Pongamos que Messi es uno de los hombres más famosos del mundo, que a nosotros nos gusta eso de poner “del mundo”. Lo es. Nadie ignora quién es Messi, en distintas culturas, géneros, y edades. Nacido en Rosario, en 1987, a los cinco años ya manejaba la pelota con talento y velocidad inauditos en el club Grandoli, cercano a su casa y vinculado con su familia de pequeña clase media. Digámoslo sin vueltas: en poco tiempo se hizo evidente que había nacido un fuera de clase, un prototipo de los que salen a la luz entre millones, una rareza y la posibilidad de una cotización económica difícil de medir con las claras de la infancia, pero señalado con la marca que conduce al techo cuando se trata del negocio del fútbol -de los mayores, nuevamente, del mundo- y con una velocidad para relacionar mente y cuerpo con puntaje altísimo.
Lo que iba a venir no iba a resultar asunto sencillo. Leo Messi no crecía lo suficiente con el tiempo. Se trata de una familia unida y armónica con la dirección siempre consultada por Jorge, el padre, a un tiempo su representante desde el inicio. La estatura no es un obstáculo en el fútbol-. Hay grandes jugadores bajos – alcanza con Maradona-, aunque a Lionel le faltaban unos centímetros para un promedio habitual y competitivo: pequeño, aunque fuerte, el juego le pedía algunos centímetros. De manera que sin tener a quién acudir por ayuda con un tratamiento difícil y costoso, los Messi prendieron la lamparita y partieron hacia España, hacia Cataluña, donde asombraron en el Fútbol Club Barcelona cuando lo soltaron al campo con otros chicos para armar un picado. Hecho: el argentinito iba a quedarse y a asumir los costos de hacerlo algo más alto, donde quedó en La Masía –en catalán una gran casa de ámbito rural, “payesa”-, vivero, en este caso de cracks en potencia. El proceso médico fue arduo y eficaz –el club histórico no lo asumía en su integridad-, y desde los 13 Messi se fue convirtiendo en lo que es hoy, el humano más famoso, expuesto con todo detalle –arte, dominio del juego, visión para anticipar las jugadas como un ajedrecista, goleador no solo impresionante, sino también con el valor agregado de la belleza- al conducir al seleccionado argentino al campeonato mundial en Qatar. Había pasado veinte años en el Barça como su tesoro mayor, máximo goleador de la historia del club que encarna la especificidad de Cataluña -“Más que un club”, es su divisa explícita- ahora en el poderoso Paris Saint – Germain, propiedad de los cataríes reinantes desde siempre, como un rasgo de lo que en sus años finales y furiosos llamó Oriana Fallaci “Eurabia”.
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La separación, el final entre el Barcelona y Leo Messi, se produjo en malos términos, algo hasta entonces inimaginable. La negociación para una renovación que se descontaba fue en pandemia, Laporta, el presidente del club, pidió bajar los 75 millones de euros del contrato, la discusión fue cada vez más áspera, con mails de ida y vuelta que superan los mil. El Barcelona incluyó las palabras “codicia sin límite, virulencia y agresividad de la familia”. Desde luego, la crisis fue llamada Barçaleaks. Por parte de Jorge Messi se pedía que si el Gobierno subía el impuesto a la renta de las personas, el club debía hacerse cargo, un bonus de 10 millones para firmar, palco en el Camp Nou para su familia y uno para Luis Suárez, una cláusula simbólica de 10.000 euros para que Leo pueda decidir la institución a la que ir en caso de quererlo, avión privado para todos llegadas las fiestas de fin de año. La pipa de la paz se había apagado.
Metamorfosis
Son necesarias varias etapas y sus respectivas características para ver con alguna claridad el unánime afecto, la aprobación, la idolatría y la idea de que Messi estaría dispuesto ya a instalarse en un barrio cerrado en las cercanías de Rosario y no, como en efecto ocurre, en el palacio donde vive con Antonela y los encantadores chicos en Neuilly Sur-Seine. Sin dejar jamás el cantito argentino y rosarino, además del mate, el asado, un sentido de la formación familiar notable: “Chicos, si quieren llenar cada uno su álbum de figuritas, no compraré montañas para facilitarlo. Las cosas hay que ganárselas”.
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En el recorrido de las etapas está la timidez aguda, las náuseas y vómitos en momentos de angustia o de compromisos futboleros trascendentes, la parquedad y la tendencia a resguardarse de cierta calidez tribal. No puede negarse que la tribuna no aceptó en mucho tiempo a la Selección y la capitanía del jugador genial: lento, camina en lugar de correr, pecho frío, interés verdadero por lo que pasaba en Europa, y así en esa línea. Hoy es distinto y es otro, abierto –los goles en el PSG son saludados con una sonrisa sin nuestras huracanadas demostraciones clásicas, una actitud diferente-, declara, conversa, analiza. No siempre fue de ese modo.
Una entrevista a trancas y barrancas del periodista John Carlin, hasta bastante tiempo (2009). Significó lo que sigue: “Messi es una persona insoportable. Me parece irrespetuoso. Nunca más quiero entrevistar a Messi. Es un placer siempre ver jugar a Messi, pero quisiera que se quedara siempre en la televisión o en el Camp Nou”. Fueron dos las entrevistas para un diario español de influencia irrefutable con tapa incluida en el dominical. Escribió Carlin Carlin: “Luego de 15 minutos de respuestas vagas, yo mismo decidí parar. Llegó dos horas tarde a la cita y ni siquiera me pidió disculpas”.
Pues ya vemos: los cambios han sido grandes y mejores. Lionel es ya quien tal vez haya querido siempre. Quienes le han vuelto la espalda tantas veces piden a las alturas -como los índices de las manos para recordar a su querido abuela, un amor grande para él, y para el don concedido en cada gol-, porque tienen muchos más interés en el desenlace político y social argentino que en la posibilidad de que el tiempo permita el próximo Mundial con Leo ornado el brazo con la banda de capitán.
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