Los casos de Fernando Báez Sosa y Lucio Dupuy y las razones del castigo

Más allá de las penas que finalmente sean impuestas, resulta valioso que estos hechos sean ventilados en un juicio penal y sus autores sean juzgados

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Los ocho rugbiers durante la
Los ocho rugbiers durante la audiencia en la que escucharon la condena en su contra

En los últimos meses, los procesos judiciales seguidos contra los responsables de los homicidios de Fernando Báez Sosa y Lucio Dupuy han acaparado la atención del público y han motivado diversas manifestaciones que pueden ayudarnos a pensar acerca de la justificación del castigo penal. Quiero decir: pueden ayudarnos a reflexionar colectivamente acerca de qué función atribuimos como sociedad a la pena estatal, y por qué consideramos que es admisible que el Estado imponga un castigo a un individuo hallado culpable de haber cometido un delito.

Una primera respuesta a esos interrogantes puede encontrarse en la necesidad de proteger a la sociedad de sujetos peligrosos. Esta posición se condice con los dichos del abogado querellante en el llamado “caso de los rugbiers”, Fernando Burlando, quien al referirse a los imputados en ese proceso expresó: “Esta gente en la calle es un peligro”. El problema de tal razonamiento es que si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias nos conduce a situaciones que no consideraríamos aceptables: deberíamos, si fuéramos consecuentes, encerrar a personas que sabemos peligrosas a pesar de que todavía no han hecho nada malo y, además, deberíamos dejarlas encerradas hasta que cese el peligro que supone que estén en libertad -peligro que podría no cesar nunca.

Una segunda respuesta hace hincapié en la necesidad de rehabilitar a los autores de un delito. Esta es quizás la posición que mejor se ajusta al texto de la Constitución Nacional, que en su artículo 18 reza: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. El evidente obstáculo con el que se enfrenta esta postura es que las cárceles distan mucho de ser adecuados centros de rehabilitación. Además, resulta cuestionable que, en un país liberal que respeta las libertades individuales, el Estado decida ejercer su poder para rehabilitar de manera forzosa a personas que no desean hacerlo, invocando su propio bienestar.

Una tercera respuesta posible pone el foco en el carácter disuasorio y aleccionador del castigo penal, reflejado en la retórica que exige un “castigo ejemplar”. La lógica aquí es que queremos evitar que en el futuro ocurran hechos similares a los que están siendo juzgados, y la mejor manera de asegurarnos que no se repitan es a través del castigo severo de sus autores. Si las personas que cometen graves crímenes son castigadas, aquellas otras que en el futuro consideren llevar a cabo acciones del mismo tipo lo pensarán dos veces, porque sabrán que existe una alta probabilidad de que ellas también sean castigadas.

La foto de Lucio Dupuy
La foto de Lucio Dupuy que los abuelos del nene le regalaron a la familia Báez Sosa

Otra variante de esta posición se enfoca no tanto en la intimidación que produce el castigo en la sociedad sino en la validación de las normas jurídicas. Condenar a los responsables de un delito implica demostrar, en los hechos, que las normas jurídicas vulneradas se encuentran vigentes, lo que a su vez genera un mayor acatamiento social del Derecho. Ambas posiciones reflejan una finalidad preventiva: en el primer caso, la prevención de delitos pretende lograrse mediante la disuasión de los potenciales delincuentes. En el segundo, el medio escogido es la reafirmación de un sentimiento de respeto al Derecho en la sociedad en general. El problema común que ambas enfrentan es que no pueden explicar, por sí solas, por qué deberíamos abstenernos de castigar a un inocente si hacerlo garantizara los efectos preventivos buscados. Si el castigo fuera meramente un instrumento utilizado para producir ciertas consecuencias sociales beneficiosas, no habría razón para limitar su aplicación a sujetos culpables de haber cometido un delito.

Sin embargo, quizás la respuesta que mejor refleja el sentimiento generalizado de que es imperioso castigar a los autores de estos aberrantes crímenes, es que ellos merecen ser castigados. Esta tesis no es otra que aquella que en la filosofía del derecho penal se conoce como retribucionismo. Según ella, el castigo de quienes han cometido terribles crímenes es valioso en sí mismo, independientemente de las consecuencias ulteriores que pueda generar. Detrás del pedido social de “justicia” se esconde una intuición de carácter retributivo: los autores de los asesinatos de Fernando Báez Sosa y Lucio Dupuy deben ser castigados porque lo merecen y el mundo será un lugar mejor si obtienen su merecido, aun si todo lo demás sigue igual.

Cualquiera de estas respuestas puede servir, de manera aislada o combinada, de apoyo al castigo de los sujetos enjuiciados en los casos que hoy mantienen en vilo al país. Ninguna de ellas está exenta de importantes problemas filosóficos, los cuales siguen generando discusiones inacabables entre los estudiosos de la materia que adhieren a una u otra postura. No obstante, un aspecto sobre el cual podemos llegar a un pacífico acuerdo es que, más allá de las penas que finalmente sean impuestas, resulta valioso que estos hechos sean ventilados en un juicio penal y sus autores sean juzgados. Además de arrojar luz acerca de cómo sucedieron los acontecimientos, el juicio oral y público implica que los acusados escuchen y sean confrontados por las víctimas, deban enfrentar lo que han hecho, deban rendir explicaciones a la sociedad y en particular a quienes han afectado, tengan una plataforma para pedir disculpas -aunque ellas no deban ser necesariamente aceptadas-, y deban acatar lo que la Justicia en definitiva resuelva.

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