24 enero, día internacional de la educación

En estos nuevos tiempos es fundamental preguntarnos una y otra vez para qué educamos, qué enseñamos y cómo es posible hacerlo con estas condiciones de época

Sin una educación de calidad, inclusiva y equitativa para todos y de oportunidades de aprendizaje a lo largo de toda la vida, los países no lograrán alcanzar la igualdad de género ni romper el ciclo de pobreza (EFE/EPA/FILIP SINGER)

Hoy se celebra el Día internacional de la educación, derecho inalienable e instrumento de autonomía de todo ciudadano. La Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 24 de enero para celebrar el rol que la educación desempeña en la paz y el desarrollo, este año bajo el lema “invertir en las personas, priorizar la educación”. La idea de este órgano es que se mantenga una fuerte movilización política en torno a la educación y trazar el camino para traducir los compromisos y las iniciativas mundiales en acciones. Plantean que hay que dar prioridad a la educación para acelerar el progreso hacia todos los objetivos de desarrollo sostenible en un contexto de recesión mundial, desigualdades crecientes y crisis climática.

Según Unesco, en la actualidad, 244 millones de niños y jóvenes están sin escolarizar y 771 millones de adultos son analfabetos; su derecho a la educación está siendo vulnerado y es inaceptable. Sin una educación de calidad, inclusiva y equitativa para todos y de oportunidades de aprendizaje a lo largo de toda la vida, los países no lograrán alcanzar la igualdad de género ni romper el ciclo de pobreza que deja rezagados a millones de niños, jóvenes y adultos.

Educar es posibilitarle al niño/a la inserción en la sociedad, es permitirle acceder a un trabajo digno, a estudios superiores, es enseñar habilidades que tengan repercusión en su vida cotidiana, es hacerle tomar conciencia de su entorno para que lo pueda transformar, y fundamentalmente, es acompañarlo a que disfrute del aprender. Dice Freire: “El estudio no se mide por el número de páginas leídas en una noche, ni por la cantidad de libros leídos en un semestre. Estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas”. Y he ahí la función de todo docente, abrir posibilidades para interpretar el mundo y crear condiciones para que todas las experiencias que ocurren en la escuela puedan ser aprendidas y aprehendidas en pos de una vida mejor.

En los últimos años, consecuencia del confinamiento total y luego parcial, aprendimos que en la escuela no solo se enseñan contenidos o saberes teóricos, sino que hay otros tipos de aprendizajes muy valiosos, especialmente que se aprende a estar con otros, que es un espacio físico y simbólico de socialización y de encuentros pedagógicos donde se convive y se aprende a convivir.

Entonces, tal como planteo en mi último libro, “Escuelas ondulantes”, en estos nuevos tiempos es fundamental preguntarnos una y otra vez para qué educamos, qué enseñamos cuando enseñamos y cómo es posible educar con estas condiciones de época. Para ello, es necesario y fundamental deconstruir la escuela; en este sentido, deconstruir no es destruir, ni siquiera reflexionar o analizar, sino que es buscar la paradoja, es enfrentarse a los discursos hegemónicos, a los supuestos, al sentido común, a lo que creo que va a suceder por el simple hecho de estar en la escuela. En palabras de Derrida (1997), no se trata solamente de levantarse contra las instituciones, sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde estas se instalan y se recrean.

Entonces, como educar es cuestionarse quién y cómo aprende, y en qué contexto, es necesario invitar a los docentes a investigar su propia práctica, herramienta en la que lo convierte en investigador del aula y de su propia experiencia de enseñanza. El profesor aprende a enseñar y enseña porque aprende, interviene para facilitar y no imponerse a los alumnos. Y al reflexionar sobre su intervención, ejerce y desarrolla su propia comprensión sobre lo que ocurre en la clase.

En el marco de esa mirada, G. Edelstein propone que es necesario profundizar el conocimiento sobre las prácticas docentes y esto requiere suspender juicios totalizantes y visiones unilaterales, supone reconocer los múltiples cruces que se expresan en dichas prácticas e implica la búsqueda de un nuevo enfoque para abordar su complejidad y problematicidad. Y, si bien estas investigaciones serán acerca de objetos singulares, es necesario buscar regularidades en las instituciones o en los grupos sociales para indagar aquello diferente en lo regular.

Por lo tanto, se requiere docentes que sean expertos en la disciplina que enseñan, pero también que comprendan la didáctica de esa disciplina, las formas de enseñanza de ese conocimiento y las estrategias que favorezcan el aprendizaje, donde ocurren experiencias diferentes a las de otras escuelas y, especialmente, docentes ávidos de preguntarse por qué sucede esto en mi clase y capaces de investigarlo para encontrar respuestas.

Es necesario que haya espacio en las aulas para que los niños problematicen la realidad, donde propongan cambios para su barrio y para ello es necesario un docente que sostenga que educar es reconocer las individualidades y las subjetividades de sus alumnos, cuyas trayectorias son distintas a otras instituciones.

Educar es enseñar a comprometerse con el otro; es convertirse en el andamiaje necesario para que cada estudiante pueda descubrir e interpretar el mundo en estos tiempos complejos, con una mirada quizás diferente a la nuestra; es ayudar, al decir de Morin, a descubrir algunos archipiélagos de certezas en medio de un mar de incertidumbres.

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