La queja constante y el agotador rezongo infantil funcionan como un reflejo catártico absolutamente inconducente. Eso sería saludable si todos tuvieran el talento de alinear con consistencia su discurso y su acción.
La retórica transita por un lugar, pero cuando se plasman las preferencias en las urnas o en la cotidianeidad, la vara desciende abruptamente y todos se conforman con lo que está a mano, sin chistar lo suficiente, reconociendo mansamente que no se encuentran mejores alternativas que las visibles.
Tanto se han naturalizado los disparates que lejos de generar enojo, buena parte de la sociedad opta por explorar otras aristas de cada locura política dedicándose a crear “memes”, hacer chistes al respecto o bien postear en las redes sociales descargando su bronca y filosofando hasta el infinito sobre las causas profundas de semejante deterioro.
Lo cierto es que ese círculo vicioso se ha configurado en una rutina y habrá que decir que la política lo sabe. Se puede hacer casi cualquier cosa que la gente sólo protestará por unos días para luego enfocarse nuevamente en sus problemas tangibles y olvidar las barbaridades que acontecen a diario.
La política no cambiará un ápice su dinámica permanente. En primer lugar, porque sus intereses están allí y por lo tanto sus energías están dedicadas a edificar poder porque eso les posibilita hacer negocios que de otro modo no podrían. Para acceder a ese sitial o permanecer en él precisan juntar votos. El único modo que han descubierto para alcanzar esa meta es distribuir recursos ajenos haciendo favores que ellos capitalizan y otros pagan.
Aflora otra razón más potente por la cual los dirigentes no tienen incentivos para modificar su esquema habitual. Es que hasta ahora la evidencia empírica les dice que pueden hacerlo, ya que los votantes se enfadan, pero no lo suficiente como para que ese incidente impida la continuidad.
De tanto en tanto, un partido cede su espacio al adversario, pero la rueda sigue girando sin pausa alguna. Ese es un daño colateral para los líderes circunstanciales. Es sólo un impasse, un instante en el que se suspende la inercia, pero luego todo vuelve para que la “fiesta” pueda proseguir.
Una sola amenaza se asoma para estos canallas del poder. Ellos no les temen a sus opositores, ni a los resortes institucionales que pueden limitar sus fortalezas. En todos esos casos se trata de meras negociaciones. Esos son asuntos habituales para estos rufianes expertos que saben cómo moverse en ese pantano que ellos mismos construyeron.
A lo que le tienen pánico es a la gente. Los políticos nunca se jubilan. Los retira la sociedad cuando se harta de ellos. Lo que viene pasando es que se suceden unos a otros y las versiones disponibles empeoran el panorama.
Como mecanismo de supervivencia los malandras reemplazan personajes, se renuevan parcialmente, pero es sólo a los efectos de disimular para continuar en la cima, aunque algunos históricos también perduran haciendo daño desde hace décadas.
Habrá que asumir que no existen motivos suficientes para que esto mágicamente se interrumpa y lo virtuoso se imponga. Las esperanzas vacías no son el camino. En todo caso hay que pensar en cómo alimentarlas con ingredientes que efectivamente abran la puerta a la posibilidad de que todo empiece a salir mucho mejor y se pueda ver una luz al final del túnel.
La ciudadanía es la que debe hacer el “clic”, dejar de esperar que algo ocurra y comprender que para que esto pueda ser diferente y el país encuentre un sendero hacia el éxito deberá protagonizar ese proceso.
Seguir aguardando a que aparezca el mesías es muy ingenuo y además extremadamente peligroso. Las naciones que progresaron no lo hicieron de la mano de un iluminado, sino de un conjunto de personas que generacionalmente tomaron la determinación de salir de su zona de confort, tomar riesgos significativos y asumir el desafío de inmolarse para que sus hijos y sus nietos pudieran disfrutar de ese enorme esfuerzo.
El cortoplacismo que impregna el presente es un enemigo realmente temible. La comodidad y la abulia generalizada que abunda en esta era son los cómplices perfectos de esa casta de usurpadores profesionales.
Para soñar con un futuro mejor hace falta asumir un rol mucho más preponderante y no sólo acompañar a otros, ser consciente del sacrificio que habrá que hacer durante años y además aceptar que la postura adecuada no ofrece garantía alguna, sino que se constituye sólo en un requisito indispensable para tener cierta chance de obtener una victoria.
Definitivamente, es el turno de la gente. No hay forma de salir de esta tragedia eterna sin un cambio de actitud relevante y esa transformación no la encabezará jamás la política por sí misma, sino que tendrá que ser la ciudadanía la que marque el rumbo y empuje en el sentido correcto. Hasta que eso no suceda nada cambiará. Va siendo hora de admitir que esta pasividad cívica es funcional al poder. Ese es el talón de Aquiles del sistema. Es allí donde habrá que poner el máximo esmero para superar este drama.
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