Hay algo de lo que me gustaba jactarme, al menos hasta esta semana: en los últimos años, muchas cosas cambiaron en el discurso –y algunas sólo en el discurso–, pero en las calles y sobre todo para las más chicas, hubo un cambio concreto, real. Tan palpable como los culos que se dejaron de tocar. Las mujeres de mi generación, que crecimos acostumbradas a que la tocada de culo fuera algo habitual y naturalizado en la vereda, en el boliche y en el transporte público, presenciamos como un logro colectivo cómo la sociedad comenzó a intervenir y denunciar en las redes las situaciones de acoso.
En la primavera feminista post #NiUnaMenos, los abusadores que en otro tiempo habían tenido vía libre para manosearnos en el subte o el tren, se convirtieron en noticia cotidiana: eran filmados y escrachados por otros pasajeros, cuando no bajados a los empujones. Hubo condenas efectivas por abuso sexual simple para quienes hasta entonces eran vistos apenas como “toquetones” y el temor a los linchamientos –virtuales y verdaderos– también volvió frecuentes los pedidos de disculpas, incluso por roces involuntarios en los vagones llenos: señores dando un paso atrás, incómodos, y reacciones solidarias generalizadas ante la menor sospecha de acoso callejero.
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Yo pensaba y repetía –ahora lo sé: con ingenuidad pasmosa– que eso era parte de lo irreversible de nuestra revolución; que no había vuelta atrás sobre ese cambio, para algunos menor, pero tan notable para las que lo habíamos sufrido en carne propia desde mucho antes de tener edad para entender las motivaciones de esa invasión injustificable sobre nuestros cuerpos. Estaba segura de que era lo que realmente había permeado en mucha gente, un cuestionamiento genuino y transformador sobre las propias prácticas. “Por lo menos ya no nos tocan el culo en la calle, por lo menos las chicas ya no tienen que crecer con eso”, decía convencida, aún cuando empezábamos a percibir que muchos de los avances festejados eran sólo de forma.
Por eso, el domingo pasado, el título de la entrevista de María Laura Santillán con Cande Molfese en Infobae me sacó de plano. “Un tipo me agarró la cola en la calle, una señora lo vio y no me ayudó”, le dijo la actriz e influencer a la periodista y conductora. Leerlo se sintió otra vez como una tocada de culo a todas, a todo el género. Y tiene sentido pensar en todas, porque al que toca culos en la marea humana del bondi, del boliche, o en una esquina, le da lo mismo el culo de cualquier chica. Lo suyo es una tocada de culo a ciegas y para todas, sin que importe nunca nuestra voluntad. Tocar un culo como una hazaña, una bandera plantada sobre nuestro territorio. Una conquista violenta sobre un derecho que creíamos conquistado: el de la más mínima autonomía sobre nuestro cuerpo.
La descripción de Molfese es muy clara: caminaba hacia el gimnasio a plena luz del día, del lado de la pared, como nos dijeron desde siempre las normas de etiqueta para señoritas. “Lo que hizo (el acosador) fue virarme hacia la pared y tocarme la cola de lleno”, le dijo a Santillán. Le contó que tuvo “fuerza para sacarlo” y que el tipo salió corriendo. Y lo más triste de todo: había gente mirando, los mismos que hasta hace muy poco no hubieran dudado en hacer o decirle algo al acosador, o en acompañar a su víctima aunque sea con un gesto.
“Me shockeó mucho porque había una señora de la edad de mi mamá y no me ayudó, no hizo nada –sigue el relato–. No digo que tenés que correr al tipo conmigo, porque entiendo que todos tenemos miedo. Nos cuesta involucrarnos, pero ni siquiera me preguntó cómo estaba”. Dice que se sentó a llorar de la angustia y que nadie se acercó siquiera a consolarla. Nada de nada. Una chica llorando sola en una esquina porque la acorralaron contra una pared para acosarla volvió a ser un hecho natural donde es mejor mirar para otro lado.
Después, lo mismo que nos pasaba a las que crecimos en un mundo en el que el acoso era tan normal que hasta dejaba de parecernos mal, tan normal que era una medida de nuestro atractivo: que nadie te dijera nada indebido o te manoseara por el camino era algo que sólo le pasaba a las feas. Igual que Cande, nos defendíamos solas y como podíamos de lo que íbamos entendiendo que no queríamos más. Entonces no había condena social –ni judicial– para el perpetrador, y parecía que la responsabilidad por eso que no habíamos pedido era nuestra. Recuerdo innumerables situaciones en las que al defenderme me trataron de loca y hasta de cachetadas devueltas en medio de avenidas repletas donde tampoco nadie decía ni hacía nada. Las locas, las histéricas, las putas, éramos nosotras. Se suponía que ya no, que eso sólo pasaba “en otra época”.
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Molfese también se hizo la pregunta: ¿Habré sido yo? ¿Habrá sido mi culpa por ir vestida con un top y calzas? Por suerte tiene herramientas que nosotras no teníamos: entonces no se repetía la obviedad, tan necesaria, de que “No es No”, menos que menos se hablaba del “Sí es Sí” como única opción. ¿Pero de qué nos sirve saberlo ahora si al final seguimos solas?
María Laura menciona en la nota algo que también me hizo pensar de nuevo en esta reversión pendular hasta de lo más básico de nuestras conquistas. En estos días los abogados defensores de Juan Martino, acusado de violar a Flor Moyano en el reality El hotel de los famosos dijeron sin ponerse colorados –y sin que nadie más que una panelista los pusiera en duda– que, en las grabaciones del programa, la denunciante “no tenía cara” de haber sido violada. “La cara, la ropa, apuntar a la víctima”, dice la conductora en la entrevista y, de pronto, todo parece entrelazado.
Este lunes también vimos imágenes de un intendente tocándole la cola a una joven en un acto público; luego lo negaron él, la chica y su mujer, pero las respuestas en redes ante la confusión no sorprenden: “Ella tenía puesta una minifalda”. La pollera cortísima. Y un poco parece que la tocada de culo sólo importa si detrás hay una operación política: “Mano larga en las cuentas públicas, mano larga con las mujeres”, dice el tuit de quien difundió el video. Nuestro cuerpo está en segundo lugar. Nadie le preguntó a la chica por su voluntad: ni para manosearla, ni para exponerla.
Alguien dirá que hay cuestiones más graves. Y claro que las hay: en la Argentina sigue muriendo una mujer cada treinta horas víctima de la violencia machista, igual que en 2015. En rigor, cada 29 horas: los femicidios aumentaron. ¿Por qué, entonces, distraerme con esta columna sobre el acoso callejero?
Quizá porque parecía que ya habíamos visto el hilo sutil que une esas violencias, y que empieza a tejerse cuando pasamos por alto conductas como estas, cada vez que naturalizamos que cualquiera nos pueda poner a las mujeres una mano en el cuerpo en plena calle y tocarnos sólo porque quiere, sólo porque puede, sin que importe lo que queremos nosotras. Cuando toleramos sin intervenciones que se vuelva a culpar a las víctimas. Cuando dejamos pasar el comentario que señala que una mujer “no tenía cara” de violada. Cuando volvemos a escuchar que la adolescente de 16 años a la que dos adultos tiraron ya muerta en una guardia –Lucía Pérez, la nena por la que miles marchamos de negro y bajo la lluvia en 2016, cuando todavía nos ilusionábamos con cambiar las cosas para las que vinieran después– tal vez “se la buscó” porque fue a comprar droga o porque aceptó cuando sus victimarios le convidaron facturas. Así es como el hilo se sigue tejiendo, así es como vuelve a tejerse.
Es triste, muy triste, pero nos volvieron a tocar el culo a todas, y ahora resulta todavía más salvaje, más violento. Porque ahora sabemos que este culo es nuestro.
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