Las bases del sistema democrático indican que el pueblo debe elegir a sus gobernantes con sus propuestas políticas, participando de este proceso por votación para la elección de cargos ejecutivos (presidenciales, provinciales, municipales y comunales) o legislativos. Pero por fuera de los poderes ejecutivos y legislativos, el judicial escapa a la democracia directa dado que sus titulares son nombrados por un mecanismo donde interviene en principio el Ejecutivo designando candidatos, y luego el Legislativo se encarga de la deliberación y su aprobación o rechazo. Si bien vasta y diversa es la literatura en filosofía política y del derecho sobre el tema, esta tensión entre justicia y política también se analiza desde la tradición bíblica.
Aquí, el punto es que la demanda de imparcialidad por parte del Estado, específica y únicamente aplicable al poder judicial, parecería reñirse con el sistema de voto popular. Y esto es porque los jueces no son políticos, y a diferencia de los funcionarios legislativos y ejecutivos, los magistrados deben fallar sobre casos conforme al derecho vigente independientemente de la opinión popular o mayoritarismos. Esta esencial demanda radica bíblicamente en garantizar la imparcialidad ideológica o partidaria en el sistema judicial ordenando por un lado “No harán injusticia en el juicio, no favorecerás al necesitado, y no enaltecerás a un gran hombre, con rectitud juzgarás a tu prójimo (Levítico 19:15); y por el otro “Jueces y oficiales nombrarás para ti en todas tus ciudades…, para que juzguen al pueblo con justicia recta. No inclinarás el juicio, no mostrarás favoritismo… justicia, justicia perseguirás” (Deuteronomio 16:18-20).
Si bien nada puede garantizar per se la imparcialidad y fiel cumplimiento normativo, más que en la utópica pretensión declarativa, la cuestión radica en cómo podría evitarse mayormente la parcialidad judicial. Y bajo este espíritu, no parece adecuado el cargo judicial por elecciones populares, dado que los fallos podrían eventualmente costarles sus puestos cuando sean lo suficientemente impopulares como para enojar a sus votantes o contrariar ciertos intereses. Los jueces asumidos por elecciones populares, tal como todo candidato, tenderían a satisfacer al votante y por lo tanto sesgarían sus actuaciones acorde a lo que la mayoría de aquellos en su jurisdicción consideraría mejor y no necesariamente conforme a derecho. Pero los jueces no deberían temer decidir impopularmente en los tribunales siempre que se ajusten a derecho. Por ello, ante jueces electos por votación popular, el debido proceso judicial y hasta el propio fallo se tornaría extremadamente vulnerable.
En este respecto, la tradición bíblica ha sido clara acerca de los problemas de un poder judicial con jueces en deuda con ciertos intereses o con un partido político. Un texto homilético del siglo IV, el Midrash Tanjumá glosando el citado versículo del Deuteronomio, afirma que los jueces deben poseer fortaleza manifiesta en rectas acciones más que en intenciones, y estar libres de toda cuestión que pueda ser susceptible de demanda por parcialidad. En el siglo XVII el exégeta Shlomo Luntschitz, en su Kli Iakar al mismo versículo, expresó que los jueces no deben mostrar favoritismos ni hacia aquellos que los designaron. En nuestro caso, el poder ejecutivo, Consejo de la Magistratura y Congreso. En este sentido la tradición bíblica ha afirmado la criticidad de tener una conducta no sólo legal sino ética fortaleciendo la imparcialidad, debiendo tener una misma ley, un mismo estándar para todos por igual, como preceptúa el Levítico 24:22.
Es básicamente por la esencial demanda de independencia, imparcialidad y actuación acorde al derecho vigente, sin que influyan partidismos ni ideologías u otras subjetividades o intereses que tuerzan lo dictaminado por ley, que la práctica misma de elegir popularmente jueces es antitética a esta noción dado que contraría aquella esperada fidelidad por parte de los magistrados. Así, los intereses en juego para la elección y reelección popular de jueces se utilizarían para intimidarlos o favorecerlos con la esperanza de influir en sus fallos.
Otra razón para apoyar la designación de jueces en lugar de su elección por voto popular, es la previa selección de los candidatos que realiza el poder ejecutivo, en nuestro caso luego de una terna propuesta por el Consejo de la Magistratura, y luego sujeta al control o aprobación del poder legislativo, basada en sus calificaciones académicas y antecedentes profesionales. Y si bien los resultados de toda elección para cargos ejecutivos y legislativos pueden estar influidos por el financiamiento de campañas, estrategias de comunicación o manipulación de la opinión pública, el nombramiento del juez no deja de ser el resultado de una investigación y deliberación por parte de ambos poderes respecto de las cualidades de los candidatos propuestos. Características entre la cuales en Éxodo 18:21, se cuentan la sapiencia, capacidad, temor a Dios, sinceridad y ser digno de confianza más aborrecedores de ganancias no sólo mal habidas sino incluso sometidas a litigio.
Más, ese proceso de nominación de jueces mediante cuerpos intermedios también, aunque de forma indirecta, le otorga una legitimidad popular dado que se realiza a través de sus representantes electos. Y en caso de que sean seleccionados por el Consejo de la Magistratura y elegidos por el poder ejecutivo únicamente en función de su afiliación partidaria, grave error por alentar la defensa política desde el estrado judicial en lugar de garantizar la administración de justicia, la instancia legislativa revisará dicha propuesta a la luz de su calificación con miras a acreditar pericia y fallos imparciales y justos. Este concepto de ambos poderes, ejecutivo y legislativo, designando y evaluando el nombramiento de jueces, sigue el ordenamiento bíblico del citado Deuteronomio, el cual, según Jaim ben Attar, exégeta del siglo XVIII, en su Or HaJaim, indica que el precepto de garantizar y proteger un poder judicial imparcial, justo e independiente, no está dirigido únicamente a los jueces, sino a todos aquellos que por no haber nombrado un poder judicial adecuado contribuyen a que se dicten sentencias injustas.
En pocas palabras, el trabajo de administrar justicia depende de un poder judicial imparcial, justo e independiente, sin que responda a ninguna voluntad popular ni mayoritarismos salvo a la expresada en la ley sancionada por el poder legislativo. Y constituir un poder judicial probo es en la tradición bíblica tan importante que el tratado talmúdico, Avodá Zará 52a, afirma dada la contigüidad de los versículos del Deuteronomio 16:18 y 21, que nombrar a un juez parcial o mal preparado, se considera similar a la idolatría, una de las mayores transgresiones.
Concluyendo, los gobernantes y legisladores deben obedecer a sus políticas dependiendo naturalmente del consentimiento de los gobernados, pero los tribunales no pueden impartir justicia si están intervenidos o bajo el mandato de la opinión pública en lugar de la ley. La tradición bíblica afirma la importancia de tener un poder judicial comprometido con la justicia y la verdad, por ser los cimientos sobre lo que todo en nuestra sociedad debe ser construido. Hace más de 2000 años Shimón ben Gamliel postuló que “El mundo se sostiene por el mérito de tres pilares, la justicia, la verdad, y la paz” (Pirkei Avot 1:18). Concepto incluido en el código del siglo XIV por Iaakov ben Asher cuando en el Tur, Joshen Mishpat 1, declara que es a través de jueces justos que la civilidad continúa, de lo contrario, reinará la falsedad y el quebrantamiento social, y donde como animales los más fuertes o poderosos siempre vencerían.
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