Es muy difícil definir la cultura, ya que, generalmente, se la describe y se la explica de modo diverso según el campo del saber desde donde se enuncie; de hecho, la antropología, la sociología, la comunicación o la economía la abordan de diferentes maneras. Sin embargo, hay que asumir que las culturas se habitan de manera diversa y plural. Según Barbero (1987), lo cultural es más la mirada que lo que se mira; es la conjunción de los conceptos, de las historias, de los relatos, de las experiencias desde donde se asigna sentido, más que los contenidos en sí mismos.
Liliana Tamagno (2001) define a la cultura como la interrelación entre lo material y lo simbólico, donde los pueblos piensan, recrean y legitiman su existencia. En este sentido, se entiende a la cultura de lo cotidiano como el espacio simbólico en el que se desenvuelve la vida de los sujetos y refiere a prácticas sociales, valores y creencias que subyacen dichas prácticas y que conforman el imaginario.
Entonces, la pregunta obligada es, ante el amplio espectro conceptual, ¿qué es y/o qué puede ser la cultura? De qué cultura se habla: ¿de entretenimiento, de patrimonio? ¿Cuál es el recorte y quién lo realiza? ¿Cómo se da el proceso de acceso y apropiación de los bienes culturales por parte de la ciudadanía?
La cultura es la que permite crear nuevas lógicas de subjetivación y otros modos de relacionarnos, abarca la diversidad y las sensibilidades de distintos sectores, de folclore y populares, de las identidades densas y las que están en flujo, de las culturas/nación y las culturas/globo.
El desafío es construir nuevas tramas de vincularidad a partir del despliegue de acciones micropolíticas en territorios diversos. Esto solo será posible con gestores culturales creativos, abiertos al diálogo con las/os ciudadanos/as y que defiendan el derecho a la cultura, al igual que el derecho a la salud o la educación. Al respecto, es necesario destacar que la gestión cultural tiene un peso político importante porque, por un lado, pone a dialogar los modos de entender la historia con los modos de imaginar el futuro y, por otro, la vida cotidiana de los/as ciudadanos/as con las políticas para lograr la integración de todos/as.
En este sentido, gestión y creación son elementos imprescindibles en los nuevos modos de acercar a la gente la cultura y sus productos, teniendo en cuenta que, en el rol de mediadores, es necesario conocer qué necesitan los/as ciudadanos/as, los verdaderos protagonistas del hecho cultural.
P Mascías (2020) sostiene que es importante pensar qué puede hacerse por fuera de las instituciones de una sociedad, en la calle, en otros espacios, entendiendo el trabajo cultural como un marco estratégico para activar nuevos procesos sociales vinculados al capital social, porque cuanto más capital social posea una comunidad, mayor nivel de bienestar general va a alcanzar. Entonces, la cultura se transforma en un bien estratégico privilegiado para trabajar en este sentido y potenciar que los/as ciudadanos/as planifiquen las políticas culturales y el Estado acompañe, confíe y transfiera responsabilidades, y potencie a los sujetos sociales. Entender el derecho a la cultura como derecho humano implica sostener un Estado responsable de crear condiciones para el ejercicio eficaz de ese derecho, enfatizando el carácter potencialmente transformador de la cultura, ya que se basa en posturas ideológicas, éticas y profundamente políticas que impactan en el abordaje operativo de la gestión y son las que orientan y condicionan el anclaje del día a día de los proyectos e intervenciones.
Por eso es importante que los gobiernos de turno reflexionen sobre su rol y den libertades de trabajo a los gestores culturales y, desde todas las áreas de Gobierno habiliten políticas culturales desde cada ministerio. De hecho, en mi experiencia de trabajo en el Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe, durante diez años, con la ministra Chiqui González a la cabeza, se pudieron implementar políticas culturales desde/con los Ministerios de Educación, de Salud y de Seguridad, solo por nombrar algunos con proyectos y programas concretos que fueron exitosos a la mirada del ciudadano común.
Más allá de la mirada centrada en la promoción de la diversidad cultural y puesta en ejercicio del pluralismo, para que las políticas culturales se conviertan en intervenciones que generen transformaciones sociales, se requiere superar el criterio de la mera gestión, de la tecnocracia, y promover un diálogo abierto con la sociedad, para conformar una agenda articulada con sus demandas.
En este sentido, la cultura está constituida por prácticas que conforman una diversidad creativa en continuo cambio y, por tanto, debe ser revisada con nuevas herramientas de análisis. Es sabido, además, que, generalmente, se apoya en economías domésticas, y por tanto, un punto de partida es romper con la idea de “amor al arte” de los artistas y empezar a destacar el profesionalismo de los actores involucrados en la cultura.
En definitiva, convencida de que el patrimonio cultural es un constructo social que se manifiesta en la vida cotidiana de las y los ciudadanos, la cultura es entendida como un entretejido denso y permeable en el que se entrelazan personas, ideas, proyectos y sentires, y tiene la particular característica de crear comunidad. Darle el lugar que requiere a la cultura ciudadana es una tarea difícil porque implica que los gobernantes valoren la importancia de la misma y comprendan que es fundamental para la transformación social; sin embargo, no todos lo pueden ver.
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