Mientras escribo escucho otra vez en las noticias la voz desgarrada de Graciela, la mamá de Fernando Báez Sosa, desde Dolores y en el tercer aniversario de la muerte de su hijo. Es difícil no quebrarse con ella y supongo que también es el miedo el que hace que otra vez se me caigan las lágrimas: mi hijo tiene la misma edad de Fernando entonces y está de vacaciones solo con sus amigos. No es empatía, es identificación con el peor de los terrores: criar un hijo sano y bueno y que toda la alegría y el esfuerzo terminen en un llamado telefónico.
A Fernando lo mataron en manada y sus victimarios se jactaron por chat. Los violadores de San Fermín, en España, que atacaron sexualmente a una chica de 18 años entre cinco en medio de los festejos de 2016, tenían un grupo de Whatsapp que se llamaba así: “La manada”. Por eso el caso se conoció con ese nombre y por eso seguimos hablando de manada cuando la violencia machista se ejerce en patota. Da igual si es contra una mujer o contra un varón más débil, el mecanismo es el mismo.
En San Fermín, los atacantes filmaron la violación y la mandaron al grupo. “Follándonos a una entre los cinco”, escribieron. “Cabrones, os envidio, esos son los viajes guapos”, respondió un ausente. No bastaba con turnarse para abusar de su víctima, también había que compartir la hazaña. Amplificarla. Durante el juicio se supo que no era la primera vez que lo hacían.
El grupo de chat de los asesinos de Fernando se llamaba “El club del azote”. También grabaron su hazaña. “Amigo, flasheamos. Creo que matamos a uno, todo Gesell está diciendo eso”, escribió uno de los rugbiers. “Los demoledores”, festejó el ausente en este caso. “Los rompimos. Nos vamos al centro a premiar”, dice otro de los mensajes. También aquí se supo que no era la primera vez que actuaban: una vecina de Zárate contó en televisión que, en su ciudad, los atacantes se hacían llamar “los rompehuesos”, que era habitual que le pegaran “a todos”, que en una oportunidad casi matan a otro adolescente a golpes y que desnudaban chicas en la calle sin consecuencias.
Un estudio de principios de los 90 sobre grupos de atletas en campus universitarios norteamericanos donde se registraba un mayor número de violaciones y abuso sexual mostró que, pese a las denuncias, el entorno no percibía el crimen cuando entre los involucrados había atletas populares. Es más, la comunidad tendía a culpar a la víctima por el problema que le causaba al equipo. En lugar de hablar de violación en grupo, casi siempre se lo llamaba “sexo grupal”, como si el acto hubiera sido consentido.
Las violaciones en grupo, concluyeron varios estudios, tenían lugar entre varones con un vínculo fuerte: eran equipo, parte de una fraternidad, vivían o entrenaban juntos, compartían sus experiencias sexuales. Eran parte de una forma de solidaridad masculina que reproducía y fomentaba la violencia como rito de iniciación y reafirmación de esa masculinidad, donde los pactos de silencio para encubrir delitos cometidos en grupo tienen la misma lógica: quien los quiebra traiciona su hombría, no es lo suficientemente hombre. No importa la humanidad.
También eran producto de una cultura que toleraba que trataran a las mujeres (y a cualquier colectivo que consideraran más débil) así y que toleraba, en general, su comportamiento violento. Una cultura donde, como dicen ahora los vecinos de Zárate, los abusos recurrentes (una conducta que se repitió incluso después del asesinato en Villa Gessell, cuando los autores señalaron como responsable a un chico al que acosaban de manera habitual) no tenían consecuencias.
Esto no es ajeno a lo que ocurrió en las últimas tres semanas, en las que los detalles del juicio en Dolores contra los victimarios de Fernando fueron transmitidos sin pausa por los medios. Un periodista, por ejemplo, preguntó desde su cuenta de Twitter si los que pedían perpetua para los rugbiers no percibían que es algo que puede pasarle a sus hijos: “Se pelean dentro del boliche, quedan calientes, salen a pegar una paliza como todos los finde, y esta vez matan”, argumentó. Algo parecido me dijo ayer un profesional muy prolijo: “Esto es un circo romano, y no dejan de ser chicos que se mandaron una cagada”. Una cagada, una macana, la muerte de Fernando. Apenas un traspié que ahora le causa un problema al equipo.
Es verdad que la cobertura mediática es incesante y por momentos se asemeja a un circo, con los padres de los acusados atravesando la cuadra del tribunal entre los insultos de un coro inclemente que les grita “asesinos”. También lo es que, frente a esa euforia colectiva incentivada por opinólogos de todo tipo y especie que juzgan cada testimonio y cada gesto las 24 horas, hay una madre y un padre destruidos que aún en los momentos más dramáticos aclaran con sensatez que sólo piden Justicia: “No queremos venganza”, dicen.
Pero el caso de su hijo está destinado a marcar un antes y un después de lo que se toleraba, de lo que todavía se tolera en los que dicen que fue “una cagada que podría haberle pasado a cualquiera”. Porque no todos los varones son bestias que se asocian para pegarle a un chico hasta matarlo. No todos los varones son bestias a las que cualquier fin de semana de verano se les puede “ir la mano”, y los que sí lo son deben pagar por sus actos. Somos muchos los que criamos hijos buenos y no queremos vivir con miedo de que la próxima vez “la macana” sea contra ellos.
Es lógico que los medios se hagan eco, y más cuando tienen como apoyo a una defensa entrenada como pocas en la relación con la prensa, que monta conferencias y genera noticias todos los días, sin excepción. No entiendo bien por qué razón algunos comenzaron a oponer ante esta cobertura la de un caso igual de dramático, en una falsa competencia de desgracias que resulta, como mínimo, inmoral.
Leí varias veces esta semana que se habla de Fernando, pero no de Lucio. Lucio Dupuy –su nombre es tristemente conocido por todos– es el niño de cinco años torturado y asesinado por su madre y su pareja hace un año y dos meses en La Pampa. Lucio murió desamparado, olvidado por su entorno, por médicos y docentes, por la Justicia y por todos los poderes del Estado. Los detalles sobre lo que hicieron con él esas dos mujeres son escalofriantes y confirman algo que sabemos: también hay mujeres bestiales. Incluso las que son madres.
Y entonces, ocurre la comparación injusta, tal vez por la proximidad de los juicios, tal vez porque a algunos les interesa destacar que no sólo hay violencia machista como la que se toleraba en los rugbiers, sino que hay mujeres capaces de la atrocidad más grande. Quizá porque frente a la madre doliente y digna a la que quiere abrazar un país entero, hay una madre asesina que debe ser condenada. Las madres se sacralizan y eso es un problema en estos casos: en el país de las Madres del Dolor y las de Plaza de Mayo, Lucio no tiene una madre que lo defienda ni que lo llore. Tiene ni más ni menos que a una asesina confesa.
El juicio por el brutal crimen de Lucio concluyó el 22 de diciembre tras 18 audiencias. La Justicia que se le negó en vida, ahora parece haber actuado rápido, como si buscara compensar lo que ya no tiene solución. La fiscalía pidió que la madre, Magdalena Espósito Valenti, y su pareja, Abigaíl Páez, sean declaradas culpables del “homicidio calificado y abuso sexual gravemente ultrajante” y condenadas a prisión perpetua. No hay demasiadas dudas de que eso es lo que va a ocurrir en la lectura del veredicto.
Sin embargo, con la misma sed de circo, se exige a los medios una cobertura del caso simultánea y tan intensa “como la de Fernando” (no es sorprendente que muchas de estas exigencias reiteradas en redes provengan de perfiles que se presentan en sus biografías como “Madres”, como si fuera una categoría que otorga superioridad). Por la dinámica propia de las noticias es imposible que así sea: primero, porque el juicio por la muerte de Lucio, al tratarse de un menor y porque es un delito contra la integridad sexual, fue a puertas cerradas y con una defensa mucho menos mediática. Segundo, porque hace un mes que no hay novedades y no las habrá hasta el veredicto, el 2 de febrero; tercero porque, como dije, no hay mayor intriga sobre las condenas. Sería una noticia (terrible) si sus asesinas no recibieran perpetua.
¿Está bien pedir que se siga hablando del tema para que se mantenga en agenda? Claro que sí, y eso es lo que ha pasado durante este mes, donde, aún sin novedades, el caso estuvo presente en los medios nacionales prácticamente a diario. Si conocemos hasta lo más inenarrable y morboso de lo que hicieron con Lucio es porque lo seguimos en la prensa.
¿Es comparable a la cobertura del juicio en curso contra los asesinos de Fernando? No, por las razones ya dadas. Pero sobre todo porque es obsceno poner en competencia el padecimiento de las víctimas y el dolor de sus familias. Para ambos debería haber Justicia y ambos deberían marcar un cambio en la cultura, la que perdona la violencia machista y la que sacraliza a las madres y mira para otro lado ante un niño desamparado. Aunque algunos prefieran oponerlo, esa cultura es exactamente la misma. No todos los varones son bestias, no todas las mujeres son santas: entenderlo es parte del cambio.
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