ahora? Seguramente en medio de una guerra civil que, además, seguramente perderíamos. Pero también, y esto me parece lo más importante, nuestra gente, los trabajadores argentinos, no son ni marxistas ni socialistas: son justicialistas. Para hablar en el lenguaje de ellos, no tienen el nivel de conciencia suficiente para embarcarse en una lucha revolucionaria. ¿Y qué derecho tenemos nosotros de presionarlos? ¿Qué derecho tengo yo de usar mi liderazgo para llevarlos a un callejón sin salida?”

Perón en Ezeiza, junto a
Perón en Ezeiza, junto a Rucci y Abal Medina

Esa tensión llega a su máxima expresión cuando Montoneros empieza a escalar en sus desafíos armados a Perón. En general, la bibliografía dominante sobre el asunto describe a un Perón cínico que alentó a los Montoneros para presionar a la dictadura y luego los reprimió ferozmente cuando volvió a la Argentina, un Perón que respaldó el asesinato de Aramburu pero reprimió el de Rucci. El libro de Abal Medina tiene otro punto de vista. Perón aparece aquí como alguien que respalda e intenta integrar a los sectores revolucionarios de su movimiento pero, paulatinamente, se va convenciendo de que eso es imposible. El hecho que desborda la situación fue, precisamente, el asesinato de José Ignacio Rucci a quien, según el autor, Perón quería como un hijo. Perón estaba conmocionado. Él había sobrevivido a una larga persecución y, de repente, un grupo de recién llegados decide asesinar a su gente. ¿Con qué derecho?

Para conocer todos los detalles de la evolución de Perón, hay que leer el libro. Las anécdotas son realmente muy ricas. Un episodio especialmente interesante gira alrededor de la posición de Perón acerca de qué hacer con los presos políticos detenidos durante la dictadura de Lanusse. Muchos de ellos eran guerrilleros. En 1973, antes de la asunción de Héctor Campora, había una enorme presión para que los presos fueran liberados. Según Abal Medina, Perón no estaba de acuerdo en que la liberación fuera sin condiciones. Proponía liberar a quienes renunciaran a la lucha armada y entregaran las armas. “No tiene sentido liberar a personas que, al día siguiente, van a estar disparando contra el Gobierno”. Como se sabe, el 25 de mayo de 1973, el mismo día de la asunción de Cámpora, una multitud rodeó algunas cárceles y forzó la apertura de las rejas. Según Abal Medina, para Perón eso era incomprensible.

Las páginas de Conocer a Perón son eléctricas. La descripción de la presencia de armas en aquellos años es notable. Abal Medina cita este testimonio de uno de sus viejos custodios:

“Una noche, después de que Cámpora hubiera ganado las elecciones, ya estábamos en mayo, Abal Medina tenía que ir a una reunión. Sacamos los Fiat. Manejaba el flaco Mera Figueroa. Adelante iba Abal Medina con un .38 corto o con un .357. Atrás había un policía que nos habían puesto como custodia con una ametralladora Halcón y una pistola Browning, y estaba yo con mi Mauser. Fuimos a un restaurante en la calle Chile. En la puerta estaba la custodia de Rucci que andaban en Torinos. Estaban armados con fusiles y qué sé yo qué más. Algunos estaban tirados abajo del Torino. Parecía exagerado pero meses después lo asesinaron a Rucci”.

Los distintos sectores del peronismo tomarán seguramente lo que les conviene de ese texto. Algunos destacaran el daño que le hacen a cualquier proyecto político los extremos, en este caso los extremos de izquierda, que no respetan a ningún jefe. Otros señalarán que todo termina mal cuando un presidente –Hector Cámpora entonces, Alberto Fernández ahora—desobedecen al jefe que los colocó en la Casa Rosada. Parecen, en cualquier caso, situaciones bien distintas.

Juan Manuel Abal Medina
Juan Manuel Abal Medina

Abal Medina ofrece su propia moraleja. Tal vez ese mensaje se exprese como en ninguna otra parte en el capítulo donde explora los esfuerzos que hicieron Perón y el radical Ricardo Balbín para acercarse, luego de décadas de desencuentro. Es el único momento donde el autor intenta encontrar un puente entre aquellos viejos tiempos y estos. Abal reproduce, primero, una carta que Perón le envió a su viejo enemigo el 25 de septiembre de 1970:

“Tanto la Unión Cívica Radical del Pueblo como el Movimiento Nacional Justicialista son fuerzas populares en acción política. Sus ideologías y doctrinas son similares y debían haber actuado solidariamente en sus comunes objetivos. Nosotros, los dirigentes, somos seguramente los culpables de que eso no haya sido así. No cometamos el error de hacer persistir un desencuentro injustificado…”.

Abal Medina escribe:

“Pienso que hoy, tal vez más que nunca, es imperioso dar vigencia efectiva a ese legado. Hay que levantar a esa Argentina postergada y volver a unir a los argentinos para crear, entre todos, una sociedad justa, vivible, desarrollada. Una sociedad de libres e iguales”.

Lo escribe cincuenta años después de sus charlas con Perón, cuando está casi tan anciano como el viejo General lo estaba entonces.

Y lo escribe enfermo de Epoc, asistido por un tubo de oxígeno, sin el cual no podría vivir mucho tiempo.

Tal vez no sea lo mejor para un país. Vaya uno a saber. Pero la novela Argentina parece no terminar nunca. Mientras tanto, es tan generosa, tan pródiga, tan cinematográfica.

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