El gobierno argentino se auto-percibe como ejerciendo un “papel relevante en el mundo” por su “reconocido liderazgo latinoamericano”. Como explicación destacan las invitaciones al G7, las conversaciones con el presidente Macron y con el canciller Scholz; también por haber presidido la reunión de la CELAC y tener una estrecha relación con Lula Da Silva. Nadie le quiere quitar méritos, pero el “reunionismo” sin proyecciones claras no configura una política de liderazgo, sino una cuestión social. La realidad parece mostrar las serias dificultades argentinas para poder ejercer un liderazgo mundial: moneda en devaluación continua, falta de crecimiento económico en los últimos 40 años, aumento de la pobreza (hoy cercana al 50%), grietas inter e intra políticas, enormes deudas en divisas y en pesos, vivir solicitando ayuda, empréstitos y suplicando inversiones (que demoran en llegar), la población se aparta de la corporación política y la incertidumbre predomina por sobre cualquier otra sensación popular. No parece ser un buen escenario interno para liderar el mundo externo.
La posición internacional de este gobierno carece de un rumbo claro; no tiene identidad propia; se mueve detrás de las presiones que ejercen las potencias o por razones ideológicas, no siendo una particularidad sólo de este gobierno. La política internacional argentina ha oscilado desde hace décadas entre EEUU, la URSS y en los últimos tiempos, China. La última dictadura militar había roto el bloqueo impuesto por EEUU a la URSS, vendiéndole granos; poco después cayó en la trampa de invadir Malvinas, sin evaluar con realismo el apoyo estratégico necesario y finalmente fue sepultada por EEUU y GB. El peronismo en 1974 hizo lo mismo con Cuba, vendiéndole autos Ford, que los cubanos nunca pagaron; la respuesta fue el golpe del 76, realizado para destruir la industria nacional y entrar en la dependencia financiera, conducida por “Joe” Martinez de Hoz. El kirchnerismo le permitió a China instalar una base “científica” (con tecnología dual civil-militar) en Neuquén, a cambio de un swap financiero, molestando inútilmente al actor hegemónico, sin visualizar las consecuencias. El macrismo resultante gestionó con Trump un enorme y absurdo crédito al FMI para resolver problemas internos de caja; una vez rescatados los bonos externos, su ineficiencia y mala praxis fue castigada por el mismo sistema financiero internacional. Llegamos a la hora actual de un “progresismo” afín a las corrientes globalistas de corte socialdemócrata, sin rumbo ni control.
En casi ninguno de los casos anteriores hubo análisis objetivos, midiendo las implicaciones geoestratégicas de tales decisiones. En general se actuó bajo las consideraciones ideológicas personales de los gobernantes de turno. Este zigzagueante camino nacional es una muestra más de nuestra incapacidad para proyectar sustentablemente a la Argentina en el mundo. Porque a cada “entrega” de la soberanía nacional hacia una de las potencias, terminamos arreglando otra “entrega” en espejo, con el bando contrario.
Esto ocurre porque Argentina carece de poder nacional. Economía primaria, con retroceso en su desarrollo industrial o tecnológico. Desde 1976, “eternamente” endeudada financieramente. Aumento permanente de la pobreza. FFAA desfinanciadas y sin capacidades estratégicas adecuadas para respaldar una política exterior soberana y para la defensa de los intereses nacionales. FFSS incapaces de detener el violento avance del delito organizado, en particular el narcotráfico (violencia cercana a lo que ocurre en México). El indigenismo fomentado e impulsado desde Gran Bretaña, sigue dividiendo aún más a los argentinos. Una cultura nacional sin identidad y sólo seguidora de las peores tendencias culturales exportadas desde Europa o EEUU. Esta realidad es la única verdad.
El liderazgo internacional necesita como mínimo tener un soporte nacional medianamente sólido, ya sea en lo político (a pura grieta, no parece posible), en lo económico (exportamos productos primarios, con poco valor agregado: alimentos, granos, minerales, y energía), y en lo militar (carencias básicas). Además, requiere tener proyectos propios que le interesen al mundo. Las inversiones que han llegado o estarían llegando se centran en la expansión y extracción de productos primarios que necesitan las potencias. Pero nosotros necesitamos también inversiones para nuestro desarrollo, que genere buenos empleos de calidad, no los actuales de “logística en bicicleta”. Para eso hay que tener planes, necesariamente consensuados internamente, para presentar una plataforma homogénea de negociaciones internacionales, donde las áreas de inversiones las fije el país y no las necesidades de los demás países.
El poder de las naciones no se explica estáticamente sólo por su poder económico y militar. Lo que ocurre dinámicamente dentro de las sociedades es tal vez más importante: cohesión social, fuerte identidad nacional, orgullo, voluntad y ambición nacional, nivel educativo creciente, capacidad de innovación, un Estado inteligente que conduce la expansión del conjunto, instituciones respetadas, diversidad y pluralismo de su población, oportunidades para todos y un proyecto nacional mínimamente consensuado.
Criterios geopolíticos para lograr una política internacional favorable al desarrollo
Primero deberían pasar a segundo plano las ideologías personales de los gobernantes de turno. Los “intereses nacionales” no son un latiguillo de campaña; deberían ser los objetivos del planeamiento a mediano y largo plazo como los que realizan los países serios y con identidad. Eso requiere incorporar el pensamiento estratégico como categoría única de razonamiento del Estado.
El desarrollo industrial y tecnológico requiere alinear población, educación, empresarios, científicos, tecnólogos, y acuerdos de cooperación internos y externos. Requiere un clima de diálogo fraterno para presentar externamente un frente común. Es casi básico.
El análisis geopolítico debe aportar el cuadro de situación internacional, describiendo los conflictos existentes, su proyección y posibilidades de escalamiento, siempre haciendo foco en las interacciones más favorables para el interés nacional, según cada actor internacional.
A Argentina le conviene seguir negociando con todas las potencias, aunque éstas estén en guerra o escalando los conflictos, pero debe saber con precisión cuales son las restricciones sectoriales que ello implica. Aprendimos (¿?) de Malvinas que no debemos “entusiasmarnos” con apoyos “amigables”, que terminan beneficiando más a quienes lo proponen. Aprendimos (¿?) de la base china de Neuquén que meternos en temas de seguridad internacional requiere mucho análisis estratégico y evaluar pros y contra. Aprendimos (¿?) del endeudamiento externo que la dependencia externa sale muy cara en los términos de la guerra irrestricta o híbrida en curso. Aprendimos (¿) de que mojarle la oreja al grandote (del barrio o de otro barrio) tiene sus consecuencias, generalmente no buenas. Aprendimos (¿?) que sin un plan estratégico nacional consensuado el zigzag suele empeorar las cosas.
Las relaciones internacionales provechosas para los intereses nacionales (no los personales) no se pueden improvisar ni ser producto de la impericia. En un mundo tan interdependiente, pero de configuración variable y cambiante, no queda ningún margen para el seguidismo automático (ideologismo naif), la absoluta neutralidad (aislacionismo), ni el desafío autista (ideologismo anti-hegemónico). Lo más racional es transitar el complejo camino de seleccionar cuidadosamente los compromisos a asumir con cada uno de los actores más importantes para con ello anticipar, transparentar y clarificar públicamente los intereses propios, haciendo más eficiente las negociaciones y poniendo sobre la mesa un valor importante en el mundo: la previsibilidad de los actores.
En el escenario de la actual confrontación sino-rusa-norteamericana es necesario vincular cuestiones de política exterior, económico financieras, comercio, defensa y seguridad en un esquema de realismo integral, evitando sobreactuaciones de consumo interno, así como poner más atención a temas centrados en nuestros propios intereses nacionales.
En temas de defensa y seguridad, estando nosotros situados geográficamente en América y culturalmente en Occidente, no deberíamos ser usados innecesariamente como arietes anti-hegemónicos del conflicto mayor: no hay que morderle la cola al león. En cuestiones de tecnología, siendo ésta un tema central del conflicto, la prudencia debe combinarse con una fuerte negociación que permita cortar camino en la incorporación nacional de conocimiento práctico (paquetes tecnológicos; cajas negras) y la radicación de industrias de alta tecnología: no regalar el mercado (aunque no sea tan grande) sólo por las promesas edulcoradas de inversiones externas. En el campo de las tecnologías sensibles, hay proveedores chinos que implican cuestiones de seguridad y conflicto: deberíamos mantener un control propio de los puntos clave sin dejar de comprarles equipamiento a China. En cuestiones comerciales o de inversiones, buscar ampliar los mercados y la mejora de los precios, independientes de las restricciones que los actores en conflicto tengan entren ellos: neutralidad pro intereses nacionales. En el caso de Rusia-Ucrania seguir comerciando con todas las partes. Con China deberíamos incrementar nuestros negocios, pero buscando un mejor balance de divisas, con productos de mayor valor agregado nacional. En cuanto a los recursos estratégicos (litio, por ejemplo) mejorar sustancialmente el valor agregado nacional y la incorporación de tecnologías locales que protegen el medio ambiente. En lo cultural defender los valores tradicionales de Occidente, algo deteriorados en los países centrales por excesos de una cultura materialista y ultra individualista, sin alineamientos automáticos y diferenciándose de las hipocresías del doble estándar, con equilibrio y sin condenar “definitivamente” a nadie.
En política exterior seguir los lineamientos tradicionales de Argentina: multilateralismo activo, no alineamiento y búsqueda de la paz, así como condenar institucionalmente cualquier abandono de las normas que regulan las conductas establecidas por la Naciones Unidas. Respetar las tradiciones institucionales, organizativas, históricas y culturales de otros países: el mundo no se divide entre buenos y malos. El orden mundial debe organizarse con todos, evitando la creación de bipolarismo o de “cortinas” que impidan un intercambio amplio con todos los países del mundo; un nuevo orden westfaliano que respete el equilibrio de poderes, y de más libertad a los estados más pequeños.
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