Hablemos un ratito de comida, ¿les parece?, siquiera para aflojar las tuercas oxidadas de esta realidad poca amistosa.
La comida, no vamos a descubrir nada, por una parte es necesaria para la vida y, como agregado, un arte, un placer, un juego. Uno no va por la vida de gourmet ni olisqueando al corcho del vino, pero andar por ahí y caer por obra del azar y la genética entre personas que tenían un repertorio amplio abre la posibilidad de hacerse su manera. En este caso es una mirada ecléctica y abierta. Hijo temprano de los restaurantes, no por lujos constantes sino por ser integrante de una familia de cierto palo especial nocturnal y viajero, pude ir desde chico hacia las criaturas del mar, de la tierra, y las aves del cielo - a veces siento el arrepentimiento de cazar perdices, liebres, patos migratorios en días de verano y en el campo, por temporadas largas-, sucede desde hace mucho que vale tanto un choclo asado que la novedad más reciente y fusionada como una vichyssoise, el revival de las vermuterías y cositas apropiadas, un gazpacho para alimentarse y abatir los calores o unas lonchas de jamón ibérico de bellota, solo, con tomate o, pongamos, higos maduros. No hay reglas en este recorrido: una palta espléndida equivale a cualquier plato barroco. Unos espárragos gordos compiten en cualquier cancha.
Desde este punto de observación, la comida no es solo el imperio de sostenerse sino también una pieza de sentido cuando la falta (de sentido) ataca.
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A la vez no dudo acerca de que no existe una comida, si quieren una gastronomía argentina, como la hay respectivamente en Chile, en Perú, en Colombia, lo mismo en el Ande que la costa, más negra y picante.
Se come muy bien en Brasil, con gloriosos guisos ardientes de historial esclavo o con todas las velas desplegadas. “No quiero de la lechuga el verde pétalo/quiero porotos negros con arroz”, nos dejó Vinicius de Moraes.
Ir a comer algo resulta carísimo y malo en cualquier lado. La mezcolanza de pastas con sus respectivas salsas, los bifes en descenso de calidad excepto en lugares en los cuales tiene uno que quedarse a lavar platos tres meses para pagar, el pescado “real”, entero, fresquísimo y al horno con cebolla y papas (“a lo pobre”, se llama en la España mediterránea), la adopción del sushi a Buenos como propio se emplea solo en salmones de criadero con vacunas y antibióticos, no en animales salvajes como corresponde, y el pescado blanco se fue de paseo. Tal vez los aficionados al sushi o al sashimi se consideran paquetísimos con el salmón, quién sabe.
La semana pasada, en una publicación de gran prestigio en tales asuntos, sobre en orden para elegir la mejor comida de diversos países, la Argentina alcanzó el penoso puesto ciento setenta y dos con la milanesa a la napolitana. Bajemos el copete, por favor. Hay algo sí, en el Norte, con buenas empanadas y humitas de carne reciente y charqueada, buenos chivitos de pasto amargo y ralo, mote – el maíz reluce- papas de todo tipo – ya canta el Perú cercano, precolombino y virreinal, hoy en destrucción política y social-, humita.
El asado es más ceremonial y buen programa que otra cosa. La destreza del asador es un mito: con buenas piezas en la parrilla cualquier persona inteligente lo hace por primera vez y lo hace muy bien. Las mujeres han dado un paso grande y justo: hay asadoras estupendas, ya libres de la ensalada, arracimadas con sus delantales.
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No guarda en mi corazón el choripán, admito, grasoso y saladísimo, entendido como un baluarte para enseñar a los visitantes.
El rey Gramajo
No es necesario que esté de moda porque es un clásico imbatible para pobres y ricos. Se trata de papas y huevos, una tortilla deconstruida que necesita la frescura de las gallinas y su anuncio estentóreo en cada puesta. Las gallinas acompañan nuestra vida incluso a partir de su menopausia- son óvulos- cuando pasan al puchero: promoverán entonces un gran caldo de puchero para una sopa de arroz, a lo porteño de entrecasa. Un punto alto.
El revuelto Gramajo es el plato argentino legítimo. Poco es mucho, pero qué bueno. Como en todo, hay que saber hacerlo. Días atrás pedí uno y llegó un mazacote gris que tuve que devolver, situación siempre incómoda. La cuenta- que no fue excluida-, digna de Dubai.
El origen, la autoría del majestuoso gramajo bien hecho, es discutido. Para la mayoría de los gramajistas es creación de un industrial amigo de la noche y bochinche que llegaba a eso de las seis de la mañana todos los días. El personal de servicio dejaba en el horno para darle un golpe mínimo para calentarlo sin que se secara, como elemento infalible y santo remedio contra la resaca.
Otra parte de la biblioteca asegura que lo hizo, en campaña, el edecán del general y presidente Julio Argentino Roca, coronel Artemio Gramajo. Pero en esos defensores y, es curioso, emerge de la creación y la imaginación de “Soy Roca”, la gran novela de Félix Luna escrita en primera persona que lo enfoca desde una perspectiva de progreso y transformaciones históricas.
Se adjudica también a los hermanos Gramajo, estancieros de la belle époque argentina, “calaveras” – idioma de la época por rico, despreocupado y en movimiento permanente en busca de amoríos y copas y carreras-, quienes llegaron a deshoras al Riobamba, ya no está, y convencieron al cocinero que hiciera algo. Y en la cocina había huevos y papas.
Cualquiera sea la fuente, el Gramajo quedó como la insignia argentina en la mesa de jovatos y millennials, de hombres y mujeres, y - mucho- de chicos. Por cierto debe ser estricto y canónico: se cortan las papas en paille, se frían en oliva virgen hasta verse dorados y crujientes. Los huevos se revuelven aparte – regla de oro- y se vierten a último momento para que los bastoncitos no se ablanden. También pueden ser a un costado para mezclarlos luego. Se agrega un muy buen jamón cocido, no en dados sino en tiritas. Su sal- los que tiene que evitarla, el jamón ayuda- cierta brisa de pimienta optativa, tal vez una lluvia de hojas de perejil. Es imprescindible escapar de las heréticas arvejas.
Gloria al revuelto Gramajo. Delicia argentina por excelencia. No faltan los que aseguran efectos afrodisíacos. No lo crean: el único afrodisíaco se alberga en el cerebro. La eficacia para mitigar los efectos del alcohol en exceso, ya vista, tiene una gran hinchada. También es falso: esa piedra filosofal no existe.
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