Recordemos a las víctimas del Holocausto

Es nuestro deber honrar a las víctimas de la Shoá y entender cómo se originó y propagó una corriente de pensamiento que consideró legítimo el uso de la violencia, la muerte y el exterminio para lograr sus objetivos ideológicos

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El minúsculo y marginal Partido
El minúsculo y marginal Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, liderado por un personaje ridículo y periférico como Adolf Hitler, atrajo la imaginación y el enojo profundo de un electorado que estaba en pánico ante el derrumbe de un país que se sentía degradado y despreciado (Corbis via Getty Images)

Cada 27 de enero se recuerda a las víctimas de la Shoá (Holocausto), no sólo por la tragedia que significó ese genocidio tan minuciosamente elaborado, sino para evitar su repetición. Infortunadamente, la Shoá no fue el último de los genocidios en la historia de la humanidad, puesto que le siguieron otros en distintos continentes. No obstante, es preciso rastrear las raíces de una ideología que se apoderó de las mentes de buena parte de la clase política alemana en el período de entreguerras –y de la europea también-, de médicos y científicos, periodistas, historiadores, académicos y de una porción importante de la opinión pública. Hubo quienes adhirieron por convicción al pensamiento de la corriente völkisch nacionalista; otros, en cambio, porque se abrían las compuertas del ascenso social en un régimen nuevo, que desplazaba –y luego mataba- a los judíos que ocupaban puestos directivos en la administración pública, el poder judicial, la academia y las empresas. Hubo quienes se acomodaron sin mayor preocupación ética al nuevo estado de cosas, con el ascenso del nazismo al poder, y también quienes lo hicieron para no ser presionados y, eventualmente, condenados al ostracismo.

El régimen totalitario del nacionalsocialismo se proponía una reingeniería biológica, social, política y económica del continente europeo. En la concepción völkisch -nacionalista- se establecía una jerarquía de razas, ubicando a los arios en la cúspide de la evolución humana, a la que le seguían otros pueblos como los latinos y eslavos. En la cumbre colocaban a los escandinavos, que supuestamente tenían un grado de pureza racial superior a la de los propios alemanes. De acuerdo a esta ideología con pretensiones científicas, muy teñida por la eugenesia tan en boga en círculos académicos desde fines del siglo XIX, era posible purificar y mejorar a la especie humana con la selección genética, ya que suponían que transmitía no sólo rasgos físicos, sino también aptitudes, virtudes y conducta. Es por ello que el antisemitismo formaba parte esencial de esta ideología racista, ya que catalogaban a los judíos como portadores biológicos de todo lo que despreciaban, desde lo físico hasta lo intelectual, pasando por actividades económicas como las finanzas, la banca y el comercio. En la metáfora biológica que utilizaron los nacionalistas de la supremacía aria y que el nazismo impulsó desde el poder, los judíos eran descriptos como “microbios” o “virus” que se habían metido en los cuerpos y mentes de los germanos para degradarlos, debilitarlos y, finalmente, dominarlos.

Decenios de literatura pseudocientífica y de falso periodismo dejaron un legado sombrío y letal: autores como Henri Drumont y Gougenot des Mousseaux, o los tan divulgados como fraguados Protocolos de los Sabios de Sión, entretejieron viejos prejuicios antisemitas de carácter religioso con el nuevo, de tipo biológico. El período de entreguerras era propicio para la divulgación de teorías conspirativas que permitieran “explicar” la catástrofe económica de la hiperinflación alemana de 1923 o el colapso financiero de 1929, que multiplicó el desempleo en Europa. El minúsculo y marginal Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, liderado por un personaje ridículo y periférico como Adolf Hitler, atrajo la imaginación y el enojo profundo de un electorado que estaba en pánico ante el derrumbe de un país que se sentía degradado y despreciado.

A la “pureza racial” se añadía el dominio de un espacio geográfico determinado, el “espacio vital” (Lebensraum), que significaba el dominio desde el centro de Europa hasta los montes Urales de un imperio ario de alemanes y nórdicos, del que serían expulsados o exterminados los judíos, los gitanos y unos treinta millones de eslavos, y a la vez que se sometería a la esclavitud a eslavos sobrevivientes para que realizaran las tareas físicas. En este esquema de una reingeniería demográfica y racial, los arios vivirían en comunidades rurales para fortalecer sus cuerpos y mentes, alejados de las grandes urbes que los habían debilitado en su espíritu guerrero. Es esta la razón desquiciada por la cual la Alemania nazi, junto a sus aliados del Eje, se lanzó a la conquista de la URSS en 1941, aniquilando a su paso, enviando los Einsatzgruppen para que fusilaran a todos los judíos que encontraran, y por el cual la SS y los médicos de la muerte establecieron los campos de exterminio.

La Segunda Guerra Mundial, en rigor, fueron dos conflictos simultáneos: uno en Asia Oriental, que se inició en 1931 con la conquista japonesa a Manchuria y que finalizó en agosto de 1945; y el otro en Europa y norte de África, de netos objetivos ideológicos basados en el pensamiento nacionalista de la supremacía aria. La singularidad histórica de la Shoá es que buscó la destrucción sistemática de los judíos en tanto entidad biológica, una industrialización del horror y de la muerte con pretensiones de “ciencia”, y que sigue sacudiendo nuestras conciencias por la magnitud del crimen. Nosotros recordamos, hoy y cada día, con la esperanza de que los genocidios sólo queden en los libros de historia.

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