Fue un verano, pero de 1998. Susana Giménez ya estaba separada del polista que desde su casamiento, una década antes, había sido señalado –con más o menos sutileza– por la opinión pública como un vividor y un mantenido. Eran otros tiempos, y la pregunta sobre si los varones tenían la obligación de ser proveedores ni siquiera existía: era mandato. Pero Susana estaba por encima de las preguntas y de los mandatos, se había ganado cada centavo al frente del programa más popular de la televisión, donde tenía “susanos” de secretarios para revolver las cartas del público y decirle siempre que sí, que “Sí, Su-sa-na”. Se había ganado, sobre todo, la libertad de ser una sugar mommy o lo que le viniera en gana a fuerza de independencia económica.
Esa mañana de febrero, la prensa que había montado una guardia en la puerta de su casa de Barrio Parque, registró los gritos de la diva en vivo y en directo: “Ladrón, ¡hijo de puta!”. El cenicero en la frente de aquel marido tan inútil como infiel –algo casi siempre incompatible: podemos perdonar la infidelidad de alguien que sirve para algo o la inutilidad de alguien que por lo menos nos quiere bien– y los más de diez millones que tuvo que darle Susana para cerrar el divorcio llevaron a un debate nacional sobre si estaba bien que cuando la mujer era más rica fuera ella quien pagara los ceniceros rotos de una pareja fallida.
El cenicero –en realidad una cajita de madera y peltre que Susana había traído de la India y que fue el primer objeto contundente que encontró para defenderse en medio de una discusión “humillante y vergonzante”, según ella misma contó entonces en conferencia de prensa– se convirtió desde entonces en un símbolo universal de despecho, casi tan icónico como el revenge dress de Lady Di, pero con un final mucho más feliz. Es que se convirtió también en la certeza de que, si teníamos la suficiente independencia, los varones podían ser prescindibles aunque costara caro sacárselos de encima. ¿Era feminista Susana, la de la delgadez esforzada, el photoshop y la ingenuidad como valor? Las puristas dirán que no, pero para miles de argentinas, su gesto fue más empoderador que cualquier panel de debate sobre género.
Más de veinte años después, Shakira vuelve a hacer del despecho (ese sentimiento con tanta mala prensa, usado casi siempre en femenino: somos nosotras las despechadas, las locas, las papeloneras) un valor y un debate tan global como las redes, y encima, a diferencia de Susana, no sólo no pierde plata sino que lo monetiza. Desde que presentó en youtube su sesión con el fenómeno argentino Bizarrap este miércoles, lleva casi 45 millones de reproducciones –y contando, suben sin parar mientras escribo esta nota– y, por lo menos en mi caso, terminó de sacarme el tinnitus de Muchachos de la cabeza.
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Ahora sólo la escucho a ella. Una loba como yo no está pa’ tipos como tú, seguro. Pero sobre todo la parte que la convierte en himno, no sé si feminista, pero sí de la fuerza que nos da la independencia, la misma fuerza de aquel cenicero de los noventa, remasterizada en hyperpop para bailar hasta sacarnos las ganas de sufrir por el “novato” de turno: “Te creíste que me heriste y me volviste más dura/ las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”. Y aunque a veces lloremos igual, ¿qué importa si ahora entendimos que podemos solas?
Lo saben Taylor Swift, Alanis Morissette (y aquel fabuloso disco despechado que fue Jagged little pill) y nuestra cobra local Jimena Barón, no hay nada más pegadizo ni más dable a la empatía que las canciones de ruptura. Al fin de cuentas, todos fuimos cornudos o amantes alguna vez en la vida. Leí por ahí que el de Shakira es un himno para las cornudas, pues bien, justamente: ¡no hay nada más universal que los cuernos! (y quien crea que no es su caso, que viva feliz y no entre jamás de los jamases en el teléfono de su pareja, que es algo muy feo y tóxico, además).
Lo saben también muchos artistas masculinos. Me acuerdo, también en los 90, de salir corriendo en el boliche para encontrarme a saltar y hacer la coreo con mis amigas cada vez que sonaba Me siento mucho mejor de Charly García. Sobre Swift, sin embargo, se han hecho hasta estadísticas: dicen que el 35% de sus temas son revanchas contra sus ex del momento –de Harry Styles a Jake Gyllenhaal, por nombrar sólo algunos de los aludidos–, y le critican sin miramientos esa comercialización del dolor.
En 2014, ella misma zanjó la discusión en una entrevista: “Dicen ‘Ella sólo hace canciones sobre sus ex novios’. Y francamente, me parece un enfoque muy sexista. Nadie dice eso de Ed Sheeran. Nadie dice eso de Bruno Mars. Todos escriben canciones sobre sus ex y sus novias y su vida sentimental, y nadie levanta ninguna bandera por eso”. Por supuesto también en el caso de Shakira hay señores –¡hasta analistas políticos!– discutiendo los méritos de un hit que bate récords en el mundo.
En las últimas 20 horas, desde que Shakira reversionó el despecho a los cuatro vientos, leí también a muchas mujeres criticando lo poco sororo del asunto: a la pobre Clara Chía, la nueva novia de Gerard Piqué –”mi supuesto reemplazo”, canta la colombiana–, le dice en modo Nannis que fue como cambiar “una Ferrari por un Twingo, un Rolex por un Casio”. Pero, hermanas, ¿le están pidiendo sororidad con la chica que le comía la mermelada en su propia casa (y no, no es metáfora)?
No, por supuesto, la tercera en discordia nunca es culpable. El pacto de fidelidad que cada uno elija es con su pareja y nadie es responsable de quebrar un acuerdo que no firmó. Pero que la “rompehogares” no existe podemos decirlo desde la comodidad de las ideas. Vení a comer de mi mermelada y lo mínimo que voy a cantar de vos es que “clara-mente” no sos buena. Y es que las mujeres no somos ni tenemos por qué ser santas, ni cuando engañamos ni cuando nos engañan, ¿lo son acaso los varones? Medirle la pureza feminista a una mujer traicionada durante años tampoco parece tan sororo, después de todo.
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Shakira se considera a sí misma feminista. Aboga cada vez que puede por la igualdad de derechos y oportunidades, en especial para las niñas. Y sin embargo, aceptó –como hacemos tantas veces tantas por amor– que el padre de sus hijos digitara su vida y su carrera. “Piqué es territorial y celoso. Le gusta tenerlo todo bajo control –admitió en 2014 cuando promocionaba el tema Can’t remember to forget you–. Gerard no me deja hacer vídeos con hombres, es una persona muy conservadora”. De nuevo, las teorías son cómodas, pero en la vida hacemos lo que podemos. En su caso, lo dice claramente (con perdón del supuesto reemplazo): “Yo solo hago música, perdón que te sal-Pique”.
La verdad es que no necesitamos que Shakira sea más o menos feminista ni reparar tanto en la tal Clarita cuando el mensaje más fuerte es que el despecho –sobre todo el femenino, mucho más emocional que violento porque en general no cosifica, sino que es apenas liberación–, de Lady Di a Susana, y de Taylor Swift a Shakira, puede ser un empoderador fenomenal para cambiar la angustia del abandono y, en vez, como mínimo, cantar y bailar. Quizá el de esta loba sea el más feliz de los finales posibles: poder pasarle al ex (y a tipos como él) una factura tremenda y, de paso, facturar con lo que tan bien sabe hacer: canciones como esta, que no nos podemos sacar de la cabeza.
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