¿En qué se parecen el “Proyecto Apolo” - que puso al ser humano en la luna por primera vez - y el desarrollo tecnológico argentino? En que ambas misiones parecen imposibles cuando uno las imagina y, además, producen temor en quien se atreve a ejecutarlas.
En el libro “Mission Economy”, que está revolucionando la forma de pensar y entender el papel del Estado, la profesora italiana Mariana Mazzucato intenta mostrar que su rol debe cambiar hacia uno más activo, abandonando el tradicional y secundario papel de simple corrector de fallas de mercado. Allí nos invita a imaginar Estados involucrados, junto con privados, en proyectos innovadores y que estén a la vanguardia de la ciencia y la tecnología. Para Mazzucato, el Estado debe tomar riesgos y aventurarse en ambiciosos proyectos para generar valor social a sus ciudadanos. Para mostrar que esto es posible, ella toma un caso testigo: la misión espacial que durante el gobierno de JFK intentó – y logró - llegar a la luna, trayendo de vuelta a sus astronautas sanos y salvos.
El proyecto Apolo fue el desafío público más arriesgado durante los 100 años anteriores a él y demandó una enorme experimentación. Uno de los secretos de su éxito fue la capacidad estatal para tomar riesgos y adaptarse a nueva información. Debido a que toda innovación se produce a través de un proceso de prueba y error, el miedo al fracaso inhibe el proceso de aprendizaje. Tal como describe Mazzucato en su libro, Robert Goddard, el padre del cohete moderno, experimentó durante años antes de lograr su primer éxito. Hasta ese momento, todos los cohetes de Goddard fallaban y sólo lograban alcanzar una altura máxima de 2.5 km. En lugar de abandonar y dejar de gastar dinero en su infructuoso proyecto, él siguió probando hasta demostrar que sus cohetes eran viables.
Uno de los secretos del proyecto Apolo fue que todo el trabajo y la innovación generada por el Estado fue mission-oriented (dirigida hacia la misión) sin desviaciones producidas por las críticas de la opinión pública o la política partidaria. Otro secreto fue la capacidad que tuvo la NASA – el ente de gobierno responsable del proyecto – para realizar contratos con empresas privadas con el fin de desarrollar toda la tecnología necesaria para que los astronautas lleguen a la luna. Esto requirió inventar cosas que eran ciencia ficción para la época, y que eran absolutamente indispensables para que un cohete y un módulo lunar funcionaran en el espacio: ellos debían pasar de la hidráulica (la tecnología básica que permitía maniobrar los aviones de la época), a la electrónica (una herramienta hasta el momento desconocida). Esto sólo fue posible gracias al trabajo mancomunado de decenas de compañías privadas trabajando junto al Estado con un propósito común. Otro dato interesante es que la NASA no celebró contratos de consultoría con empresas, sino que se asoció con ellas para el desarrollo del proyecto. Y hasta invirtió en firmas pequeñas y desconocidas, pero que estaban realizando investigaciones sobre tecnología que resultaba esencial para la misión.
Los grandes proyectos suelen ser de largo plazo, pero los presupuestos son de corto y están sujetos a los vaivenes políticos. Sin embargo, en 1961 Kennedy decidió que la misión Apolo tenía tanta trascendencia para el pueblo norteamericano que ameritaba la inversión de alrededor de us$150 mil millones. Pero la apuesta no fue sólo pública. También fue privada. General Motors gastó alrededor de US$100 millones para desarrollar el combustible de propulsión secundario y el tanque de oxidante. United Aircraft invirtió US$600 millones para desarrollar el generador de baterías. Y Aerojet Rocketdyne y Honeywell gastaron alrededor de US$1.600 millones de dólares entre ambas, para desarrollar la turbina de propulsión y el sistema de control y estabilización. Estas inversiones privadas, sin las cuales hubiera sido imposible para la NASA desarrollar estas tecnologías, sólo fueron realizadas porque el Estado brindó a las empresas las condiciones legales necesarias para que sus dueños se animaran a sumarse.
Cuando uno lee las crónicas de la época, se encuentra con un sentimiento predominante: el miedo. Tanto James Webb, el entonces administrador general de la NASA, como el mismísimo presidente John Fitzgerald Kennedy debieron lidiar con las más ácidas críticas por parte de los medios de comunicación, el público en general y los comités del senado que pensaban que todo esto era una gran locura. No olvidemos un dato crucial: en 1967, el desastre del Apolo I (se prendió fuego matando a todos sus tripulantes) se convertiría en una pésima señal para quienes se animasen a soñar con otro intento de viaje al espacio.
Por eso, la eficaz administración estatal del temor fue trascendental para poner a los astronautas en la luna. Y no fue sólo esto lo que logró la humanidad por esta proeza. Miremos algunas de las tecnologías de impacto directo en la vida de las personas que se derivaron de la gran locura que fue el proyecto Apolo: (i) la espuma de alta absorción, que luego fue utilizada en calzados deportivos; (ii) la electrónica inalámbrica; (iii) los relojes de precisión de cuarzo; (iv) la comida deshidratada y congelada; (v) los paneles solares; (vi) el combustible líquido; (vii) los respiradores artificiales; (viii) los simuladores de terremotos; (ix) los materiales ignífugos; (x) los cardio-desfibriladores implantables; (xi) los marcapasos programables; (xii) la tecnología de diálisis; y (xiii) la aparatología de imágenes médicas.
Entonces, pensando en la Argentina, me pregunto: ¿Es la economía del conocimiento nuestra propia luna? ¿Es la educación nuestro Apolo? Sí. Ambos lo son.
Y, al igual que la aventura espacial, nuestra educación también generará un derrame de inventos, trabajos, riqueza, desarrollo y paz social. También producirá la tecnología más mágica y necesaria: la esperanza.
La educación de niños, jóvenes y docentes en Economías del Conocimiento también es algo nuevo, desconocido e intimidante. Y, al igual que en el proyecto Apolo, requiere de un esfuerzo público y privado. Y vencer el miedo a las críticas, las zancadillas políticas y el oportunismo.
Pero es momento de tomar riesgos. Ojo: todos. Estado y privados. Funcionarios públicos y ciudadanos comunes. Es momento de pensar en nuestros niños. Para que puedan mirar hacia arriba, y sólo vean estrellas y oportunidades. Porque lo único peor que el fracaso, es el miedo a fracasar.
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