Hace una semana que la corresponsal digital de la BBC en Asia y Oceanía, Tessa Wong, es blanco de críticas en todas partes del mundo por un análisis bastante inofensivo sobre la renuncia de la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern. Lo que encendió la controversia no fue el contenido de la nota que el medio británico publicó el 19 de enero –un día después del anuncio de la líder neozelandesa–, sino la pregunta del título: “¿Pueden las mujeres tenerlo todo?”
La pregunta es tan recurrente como antigua en los feminismos, pero tal vez el tiempo debería haberla resignificado. Cuando en 1982 la editora de Cosmopolitan Helen Gurley Brown escribió el best-seller Tenerlo Todo: Amor, Exito, Sexo y Dinero (Aunque hayas comenzado de la nada), las mujeres se plantaban sobre sus tacos y sus trajecitos sastre para entrar masivamente al mercado del trabajo. La libertad era que no te mantuvieran y poder irte a la cama por placer con la tranquilidad de las pastillas anticonceptivas. Gurley Brown tuvo bastante que ver en eso: Cosmo hablaba de abiertamente de sexo y de trabajo, sin renunciar a temas como la pareja o los zapatos. Representaba una ambición por encima de la que se esperaba en las mujeres de la época, cuando la ambición ni siquiera era una emoción aceptable para ellas.
“Tenerlo todo” se volvió una frase hecha que las mujeres de la generación Cosmopolitan transmitieron a sus hijas: podían casarse por amor, criar hijos y tener carreras exitosas y una vida sexual plena. Todo. A ellas y a todas sus hijas las barreras sociales y el techo de cristal nos sorprendieron por el camino. Con el tiempo entendimos que el tenerlo todo de Gurley Brown era menos liberación que condena; era una exigencia, una nueva.
En el artículo de la discordia, Wong recuerda el recorrido que convirtió a Ardern en un modelo de política admirado por miles dentro y fuera de su país. “Con su encanto y su filosofía de liderazgo basado en la amabilidad, la primera ministra neozelandesa ganó una amplia popularidad. Muchas de sus fans son mujeres que siguieron con avidez su camino de funcionaria novata a madre trabajadora”, escribe.
No hay que tomar partido para coincidir con ella en que Ardern ocupó un lugar singular como madre trabajadora al frente de un país: tuvo a su hija mientras estaba en funciones, su imagen dándole la teta en la Asamblea General de las Naciones Unidas y con su pareja al lado para sostener a la beba cuando llegó su turno de hablar hizo historia. “Era un caso extremo para medir el balance entre trabajo y familia aunque también influyeran factores políticos”, dice Wong.
Ardern anunció una semana atrás su retiro como primera ministra con un discurso novedoso en la política internacional. Dijo sufrir “burnout” y que ya no tiene “más nafta en el tanque”. Con 42 años –la ministra más joven en ocupar el puesto en su momento y una de las primeras millennials en encabezar un gobierno–, en los últimos seis, el desafío fue extenuante: “Me voy porque un rol tan privilegiado exige responsabilidades. La responsabilidad de saber cuándo sos la persona correcta para liderar y cuando no. Sé lo que implica este trabajo. Y sé que ya no me queda más en el tanque para hacerle justicia. Es así de simple”.
Después agregó que quiere estar presente el día que su hija Neve, de cuatro años, comience las clases. Que tiene ganas de casarse con su marido, que es un deseo que ambos postergaron. En su gobierno atravesó la pandemia, los ataques terroristas a dos mezquitas y la erupción de un volcán. También la difícil recuperación económica después de la cuarentena. Fue reelecta en 2020 y su mandato debió haber terminado a fin de año.
Algunos dicen que es una maniobra para garantizarle al partido laborista una chance que la llamada Jacindamanía ya no puede darle: la caída de su imagen en los últimos meses, en gran medida a manos de una economía en picada que busca culpables. El aislamiento por el que fue aplaudida cuando Nueva Zelanda se puso a la cabeza de los países libres de Covid-19, hoy aflora como una de las principales causas de la crisis financiera. Hubo protestas masivas contra el lockdown y también por la demora en pasar a la etapa de vacunación.
Ardern también fue criticada por un gesto con la comunidad musulmana tras el shooting en que un supremacista mató a más de cincuenta personas –el peor atentado jamás sufrido en su país–; un gesto que entonces fue visto como otra muestra de su característica empatía: se puso un velo para ir a darle las condolencias a los familiares de las víctimas. No podía ignorar lo que el velo obligatorio oculta en el islam radical: mujeres y disidencias oprimidas –incluso hasta la muerte, como en el reciente y desgarrador caso de la iraní Mahsa Amini– con la complicidad del progresismo occidental. Para muchos neozelandeses, su gobierno sólo representó un cambio en las formas y estuvo alejado de los problemas genuinos de la ciudadanía, como el aumento del costo de vida y de la inseguridad.
Pero la forma en la que Ardern compatibilizó la maternidad con su gestión sigue siendo una divisoria de aguas que abrió conversaciones muy reales. Acababa de asumir cuando anunció su embarazo y eso llevó a una discusión sobre si “podría con todo”. La entonces primera ministra se concentró desde el principio en mostrar a su novio –el conductor de radio y TV Clarke Timothy Gayford– como un par con el que repartía tareas de cuidado y que incluso estaba dispuesto a hacerse cargo full time de la casa y la beba mientras su mujer gobernara. Un acuerdo tan lógico como el de cualquier pareja que elige que quien gana más o tiene un desafío más importante en su carrera reduzca la carga doméstica, pero a la vez singular: mientras la brecha salarial sea una constante, en general sólo los varones tienen esa suerte.
Hasta su licencia por maternidad, de seis semanas, fue tema de discusión en Nueva Zelanda: ¿no era muy corta? ¿qué clase de madre volvía tan pronto al trabajo? Tuvo que aclararlo en los medios: “Siempre esperé que con una beba tan chiquita hubiera una tensión entre asegurarse de que yo pudiera satisfacer todas sus necesidades y a la vez cumplir con mis responsabilidades de gestión. Confío en que, con el apoyo que sé que soy muy afortunada de tener, podamos hacer que funcione”.
Al final fue parte de la construcción del personaje, que usó las redes sociales para registrar el típico día de cualquier madre que trabaja: volver a casa para hacer una torta de cumpleaños o descubrirse una mancha de pañal en la solapa del saco después de terminar todas las reuniones del día. Y fue una declaración clara de principios: si lo personal es político, la maternidad de Ardern en pleno ejercicio de su mandato le enseñó al mundo que eso no sólo no es un impedimento, sino que es injusto que las mujeres sigamos siendo penalizadas por tener hijos con cambios en las condiciones de trabajo y salarios que caen hasta el 60% en países como Alemania.
El sólo hecho de haber elegido tener un hijo en esas circunstancias deja una lección sobre una nueva forma de ejercer el poder y sienta un precedente para todas las que pospusimos la maternidad por nuestras carreras, porque nos convencieron de que no era posible aceptar puestos de responsabilidad con hijos pequeños bajo nuestro cuidado. Puestos para los que nos resignamos a ver más aptos a varones en condiciones similares: se supone que si ellos son padres, son proveedores, y eso necesariamente los vuelve más responsables.
El backlash contra Tessa Wong y la BBC fue unívoco: la columna era sexista e insultante y parecía dar a entender que una madre trabajadora con un bebé finalmente no podía cumplir con lo que se esperaba de ella. Coincido con la principal de las objeciones por la supuesta misoginia de la cobertura, son excepcionales en la historia de la política los renunciamientos de un varón en los que se mencionen sus compromisos como padres o esposos. Nadie los cuestiona por su comportamiento en ese aspecto tampoco.
Pero es precisamente eso lo que hace diferente al discurso de dimisión de Ardern y abre la puerta para pensar en otras formas de liderazgo, más ajustadas a este tiempo. Son muchos los varones y diversidades que también demandan tiempo para dedicarle a su familia, que se hacen cargo y quieren estar en las reuniones y los actos escolares. Ardern abrió una puerta nueva cuando agregó un factor en el que no se suele pensar: “Soy humana –dijo al renunciar–. Damos tanto como podemos por tanto tiempo como nos es posible. Y para mí, ya es tiempo”.
Fue ella misma la que citó el costo humano de un cargo político de máxima responsabilidad. Es un costo presente en la vida de políticos de todos los géneros: el “burnout” del que habla podría caberle a otro colega en las mismas circunstancias y nadie habría citado a sus familias. Sobran ejemplos de mujeres que evitamos hablar en el ámbito laboral de nuestros hijos y de cuanto corremos para atenderlos. Es una reacción razonable tras décadas en las que nos abrimos camino teniendo que demostrar que éramos capaces aunque cumpliéramos doble tarea. Mejor que nadie supiera de la reunión del jardín, mejor que nuestra madre llevara a los chicos al médico, mejor fingir que –igual que para los varones– tener familia no nos restaba tiempo.
La diferencia es que Ardern hizo de eso una cuestión de agenda. Mostró la doble carga en vivo –aún en una pareja con división de tareas equitativa–, y consiguió que miles se identificaran con ella. Fue humana para gobernar y humana también para despedirse. Hace dos días, cuando entregó el mando al laborista Chris Hipkins, dijo que, además de parlamentaria, ahora volverá a ser “una madre y una hermana”. Una manera de acreditar que las desigualdades persisten.
La BBC terminó por cambiar el título de la nota de Wong por uno algo más sutil: “Jacinda Ardern renuncia: su salida revela presiones únicas”. Pero la verdad es que ni ella ni ninguna mujer pueden realmente tenerlo todo. Tampoco pueden los varones ni las mujeres que gobiernan o conducen una compañía con lógica masculina. La diferencia, de nuevo, es la humanidad. Algo que a algunos líderes simplemente no les interesa.
Por eso su alejamiento es una pérdida en el concierto global; en una era polarizada en que se reclaman salvadores mesiánicos que lo puedan y lo tengan todo, Ardern se hizo cargo de sus limitaciones. Gobernó siendo mujer y siendo madre, pero no se fue por ninguna de esas razones, sino por una que debería trascender su género: simplemente es humana.
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