Ética y Política: de lo privado a lo público

¿El estándar ético que exigimos a los funcionarios públicos debe ser uno propio de la política o el mismo de los demás ciudadanos?

Alberto Fernández (Foto: Nicolas Stulberg)

Los casi cotidianos sucesos protagonizados por encumbrados políticos y dirigentes sociales manifiestan críticamente la problemática del liderazgo en relación con la integridad personal. Concretamente, se trata del estándar ético a exigir a los funcionarios públicos, si debe ser uno propio de la política debido a su naturaleza y especificidad laboral o el mismo de los demás ciudadanos.

Uno de los más relevantes y actuales filósofos políticos, Michael Walzer, afirmando el común conocimiento e incluso la cierta aceptación social, que los políticos son moralmente peores que el resto ciudadano, analizó los dos ámbitos donde entra en juego la ética de los políticos. En su labor, dejando a un lado sus escrúpulos, convicciones y hasta su palabra empeñada para lograr sus objetivos políticos; y en su vida privada, por escándalos sexuales, nivel de vida, riqueza y sustento poco justificable con relación a su actividad más otros diversos comportamientos personales confrontados con lo social, moral y éticamente aceptable.

Respecto del primer ámbito, la labor política o función pública, el debate se dirime según Weber mediante la elección entre la ética de la convicción o la ética de la responsabilidad. La primera predicando hacer lo correcto más allá de los resultados; mientras que la segunda, ajustando los medios de la acción a los resultados o consecuencias pretendidas. Y donde el punto de encuentro entre ambas éticas es la situación de suma emergencia donde la ética de la convicción cede ante la de la responsabilidad. Por ejemplo, las catástrofes.

Pero respecto del segundo ámbito, el relacionado con la vida privada, el debate para decidir cómo juzgar a los políticos que incurren en estas conductas se reduce a dos escuelas filosófico-políticas, el realismo y el moralismo, que a su vez incluyen las dos éticas mencionadas.

El realismo, desde Tucídides hasta Schmitt, concibe la política como un mundo diferente a la vida cotidiana, debiéndose aplicar otra normativa axiológica. Y esto no implica cinismo, sino que pretende una comprensión objetiva del fenómeno del poder y sus razones, desencantado de elevados ideales de verdad, justicia y deontología, subordinando esto último a la eficacia de la acción política. Por el contrario, el moralismo, desde Platón hasta Kant, cree que los estándares axiológicos deben ser los mismos e incluso más altos en la política que en la vida cotidiana. Se trata de concebir la eficiencia de los principios políticos como coexistentes y ajustados a la moralidad. Y esto, debido a la responsabilidad pública, ministerial, administrativa o de cualquier otra índole, siempre implicando que la ciudadanía espera lo mejor de sus representantes sirviendo a los intereses sociales y nacionales en lugar de los propios.

La diferencia entre dichas escuelas es tanta como entre aquellas dos éticas, porque para los realistas el estándar ético del político diferente al del ciudadano común, tiene como correlato que el político que actúa por principios no podría serlo en grado suficiente. Tal como exhorta Maquiavelo a que el príncipe debe aprender a no ser bueno, pero manteniendo la apariencia de dicha virtud. Actualmente, Edward Hall manifiesta el realismo afirmando que los políticos bajo la ética de la responsabilidad y un umbral deontológico más permisivo no buscan ni deben manifestar una pureza de intención que no está condicionada por la necesidad de establecer abierta o encubiertamente pactos o compromisos, negociando o ejerciendo autoridad sobre otros. Y esto es porque el punto de vista contrario, el moralismo o la pureza principista, es profundamente antipolítico y más perteneciente a una intransigencia profética-religiosa. Por eso, el realismo favorece a los políticos que están dispuestos a involucrarse en tratos sucios, compromisos con intereses aborrecibles incluso para ellos mismos, distribución de favores, chantajes y descuido de ciertas relaciones, en busca de “buenos” objetivos políticos. Si bien estas acciones son lamentables o desagradables, el que sean inmorales depende en verdad de cuáles sean los tratos, qué implican los favores o qué tan profundo es el compromiso y qué tan dañino es el descuido.

Pero la escuela moralista, ante la igualdad de estándares éticos entre la política y el ciudadano común, no tolera políticos dispuestos a comprometer su ética personal incluso para lograr buenos resultados. Sin embargo, esta consideración no parece muy sólida dado que a veces en la vida cotidiana, y no necesariamente en emergencias, el uso de un mal medio para lograr un buen fin es considerado éticamente aceptable y tal vez requerido. Las estadísticas sociales muestran que no con poca frecuencia, todos estamos dispuestos a priorizar las buenas consecuencias por sobre los medios de dudosa eticidad.

Es decir, aun en la escuela moralista, debería tolerarse, aunque excepcionalmente, que los políticos se involucren en comportamientos turbios o reñidos con la moral o ética, para buenos fines. No obstante, deberíamos aquí juzgar al político con los mismos estándares que al ciudadano normal.

Por otro lado, para el realista, quien sostiene que la política tiene su propio estándar ético, el político sórdido es juzgado cuando este comportamiento se interpone en sus objetivos políticos, pero no por la sordidez en sí. Luego, se evaluará al político en su adhesión a los estándares internos de su ámbito, incluido su capacidad para participar de manera competente en tratos, negociaciones, coacción o compromisos sucios, sin referencia a la ética en su vida personal. Contrariamente para el moralista, manteniendo el mismo estándar ético entre lo público y lo privado, la sordidez importa, ya que una conducta éticamente deficiente en la vida cotidiana es evidencia de una similar en la vida política.

Dos casos estudiados a nivel internacional, por su excepcionalidad, son el de Thomas Jefferson y John F. Kennedy. El primero, considerado uno de los mejores presidentes de Estados Unidos, quien afirmó que nunca hizo ni aprobó en la vida pública, un solo acto incompatible con la más estricta buena fe; jamás creyendo que había un código de moralidad para un funcionario público y otro diferente para un individuo particular. El segundo, considerado un político por demás competente, pero con una vida personal poco ética e incluso inmoral, y cuya singularidad radica en que la gran mayoría de casos de políticos con vidas privadas reñida con la ética y la moral, trasladan dicho carácter a su comportamiento político resultando en nepotismos, enriquecimiento injustificable, tráfico de influencias, extorción, abusos de cualquier tipo, etc. Es este común traspaso lo que la escuela moralista critica y no el carácter más o menos convencional de la vida particular.

Concluyendo, más allá del debate entre estas dos escuelas podría asegurarse que, en la inmensa mayoría de casos, la visión realista de un “buen” político, conlleva un comportamiento de baja calidad ética en su vida privada. El político que no es ético en lo privado, pero sí en lo público es por demás inusual. Y ello es porque los políticos o dirigentes no son más capaces que el resto de los ciudadanos para desactivar sus rasgos de carácter personal en el ámbito laboral. Más aún, frecuentemente lo exacerban debido a las mayores oportunidades presentadas. Luego, los pragmáticos serían los moralistas y no los realistas, al considerar el carácter ético privado como un indicador del comportamiento del político en la función pública.

Con esto en mente y precisamente en la era de la conexión, información y exposición, habrá que elegir mejor a nuestros líderes o representantes en cualquier ámbito y función, si pretendemos corregir el destino de esta sociedad y del país.

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