El pasado por delante: sobre el sentido del tiempo argentino

Tal como sucede con los best-sellers y las pelítulas, el Campeonato del Mundo mostró como ningún otro fenómeno la incapacidad argentina de vivir el presente sin la referencia agobiante del pasado

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La consagración argentina, otro ejemplo
La consagración argentina, otro ejemplo de la mirada argentina, siempre mirando al pasado (Photo by Jean Catuffe/Getty Images)

Los pueblos no solamente difieren en el espacio que ocupan, en el territorio que consideran suyo: cada uno lo adapta, lo divide o lo integra, le da diversos usos y significación como mejor le parece. También tienen formas diversas, de comprender, emplear y representarse el tiempo. Alberto Buela reflexionó hace muchos años sobre las características específicas del tiempo hispanoamericano, diverso del angloamericano y también del europeo.

Sabemos quizá algo menos de la experiencia y la forma que adquiere el tiempo argentino. ¿Podemos explorar algo sobre él, enterarnos del modo en que el tiempo se nos presenta, en que lo percibimos? Algunos casos pueden ayudar a hacernos una idea.

En nuestro país los best-sellers políticos son libros de historia. Por mencionar los más recientes: “Memorias del cuarto piso”, de Juan Carlos Torre; y “Alfonsín, el planisferio invertido”, de Pablo Gerchunoff. Es interesante observar que la política, que es esencialmente una actividad humana proyectada al futuro, no tiene mayor interés en textos que proponen visiones del porvenir o proyectos de transformación, ni tampoco en análisis transversales del presente. Y no es que ya no se produzcan textos como ese. Pero un libro similar al exitoso “La Argentina del siglo XXI (1985)”, de Rodolfo Terragno, parece no tener ninguna acogida en un país tan incapaz de imaginarse su propio futuro como de comprender la realidad dolorosa que lo aqueja aquí y ahora. Los análisis más demandados remiten al pasado.

Lo mismo sucede con las películas de producción nacional más taquilleras y reconocidas. “El secreto de sus ojos”, “La odisea de los giles” y “Argentina, 1985″ son cintas que se refieren a un pasado histórico caracterizado deliberadamente, fácilmente reconocible, en el que la época en que transcurren no es mero contexto: es un protagonista más. Las dos primeras son ficciones ambientadas en la Argentina del pasado. La tercera es una versión libre, con una fuerte impronta ideológica, de los Juicios a las Juntas de mediados de los 80. También cuando salen a divertirse y a pasar un rato entretenidos (el cine sigue siendo básicamente eso) los argentinos prefieren el relato retrospectivo.

Pareciera que el pasado no nos deja pensar en otra cosa: ni siquiera a los más jóvenes. Se da entre ellos un fenómeno bien curioso. Agrupaciones políticas juveniles, organizaciones sociales deciden adoptar la denominación de alguna personalidad destacada de la historia reciente como el Movimiento Evita, la Cámpora, y el caso más reciente de la agrupación estudiantil de la Universidad di Tella: Menem. No adoptan nombres de los héroes del panteón nacional ni de figuras indiscutidas, sino de personalidades controvertidas, respecto de las cuales el juicio histórico no consigue decantarse. Así asumen el costo de la disputa, el cúmulo de valoraciones negativas que pesan sobre el personaje. ¿Qué sentido puede tener esto? ¿Por qué los jóvenes toman referentes que deben defender de las impugnaciones como estrategia de definición colectiva? No sólo no se liberan de las luchas del pasado (luchas que no les pertenecen), sino que optan deliberadamente por ellas como seña de identidad. No parece haber mucha pulsión de futuro ahí.

Otro caso a escala menor está mostrando esta tendencia. Carlos Pagni es uno de los analistas políticos más respetados del país. Su programa semanal “Odisea Argentina” se acerca a la década de existencia. A las editoriales del conductor se suman entrevistas a personalidades destacadas, columnistas políticos y una sección de análisis económico: se trataba de un repaso interesante a la actualidad nacional. En 2021 la producción decidió sustituir la sección económica por una microcolumna titulada “El espejo de la historia”, a cargo de una joven historiadora con mucha presencia en los medios. El contenido nunca excede lo que puede encontrarse en Wikipedia sobre algún tema historiográfico, algo que posee bastante menos interés que la siempre candente actualidad económica, un aspecto determinante del futuro colectivo.

Quizá un argumento referido a la cultura de masas sea más persuasivo. Con ocasión de la Copa del Mundo de Qatar, la marca de cerveza más conocida y de mayor consumo en el país lanzó su tradicional spot publicitario mundialista, que tenía por leitmotiv las coincidencias entre 1986 -año en que la Selección Nacional consiguió su anterior Copa del Mundo- y 2022. Las referencias, en un tono zumbón, eran mayormente extrafutbolísticas: meteorológicas, astrológicas, musicales, horarias, de calendario. Lo interesante del punto es que las chances de volver a salir campeones no provenían del presente, sino de un pasado remoto, de las similitudes que cabía encontrar entre 1986 y 2022. El mensaje final de spot -”hay equipo”- intentaba subsanar esta interpretación inevitable.

El desarrollo y el feliz desenlace del Campeonato del Mundo mostró como ningún otro fenómeno la incapacidad argentina de vivir el presente sin la referencia agobiante del pasado.

Para millones de argentinos, que no tenían la edad suficiente edad o no habían nacido antes de 1986, la obtención de la Copa de Mundo fue una novedad absoluta, el quiebre de un ciclo de frustración futbolística que estaba por alcanzar las cuatro décadas.

Ya la canción oportunista que fue el hit absoluto del Mundial no solamente abundaba en referencias al pasado -Malvinas, las derrotas sufridas, el triunfo ante Brasil en la final de la Copa América-, sino que además establecía una responsabilidad indirecta pero inconfundible: “Y al Diego, desde el cielo lo podemos ver, con Don Diego y con la Tota, alentándolo a Lionel”.

Como nunca antes en nuestro país, como en ningún otro lugar, la obtención de la Copa del Mundo se atribuyó al misterioso influjo -sobrenatural, simbólico o psicológico, tanto da- del máximo ídolo del fútbol argentino, fallecido en 2020: Diego Armando Maradona. Tanto los comentaristas como buena parte de los hinchas establecieron un nexo causal entre Maradona, Lionel Messi y la tercera estrella de la camiseta de la Selección. No se trató de un homenaje a los equipos que ganaron las anteriores: Maradona se convirtió en el numen solitario de la victoria de Qatar.

Poco importó que antes de morir el astro hiciera explícito su desprecio al Director Técnico o que aconsejara a Messi renunciar a la Selección. A casi nadie se le ocurrió que bien podía ser que con su muerte dejara de proyectar su pesada sombra sobre los jóvenes futbolistas argentinos, liberando psicológicamente su fuerza creativa. Suponía por lo demás una velada injusticia contra los verdaderos protagonistas del logro, a los que se les escamoteaba el reconocimiento que les correspondía.

El país parece estar incapacitado para vivir y plantearse el presente sin subordinarlo inconscientemente al pasado, a una época mítica, una Edad de Oro definitivamente cerrada, a la cual sólo cabe añorar. El presente y en particular el futuro son formas del tiempo muertas, sin otro sentido que el del recuerdo.

Resulta curioso observar que los que más insisten con este débito de ultratumba con Maradona se identifican políticamente con el peronismo, que también se recrea en una Edad de Oro, en un pasado idealizado al que pretender regresar: volver a Perón. Dicen que Jorge Luis Borges dijo que los peronistas tienen todo el pasado por delante. No he podido encontrar el locus de esa cita en ninguna parte: todo indica que es apócrifa, una reelaboración a partir de frases que el escritor afirmara sobre otros asuntos. Se non buono è ben trovato: lo interesante es que el peronismo parece haber configurado el tiempo colectivo de los argentinos. Sin poder imaginarnos el futuro, difícilmente nos haremos dueños del él.

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