Si para Enzo Traverso “la historia es un campo de batalla que se escribe en presente”, retomar esa apreciación sería un buen arranque para plantear que la opinión pública también es un campo de batalla infectado de prejuicios, influencias e intermediarios de la información (por lo menos). Y, en ese contexto, las instituciones políticas tendrían la encomiable tarea de producir sentido, construir futuro y generar identificaciones con un tipo de elector que quizás no lo busca. El ensimismamiento y la búsqueda de soluciones a problemáticas que afectan su metro cuadrado, y la vida en presente contínuo es lo que domina su razón de ser.
Para hipotetizar sobre el nuevo elector recordemos qué patrones lo definían tiempo atrás. Hace no más que 40 años el ciudadano definía sus preferencias al final de un camino de averiguación de hechos, se interesaba por “asuntos públicos” y por compartir apreciaciones: en la era analógica, nuestro lado racional (al menos) competía con las emociones para plantear preferencias.
Hoy, en contraste, en la era de la segmentación, los filtros burbuja y el big data, el nuevo elector se siente protagonista a partir del empoderamiento ofrecido por las instituciones y el ecosistema digital, es más individualista y demandante. Es decir que como el nuevo ciudadano no es un consumidor racional de la política ya que toda identificación generada emocionalmente es típicamente irreductible. Solidifica convicciones poco internalizadas.
Y en ese contexto, vale la pena plantear cómo se conforma la opinión pública: ¿es la suma de opiniones individuales, o es en verdad producto de un contexto digital donde (quizás) el hombre es más dominable? Y a su vez, ¿dónde está la opinión pública? ¿son las mayorías silenciosas o son las minorías combativas? ¿cuál es la influencia de una en otra en un contexto como el que describimos? Sí podemos plantear que la opinión pública es una conversación, un diálogo compuesto por la circulación de imágenes, que no necesariamente obedecen a hechos reales.
El contrapunto planteado está muy vinculado con el tipo de cultura en que estamos inmersos. Un paradigma dominado por el smartphone, donde los discursos y cualquier estrategia de comunicaciones se pesan en caracteres y donde la meta es transmitir mucho significado en poco espacio a fin de producir un enamoramiento fugaz. Una cultura donde descubrir la verdad no tiene rating, y donde percepción mata realidad.
Hoy por hoy, esta infocracia permite a cada organización y partido político llegar con un mensaje diferenciado a cada elector, por lo que esa personalización es lo que describe esta era también. Vale la pena volver siempre a Byung Chul Han cuando nos interpela planteando que la era digital le quitó aroma al tiempo; es decir que estaríamos en una época vacía de sentido donde el hombre vive en presente continuo. Es que el tiempo se ha fragmentado y atomizado en lapsos breves: lo que se demora, hoy aburre. Y el acuerdo, el debate, el intercambio demora…, y como demora, aburre. Y esa es la causa por la que sí hay identificaciones veloces poco digeridas. “Las cosas se aceleran porque no tienen ningún sostén; no hay nada que las ate a una trayectoria estable”, dice Han.
Y para completar el cuadro, también es recomendable traer a la discusión a Edgar Cabanas, psicólogo español autor de Happycracia: “La felicidad (como meta) nos hace estar muy ensimismados, muy controlados por nosotros mismos. Eso aumenta la ansiedad y la depresión. En vez de generar seres satisfechos y completos genera happycondríacos”. En la configuración de un nuevo hombre con la mira puesta en la búsqueda de la felicidad instantánea y (quizás) sin aroma, el paradigma digital tiene mucho que explicar.
Estamos en presencia de un consumidor NO racional de la política alineado (o alienado, como usted prefiera) a un pulso de época que lo entretiene, lo segmenta y lo vacía. En la era el smartphone, el call to action es emocional y digital, no hay vuelta que darle.
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