Feminista en falta: Tár, la cancelación y la ansiedad conformista de los ofendidos de siempre

La película de Todd Field por la que Cate Blanchett va camino a ganar su tercer Oscar cuenta la historia de una directora de orquesta que abusa de sus privilegios (y de sus becarias) con la misma impunidad que cualquier varón de otro tiempo y vuelve a plantear la pregunta recurrente: ¿se puede separar la obra del autor?

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Cate Blanchett en su magnífica
Cate Blanchett en su magnífica interpretación de Tár

“No estés tan ansioso por sentirte ofendido, el narcisismo de las pequeñas diferencias lleva al conformismo más aburrido”, le dice Lydia Tár a uno de sus alumnos de Juilliard en la película por la que Cate Blanchett ganó el BAFTA esta semana y es candidata favorita para su tercer Oscar. La escena dura casi 15 minutos y podría pasarse en las secundarias y universidades como un ejemplo cinematográfico perfecto de una de las preguntas más recurrentes de los últimos años: “¿Se puede separar la obra del autor?”

Blanchett encarna con sensibilidad sublime las contradicciones y fantasmas de una directora de orquesta (nada menos que de la Filarmónica de Berlín) en la era post #MeToo. Una mujer blanca, cis y lesbiana –sí, se puede ser mujer y lesbiana aunque el auditor general de la Nación, Miguel Pichetto, opine lo contrario– que se abrió camino en un mundo y un oficio que todavía es de hombres –por algo todavía es llamada “maestro”, en masculino–, pero, una vez en la cima, abusa de sus privilegios (y de sus becarias) con la misma impunidad que cualquier varón de otro tiempo.

Su Tár –el apellido del personaje de ficción que le da el título al film de Todd Field– es tan narcisista como esa generación de cristal encerrada en su burbuja identitaria de la que se mofa en la escena de la clase en Juilliard, sólo que su narcisismo parece apoyarse en resultados, mientras que el de sus alumnos se funda en una supuesta fragilidad de origen que los habilita a juzgar y silenciar a toda persona o comentario incómodos.

“Vos no podés hacer esos chistes. Yo sí, vos no –le aclara el oficial ciego de la desopilante División Palermo al personaje de Santiago Korovsky–. Podés hacer los chistes graciosos, o los de judíos”. La serie argentina que encabeza el ranking de más vistas de Netflix va más allá de la mera crítica a la corrección política para mostrar sus limitaciones. Con la inteligencia del humor que pone en duda lo que se supone que (“es todo lo que”) está bien –y sin riesgo de ofender a nadie razonable, justo porque está hecho por minorías que sí pueden reírse y correr el velo–, dice de manera gráfica lo que ahora comienza a entenderse en forma masiva: la inclusión no puede ser sólo para la foto, igual que la corrección no debería ser una nueva forma de conservadurismo.

Lo explica con claridad Caroline Fourest en Generación ofendida (2021): cuando el pensamiento se vuelve restrictivo –policial– sobre la diversidad que pretende proteger, la derecha reaccionaria se alza como la única voz que no teme enunciar el problema y se apropia –barato y mal– de la defensa de la libertad. La serie de Korovsky cumple el buen ejercicio de disputar esa bandera.

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Cate Blanchett con su premio
Cate Blanchett con su premio como Mejor Actriz Principal por Tar en el BAFTA que se entregó el 19 de febrero REUTERS/Henry Nicholls

Es cierto: el alumno que en el retrato de Field hace de su identidad –afrodescendiente y pansexual– un argumento de superioridad moral para rechazar de plano la música de Bach por considerarlo misógino, resulta mucho más caricaturesco que la directora que se cuenta a sí misma –como en el chiste repetido “Tár por Tár”– y cambia becas y lugares en su orquesta por favores sexuales. Pero, así y todo, plantea una discusión tan actual como la reescritura moderna de las obras infantiles de Roald Dahl que, en plan de eliminar apreciaciones sobre la apariencia, termina por invisibilizar a los gordos (ahora se llamarán “enormes”, como si eso fuera más tolerable o como si no verlos terminara con la discriminación y la vergüenza).

La respuesta seguro es mucho menos tajante de lo que la hace ver la clase magistral de Lydia Tár, porque –aunque a los espectadores de la generación X y las anteriores nos caiga simpática la reducción– los argumentos de los activistas woke pueden ser a veces mucho más complejos de lo que admite nuestra mirada.

Es fácil oponerse a que censuren con retroactividad a Dahl o a que bajen las pinturas de Paul Gauguin de los museos aunque tuviera sexo con adolescentes tahitianas a las que trataba de “salvajes”: suprimir su arte o el de Bach –algo aún más ridículo, el guión supone que el wokismo quiere cancelarlo sólo porque tuvo veinte hijos– sería borrar la historia y con eso toda posibilidad de reflexión y hasta de enmienda, porque lo que no existe, no se discute ni puede mejorarse.

Pero –este sí es el gran acierto de la película a la hora de invitar a la conversación pública– es mucho más difícil pensar en qué se hace con una psicópata como la protagonista de la historia, una depredadora sexual por la que sus víctimas se suicidan, una maltratadora serial que triunfa, sin embargo, por su talento y es capaz de dar sin culpa una clase sobre el ego, la identidad y la necesidad de sublimarse (“A mí, como lesbiana, no me convence el viejo Ludwig, pero lo enfrento y acabo encarando su magnitud e inevitabilidad”, le dice a su alumno en su esfuerzo por convencerlo).

Es mucho más inquietante y significativo pensar en cómo la sociedad condena las inmoralidades no punibles de los ídolos del presente que en cómo procesa las fallas de los genios de bronce. De última, dejar de lustrar una placa o derribar una estatua no le va a cambiar demasiado la vida a nadie, pero los errores de la cultura de la cancelación sobre personalidades del presente pueden privarnos de la genialidad del arte que –como es sabido– casi siempre tiene aristas horrendas.

Cate Blanchett protagoniza Tár: una
Cate Blanchett protagoniza Tár: una escena del film que trae otro extraordinario trabajo de la actriz

Dahl, como Tár, era genial. Muchos de los ofendidos por su arte o bien por la ofensa de su supuesta cancelación –que no sacará del mercado volúmenes anteriores, sólo es para las reediciones en inglés, quizá hasta una estrategia de marketing, como el afiche de División Palermo en el que se photoshopea al enano para que parezca más bajo– no necesitan preocuparse: nadie jamás cancelará lo que no es relevante.

Pero, ¿cómo nos libramos de los abusos de poder de los genios, incluso de los que tienen el disfraz de época adecuado? En Tár, la cancelación ocurre en tiempo real –dos largas horas y media– y escala por Internet mientras instala todo tipo de ambigüedades. ¿Vamos a destruir la carrera (y la vida glamorosa y modélica) de una mujer homosexual, con todos los obstáculos que suponemos que tuvo que superar para ocupar un cargo ejecutivo de prestigio? ¿Vamos a admitir que también las minorías pueden volverse despóticas cuando están en el poder?

Sobre eso, me gustó lo que le dijo Blanchett esta semana a sus colegas nominadas al recibir el BAFTA: “Cada año, estas actuaciones idiosincráticas y extraordinarias rompen con el mito de que la experiencia de las mujeres es monolítica”. También me gusta que la protagonista de Tár sea ella, la misma actriz que interpretó a Carol (2015) en la película de culto de Todd Haynes y mostró con una profundidad poco vista hasta entonces en el cine mainstream una historia de amor lésbico en los años cincuenta.

En tapa de la edición de este mes de Vanity Fair (el título de la nota es “Cate a cargo”), la ganadora del Oscar por El aviador (2004) y Blue Jasmine (2013) admite sentirse bastante perpleja frente a quienes cuestionan que una actriz heterosexual como ella pueda representar en la ficción una identidad distinta de la suya y ser empática: “Tengo que prestar mucha atención cuando escucho a gente que tiene un tema con eso. Simplemente no entiendo en qué idioma hablan y necesito hacerlo, porque no se puede soslayar la obsesión con esas etiquetas. Detrás de la obsesión pasa algo realmente importante. Pero no dejo de preguntarme, ¿si Carol se filmara hoy, yo –que no soy gay– habría tenido el permiso público para hacer ese papel?”. No es una pregunta menor, dice Blanchett, cuando estas opiniones definieron que, por ejemplo, Scarlett Johanson tuviera que rechazar un rol de persona transgénero.

“El problema de declararte un disidente epistémico ultrasónico es que si el talento de Bach puede reducirse a su género, país, religión y sexualidad… el tuyo también”, le dice con sorna a su alumno la directora a la que da vida en Tár. Tendrá la desgracia de ser juzgada con su vara: su identidad no va importar a la hora de cancelarla. Como a muchos cancelados de los últimos años, su caída tiene más que ver con un carácter que la llenó de enemigos que con los hechos en sí mismos.

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Todos a su alrededor desean que Tár caiga del mismo modo en que nadie levantó la mano para salvar del ostracismo a Kevin Spacey aunque el tiempo le diera la razón en la Justicia. El motivo por el que el mundo hoy se priva de sus siempre brillantes interpretaciones es bastante arbitrario: no era más promiscuo que otros actores de su generación, simplemente había hecho menos méritos para ser querido por sus colegas. Lydia Tár es abusiva con todos, un personaje antipático y cruel al que nadie en su entorno querría salvar: ver su caída causa placer incluso en los espectadores.

Sobre todo cuando, en una última broma, el personaje de Blanchett termine dirigiendo a una orquesta asiática y sin prestigio para un público de cosplayers enmascarados y fanáticos de un videojuego cuyo nombre es más que elocuente: Monster Hunter (en inglés, “Cacería de Monstruo”).

Parece un castigo terrible, pero a la vez indulgente. ¿Es suficiente? ¿Es demasiado? Siempre recuerdo que Woody Allen, quien dirigió a Blanchett en Blue Jasmine y probablemente sea el mayor cancelado de esta era, le dijo en una entrevista a Marcelo Stiletano que no se sentía cancelado. “No soy víctima de nada porque sigo trabajando”, declaró el genio marginado de Hollywood tras ser acusado del peor de los pecados, la pedofilia.

Igual que él, Tár es un monstruo cazado –sobreseído en la Justicia, pero condenado socialmente– que seguirá trabajando aún en cautiverio. Perdió el glamour y los contactos, pero podrá reconstruir su poder para volver a ser cazadora, para depredar en donde sea mientras siga a cargo de dirigir una orquesta. Porque esa es su naturaleza, por encima de cualquier identidad. Después de todo, no hay un uniforme identitario perfecto para ser malo ni para ser bueno. La película también acierta en no juzgar. Y yo tampoco pienso hacerlo.

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