Tan pronto como uno se adentre en el terrible recorrido por Yad Vashem (Museo de la Shoa) en Jerusalem se encontrará con un collage de videos en blanco y negro proyectados sobre una pared triangular. En esos trozos, vetustos y entrecortados, pueden apreciarse imágenes de niños y niñas cantando y jugando en la escuela, una callejuela común de algún pueblo de Europa del norte repleta con hombres y mujeres que van y vienen, jóvenes posando con la frescura y la sonrisa de quien se percibe infinito.
Hasta ahí, todo normal. Retazos de vidas previsibles y normales en su tiempo y su lugar. Al final de ese pequeño film comenzará estruendo, ese primer cachetazo en la mejilla. Nos encontraremos con la leyenda: “La vida que nos quitaron”. Todos los 27 de enero, por disposición de la Asamblea General de las Naciones Unidas, está marcado en el calendario mundial el “Día Internacional de Conmemoración del Holocausto”.
El mundo civilizado y compungido recuerda, en esta fecha, la mayor tragedia de la humanidad en coincidencia con la liberación del campo de exterminio Auschwitz-Birkenau a manos de las tropas soviéticas. Pero en qué se diferencia la Shoa de otros genocidios, matanzas tribales o asesinatos en masa. Digamos, primero, que el exterminio de cualquier ser humano se cuenta siempre de a uno. Los crímenes son siempre crímenes y es aberrante quien quita una vida o quita cien.
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La Shoa fue un plan sistemático de exterminio para un pueblo entero, con una maquinaria perfecta concebida para el mal y la fulminación total de la otredad. En efecto, debían aniquilarse hasta el último de los judíos vivos o por nacer. Y en el camino, cualquier otra minoría que atente con la consumación de una raza pura y perfecta.
Personalmente, celebro que cada mes de enero presidentes, funcionarios, dignatarios y personalidades de todo el mundo recuerden este día y entreguen algo de su compasión. Habla bien de ellos, ayudan con su ejemplo y su mensaje a que no se extinga la llama de la memoria. “Nosotros recordamos” o “We remember”, nos dicen.
¿Pero qué es lo que en rigor recordamos? Pueden ser los vestigios de una guerra, el sufrimiento de muchos seres humanos, la fatídica muerte de millones de ellos o el momento más oscuro del hombre. O todo eso junto. Me gusta pensar a veces que, en rigor, en este día no recordamos ni conmemoramos nada. Solo tomamos este día, esta suerte de pancarta, esta fecha debidamente institucionalizada, para recalcar y recalcarnos que el ejercicio vivo de la memoria es el único antídoto posible para combatir nuestra natural tendencia a deshilachar lo que nos pasó cual flecos de vidas lejanas y en color sepia.
Elie Wisel, escritor y sobreviviente de la Shoa dijo una vez que “todos debemos tomar partido, ya que la neutralidad ayuda a los opresores, nunca a la víctima. El silencio le da coraje a quien tormenta, nunca al que lo sufre”. Es que la Shoa interpela dramáticamente la condición humana y nos devuelve una imagen en el espejo que no nos atrevemos a ver: ¿Cómo y cuándo los hombres dejaron de ser hombres para convertirse en bestias?
Y cómo evitar que semejante cataclismo haga tambalear las creencias y los credos como platillos chinos girando en el aire con ese interrogante que nadie puede responder y que nos atormenta: dónde estaba Dios si es que hubo alguno. Podrán ensayarse miles de respuestas. Quien tenga el privilegio de ser creyente, siempre creerá. Pero es difícil tolerar y perdonar. Incluso a la divinidad cuando se masacraron más de un millón y medio de niños por la inexcusable culpa de ser.
Víctimas fueron esos y todos los masacrados, los torturados, los olvidados, los que fueron objeto de asquerosos experimentos médicos, los que tuvieron que huir dejando todo atrás, los que quisieron hacerlo y no pudieron porque muchos países cerraron asquerosamente sus puertas, a sabiendas que del otro lado del portal aguardaba sólo muerte y desolación.
Víctimas son los que tuvieron el trágico destino de estar ahí. En ellos pienso. Y en las chimeneas humeantes de los campos. Y en los trenes de la muerte. En los maravillosos hombres y mujeres que fueron antes de convertirse en montañas de huesos flacos y apilados. Los judíos del día después de la Shoa, en el mejor de los casos, podremos considerarnos sufrientes por la vida que les arrebataron a aquellos. Nunca víctimas. No es justo ni compresible que los recordemos una vez por año. Se merecen algo más que eso.
Esperan que su recuerdo demacrado nos sorprenda en cada primavera o cuando nieve poquito o mucho. Cuando sople algún viento o el sol nos acaricie suavemente la espalda un día cualquiera. Los judíos del día después de la Shoa estamos acá porque tenemos un propósito y un compromiso cuasi bíblico con la vilipendiada dignidad del hombre, porque resultaría una imperdonable inmoralidad que los judíos nos ocupemos sólo de los judíos.
Pero estamos acá, sobre todo, para combatir la comodidad del sórdido olvido. Para explicar y educar hasta el hartazgo. Y también para aprender. Aprender que todo tipo de discriminación es nociva siempre y que los yuyos se cortan cuando apenas aparecen. Que no hay que naturalizar el desprecio por la condición humana y que las tragedias ajenas, más tarde o más temprano serán las nuestras si no nos ocupamos.
Que las autoridades y quienes tienen verdaderas y efectivas responsabilidades en materia de políticas públicas deben tener al tope de sus agendas no sólo conmemorar y recordar cuando el almanaque marque la fecha. Se debe castigar a los perpetradores y colaboradores de siempre o de ocasión, pero también señalar con el dedo a los que callan con su silencio insoportable y a los que banalizan lo que irremediablemente nos devuelve a un estado nauseabundo y primitivo. 27 de enero, una nueva oportunidad para ejercitar nuestra memoria. Es por ellos y para ellos, las víctimas. Pero también por nosotros si queremos que la historia no se repita.
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