La inflación es un fenómeno que se remonta a los años del Imperio romano. Como es de público conocimiento, la palabra dinero proviene del latín denarius, que era una diminuta moneda de plata creada en la República romana. Fue Nerón quien comenzó a reducir el contenido metálico de la moneda quitándole su valor real. En el siglo III el emperador Diocleciano, frente a un evidente proceso inflacionario real, promulgó su famoso edicto de precios controlados. Es un fenómeno milenario, lo que nos deja todavía peor parados: no aprendimos nada.
Los argentinos cerramos el 2022 con una inflación de 94,8%, la cuarta más alta del mundo detrás de Venezuela, Zimbabue y Líbano. Este gobierno superó todas las inflaciones anuales en los últimos 31 años de la historia económica de nuestro país. El kirchnerismo batió sus propios récords, y hoy tenemos la cifra más alta desde 1991.
Algo que comparten con Argentina todos estos países mencionados —además de altos niveles inflacionarios— es un condimento perfecto para la hecatombe económica: un Estado de tamaño descomunal. Allí el Estado es increíblemente grande. Con elevados niveles de empleo público y burocracias que conducen a la corrupción, los políticos tienen los incentivos perfectos para enriquecerse a costa de los que producen y trabajan. No existen límites al poder, no hay división de poderes y falta libertad económica. Sin ir más lejos, hace unos días un informe de Human Rights Watch reflejó que en Argentina “se ha socavado de forma progresiva el Estado de derecho”.
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Continuemos con la inflación. A la hora de las definiciones, por lo general comprendemos a la inflación como “el aumento generalizado de los precios”. En realidad, ésta es la última consecuencia del proceso inflacionario. La causa de la inflación es la emisión monetaria; es decir, la impresión de moneda por parte de los organismos sin límites de banca central que responden a los Gobiernos, que hacen uso de la emisión como una herramienta para obtener dinero con el objetivo de financiar su caja de reparto populista. Como bien lo describió Ricardo López Murphy, la inflación es un impuesto a los saldos monetarios.
La inflación tiene consecuencias nefastas para la economía, tales como el aumento de las tasas de interés, el deterioro de los ingresos o la devaluación (esta última implica la reducción del valor de una moneda nacional en términos de las monedas extranjeras, pues una devaluación abarata las exportaciones del país y encarece sus importaciones). De la mano de la inflación, aparecen una pérdida del poder adquisitivo, una caída en el ahorro de las personas, un aumento de los precios y una depreciación de la moneda.
En pocas palabras, la inflación es un impuesto no legislado, y se trata del impuesto más injusto de todos, que además lo padecerán mucho más los más pobres de la sociedad porque no tienen un sobrante que puedan colocar en otros bienes para preservar su valor. Y mucho más en una economía tan destruida (por malas políticas, malas decisiones y terribles gobernantes), cerrada, aislada, controlada y proteccionista como la nuestra.
Bajo el gobierno grande e interventor, la emisión monetaria les genera una especie de bonanza artificial en una burbuja que dura un período breve, que al desvalorizar el dinero le quita poder adquisitivo. Esto va generando adaptaciones de precios como una reacción en cadena, alterando los valores relativos entre productos y servicios y generando una gran desorganización y desorientación de la producción. Recién al final los precios se adaptan, y cuando esa adaptación llega a los salarios termina la destrucción inflacionaria. Todo el daño se ha hecho en el ínterin. No resulta fácil de advertir porque los Gobiernos que recurren a la inflación no lo hacen como un solo golpe, que el mercado pueda metabolizar y superar, sino como una fuente permanente de financiamiento de un gasto que no creen que deban controlar.
Para entenderlo mejor podemos describir el proceso inflacionario con un ejemplo sencillo. Imaginemos que en una economía ficticia existen únicamente dos paquetes de azúcar y que en la misma economía solamente hay 100 pesos en circulación. Por ende, cada paquete pasa a costar unos 50 pesos. Imaginemos que el Gobierno llega con la idea de aumentar el gasto público, pero, como no le es suficiente con impuestos o deuda, decide imprimir billetes y solicita al banco central que emita unos 900 pesos más para el financiamiento de más planes sociales (que si fueran la solución a la pobreza, nuestro país debería ser el más rico y exitoso del mundo) o la fiesta de cumpleaños de sus familiares o sus propias vacaciones. Lo que sucede a continuación es que en la economía hay un circulante total de 1.000 pesos. Esto se traduce en que cada bolsa de azúcar, en vez de costar 50 pesos, pasa a costar 500 pesos.
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Lo que se infla no son los precios, es la moneda, el dinero circulante. Los precios simplemente reaccionan y responden a la nueva cantidad de masa monetaria que circula en la economía. La responsable del aumento de la inflación termina siendo la expansión de la oferta monetaria.
Como última advertencia, solo recordar que modelos populistas como el kirchnerismo no se combaten con populismos de derechas que tienden a hacer énfasis únicamente en la reducción de impuestos. Nuestro país necesita una respuesta amplia, sin nacionalismos absurdos, sin políticos mesiánicos, sin cantos de sirena, sin violencia, sin unir la religión al poder, sin querer imponer sus valores por la fuerza a través del Estado que tanto dicen querer reducir pero que, pareciera ser, en realidad solo buscan reorientar hacia su propia conveniencia. Nuestro país tiene que deshacerse de todos los populismos.
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