Buenas noticias: este año cumpliremos cuarenta años de democracia ininterrumpida, también tendremos elecciones generales. Nueva oportunidad para mejorar la vida pública y saltar a un futuro de mayor bienestar. Pero no, todo indicaría que seguiremos dando vuelta a la noria y hundiéndonos en una realidad cada vez más pantanosa.
“Las crisis argentinas son recurrentes desde hace largas décadas y se han producido bajo gobiernos de distinto signo. Son determinantes para ello problemas de indudable gravedad que no logramos resolver, como la magnitud de la pobreza, la corrupción sistémica, la imposibilidad de estabilizar un proceso de crecimiento y la de consensuar mínimas políticas de Estado en temas cruciales como la educación, la salud, la seguridad, el trabajo y reglas básicas estables en materia económica que permitan desarrollar las actividades con un razonable grado de previsibilidad”. Ese fue el primer párrafo de la declaración inicial de Argentina Conversa, de mediados de 2019 -también año de elecciones generales-, mediante la cual más de un centenar de personas de dilatada trayectoria en sus diversas actividades y de muy distintos orígenes e ideas, planteamos como problemática prioritaria de la sociedad argentina. Cada una de las frases de esa declaración, sigue teniendo plena vigencia: “Lo habitual es la confrontación, la falta de respeto por la diferencia o, directamente, la descalificación de quien piensa distinto. Esto se acrecienta aún más en años electorales como el presente. Hay, en paralelo, una notable falta de apego a la ley que nos acerca a una peligrosa anomia. Un elevado porcentaje de la sociedad no confía en los poderes del Estado ni espera de la Justicia una resolución fundada y razonable de situaciones conflictivas. La dirigencia política, económica y social afronta, igualmente, un fuerte desprestigio”.
Al cuadro de situación que describíamos, meses antes de las elecciones en las que fue electo el actual gobierno, se añade hoy una distancia cada vez mayor entre la dirigencia y la sociedad. La grieta más profunda es entre la ciudadanía y la dirigencia política. Basta para constatarlo ver cuáles son los temas que debaten -o usan para descalificar al otro- quienes gobiernan o quienes pretenden hacerlo y compararlo con las preocupaciones reales de la inmensa mayoría de la población vinculadas al empeoramiento de los mismos problemas de fondo que nos acompañan desde hace tanto tiempo, como la inflación, la inseguridad, la pobreza y la desigualdad crecientes.
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Otro aspecto preocupante, que persiste, es la imposibilidad de lograr acuerdos básicos, consensos y reglas estables sobre algunos puntos sin los cuales no hay país que haya logrado afianzar el bienestar de sus habitantes. Por el contrario, a pesar de que todas las encuestas reflejan un deseo mayoritario en esa dirección y un fuerte rechazo hacia los extremos de la grieta, la agenda de la política pasa por la descalificación y la agresión al de enfrente. En paralelo el doble estándar alcanza niveles superlativos y absurdos con los cuales sólo pequeños grupos de fanáticos pueden convivir sin avergonzarse. Lo que en la otra vereda se ve como corrupción grave e insoportable, en la propia se justifica con argumentos que no resisten análisis. Lo que se define como agresión a las instituciones en el opuesto puede llegar a reivindicarse si lo hace el propio.
Lo dicho no significa igualar para abajo; no se trata de citar a Discépolo y afirmar que “todo es igual, nada es mejor” sí, en cambio, resaltar que no hay salida si no aprendemos a juzgar las conductas con una misma vara, de comprender, por citar uno de los males más dañinos que nos afectan, que la corrupción o los ataques a las instituciones, no tienen signo político.
Remarcaba la declaración de Argentina Conversa: “Sin reglas claras y consensos en los temas más urgentes, el año electoral sólo puede potenciar las diferencias, ahondar los problemas y alejarnos de las soluciones. En ese contexto, el resultado de las elecciones, cualquiera que sea, no será suficiente para enfrentar la compleja situación que arrastramos hace décadas”.
La realidad, muy a nuestro pesar, no sólo ha demostrado el acierto de aquellos conceptos sino que los hace aún más válidos con vistas a las elecciones de este año que, por cierto, no generan en la sociedad grandes expectativas ni esperanzas. La dirigencia no ha sido capaz siquiera de emitir un pronunciamiento conjunto ante el reciente asalto a la democracia en Brasil; por el contrario, sucesos de semejante gravedad fueron utilizados para seguir profundizando la polarización y la triste pelea interna, absurda e inconducente.
La Argentina no sólo tiene los recursos materiales y humanos necesarios para superar esta tan delicada situación; en su seno vive el deseo de lograrlo. El reciente logro de un nuevo título mundial de fútbol demostró hasta qué punto ese potencial existe y se expresó en la impresionante celebración de millones de personas que, a lo largo y a lo ancho del país, compartieron momentos inolvidables en un clima de armonía y disfrute colectivo. El ejemplo de quienes nos representaron en ese torneo, su compromiso, el espíritu de equipo, la humildad alejada de toda soberbia, el trabajo serio sostenido por años, son referencias valiosas a considerar.
Aquella declaración de 2019 invitaba a “iniciar una Conversación Nacional, multiplicada a lo largo y ancho del país, en la cual participen todas las ciudadanas y ciudadanos que tengan la predisposición a ser parte de un verdadero cambio cultural, integrantes de organizaciones empresarias, sindicales, sociales, funcionarios e integrantes de las diversas fuerzas políticas, sin exclusiones ni limitaciones”.
Si queremos superar nuestras frustraciones y recrear lo bueno y mucho que tenemos nos debemos una “Conversación Nacional” para aprender a trabajar juntos sobre el país real para llegar al país que aspiramos. Sería el mejor homenaje a los cuarenta años del sueño democrático de 1983.
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