Una Guerra Fría entre los civiles de América del Sur

La ciudadanía argentina está enfrentada porque pareciera habérsele inculcado la cultura del enemigo extraño. La dinastía política vernácula es de perfil Orwelliano, sin dudas. Pareciera que un síndrome de similar sintomatología late en el resto de Latinoamérica

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Intentos de magnicidio, golpes blandos,
Intentos de magnicidio, golpes blandos, escándalos de gabinete, acusaciones de gravedad institucional, desfalcos bochornosos, se gritan a cara hinchada y vestiduras rasgadas, a diario, ante micrófonos de ocasión (iStock)

¿Irrisorio elucubrar que en América del Sur todo perfila a una guerra civil? No lo es tanto pensar que, de hecho, existe una guerra fría bastante caldeada.

En Argentina, al menos, la dinastía política y económica irradia odio, intolerancia e irrespeto entre la ciudadanía. En tanto los políticos se ofrecen con vuelo marketinero de pasta dental o cantante de moda, los comunes se enfrentan entre sí en el campo de batalla del subconsciente cotidiano, con la intransigencia y la desaprobación de la otredad como estandartes.

Las emociones violentas son la munición de cambio; la razón, un yermo territorio donde permanece desprovisto de luz el bonsái reseco de la ideología, regado a cuentagotas por los líderes imposibles de las realezas políticas.

Reducida a su mínima expresión y blindada para ser impermeable a cualquier nuevo concepto o idea, la razón hace las veces de cuartel general, de donde se aferrarán las huestes acéfalas y desquiciadas, ante el agotamiento inevitable en una guerra que difícilmente sea propia.

Hay familias, amigos, colegas y vecinos enfrentados en el punto límite del silencio intransitable, adictos al resguardo de la sobreinformación psicotrópica que les sea de conveniencia para proteger sus convencimientos: reales o basadas en realidad forzada, las noticias para reafirmar la propia postura o denostar a la oposición están ahí, al alcance de la mano acusadora de cualquiera, en cantidades ingentes, para un lado o para el otro.

Como sea, en la mayoría de los casos la ciudadanía asiste y toma parte en discusiones que, lejos de caminar de manera constructiva y crítica por problemáticas reales vinculadas con el bien común (¿salud, ambiente, educación? ¿Cuánto se ofrecen debates conducentes en este sentido ante la opinión pública?), son obnubilados por pantomimas fugaces que abarrotan los espacios del prime time, los diarios, las redes sociales, los juzgados federales, para desaparecer de buenas a primeras, ante la aparición de un nuevo escándalo palaciego, o una nueva andanada de Wanda Nara.

Intentos de magnicidio, golpes blandos, escándalos de gabinete, acusaciones de gravedad institucional, desfalcos bochornosos, se gritan a cara hinchada y vestiduras rasgadas, a diario, ante micrófonos de ocasión.

La dinastía política asume la lógica de holograma de la parodia: en la casta nadie va preso ni rinde cuentas, porque todo pasa y todo vale en esta licuadora de pulsión irracional, que mezcla lo inconstitucional y lo ilegal en un coctel que se toma al natural, por una sociedad cada vez más frenética, insegura, empobrecida y mediocre.

La abundancia de caudillos apareja de manera inevitable una institucionalidad lábil, creando las condiciones ideales para el avance de las Sociedades Anónimas en el ejercicio del poder real, sumiendo al Estado Nación en sucursal para la ejecución de sus pretensiones, u otorgándole un mero papel testimonial, en el mejor de los casos.

Los líderes políticos progresistas de la Argentina no son Evo Morales ni Pepe Mujica: ninguno de ellos es pobre, ni popular, ni lo han sido. Los del centro a la derecha parecen trazados por el mismo pincel de personajes tan irrisorios, irascibles, intolerantes y payasescos (en la tónica que le confiere a los payasos el cine de terror) como lo son Donald Trump o Jair Bolsonaro.

La oferta de referentes de calidad -a la altura de la responsabilidad institucional y Constitucional - está tan menguada, tan precarizada, que personalidades siniestras y desquiciadas suelen presentarse como la mejor opción para amplias franjas de las juventudes.

Los matices de gestión entre unos y otros podrían dirimirse entre las valencias del Estado Benefactor de perfil populista vs. el Estado estrictamente Liberal. Sin embargo, las continuidades entre sí son más corrientes de lo que se piensan: empobrecimiento sistemático, inflación estratosférica, una institucionalidad débil y poco confiable, precarización de los servicios educacionales, de salud, etc.

La honradez, o el crecimiento a partir del digno trabajo, o el pensamiento crítico e independiente, son monedas devaluadas en vías de extinción dentro del acervo cultural. La dinastía entreabre la puerta como invite al festín, sugiriendo la remota posibilidad de ser parte, si se tiene el “don” de la meritocracia hereditaria, o se es lo suficientemente indigno como para ejercer a ultranzas una lealtad prostituta y sumisa.

Nada es casual. Ni siquiera la sobreabundancia de líderes titiritescos, rústicos, soberbios, impostados y odiosos, dentro de la oferta electoral. Lo imprescindible para la perpetuidad del régimen dinástico, no es solo que exista la puerta entreabierta, sino que, a su vez, no haya salida del conflicto.

Se convive con el hastío y una esperanza infausta. La grieta plantea la existencia de dos lados, pero no ahonda en el vacío tácito donde yacen los que aún no naturalizan la ignominia colectiva, la precarización del pensar y los ideales, la administración de la pobreza como política de Estado.

Quienes no están de un lado, ni del otro, están en el vacío. Lo que es decir, que no existen, dentro de la reyerta marketineada en nombre de la patria. Sin embargo, la propia lógica del enfrentamiento -la necesaria inercia beligerante que se necesita para que nada cambie, que no exista salida- pasa revista en el marco de un reclutamiento obligatorio. O se está de un lado, o se está del otro. Nadie puede quedar por fuera de esta ambivalencia normalizadora. Y, quien lo estuviera, será sofocado, cuestionado, forzado a tomar parte, o cuando no, sometido al susodicho vació abismal.

En la Argentina de la grieta -lo que es decir, la Argentina de la intolerancia, de la política teatral, del empobrecimiento sistemático- todo parece embebido en un fachismo levemente edulcorado.

Las imágenes del TV proyectan escenas de violencia irracional en toda latinoamérica, similares a la del estofado irracional y frenético en el que se cuece el entramado político-institucional argentino. Existen matices, singularidades, razones y causas disímiles, pero el caldo de cultivo a base de pobreza, precarización institucional e inseguridad social, parece ser el propicio para el avance definitivo de las Sociedades Anónimas sobre el Estado Nación. Latinoamérica es el reservorio mundial de mano de obra barata, donde las licencias legales dan la ocasión inmejorable para la explotación desaforada de los recursos naturales, y el incentivo de un hiperconsumo cínico y prohibitivo.

El escándalo palaciego y la beligerancia social parecen condiciones más que propicias para arriar a la población al abrigo de una resignación dolorosa, con la imposibilidad sellada en el DNI, y el “todo se puede” dentro del desfachatezco grosero y burlón escenario político.

La ciudadanía argentina está enfrentada porque pareciera habérsele inculcado la cultura del enemigo extraño. La dinastía política vernácula es de perfil Orwelliano, sin dudas. Pareciera que un síndrome de similar sintomatología late en el resto de Latinoamérica.

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