Durante los últimos meses, como todos los años previos al periodo electoral, presenciamos la utilización del clientelismo electoral en todo su esplendor. Este año ha tomado la forma de bonos de fin año para los empleados públicos y hasta el momento, el ranking lo encabeza el gobernador de Santiago de Estero, Gerardo Zamora, con un bono para los estatales provinciales de $200.000, sumado a una paritaria del 95%. Mucho más modesto este año, Gildo Insfrán les otorgará a los estatales de su provincia Formosa, un bono de sólo $30.000 junto a una paritaria que totalizará el 80%.
Por supuesto estos casos no son las excepciones, más bien la regla observada en los gobiernos provinciales principalmente al norte del país, donde los asalariados públicos provinciales superan el 50% del total empleo registrado. Por caso en Santiago del Estero ronda el 54% mientras que en Formosa supera el 59%.
Debe tenerse en cuenta que provincias como Santiago del Estero o Formosa generan sólo el 0,96% y el 0,41% del producto respectivamente, y por lo tanto de los recursos fiscales, mientras que reciben por su parte el 3,94% y 3,49% de la distribución de la totalidad de los recursos coparticipables. Para tomar dimensión, la Ciudad de Buenos Aires genera el 21,1% del producto y de los recursos fiscales, pero sólo recibe el 2,2%. Vale aclarar que no se hace referencia a la recaudación por jurisdicción correspondiente el domicilio fiscal, donde la Ciudad de Buenos Aires concentra el 70,1% sobre los tributos coparticipables, sino al aporte de las jurisdicciones al producto interno bruto.
Esto no es más que una de las caras del sistema político-clientelar, alimentado principalmente gracias a un esquema de coparticipación anacrónico y discrecional, que premia a los gobernadores alineados con la Casa Rosada y castiga al resto.
La coparticipación federal
Si bien desde 1935 ha existido algún sistema de coparticipación federal, el actual régimen de distribución recursos fiscales entre la Nación y las Provincias nació en enero de 1988, más sobre la base pujas de poder y recursos, que como asignación en función de la población y corrección de asimetrías de desarrollo productivo entre las provincias, fundamentos que habían caracterizado la evolución de los regímenes hasta inicios de los ‘80. El vigente esquema se sancionaba así por dos años, plazo en el que debía llegarse a un acuerdo sustitutivo.
Pero ni siquiera la reforma constitucional de 1994 que incorpora, y enquista, el régimen de coparticipación en su art. 75, y por el cual debía establecerse antes de la finalización del año 1996 un esquema en el que la distribución entre la Nación, las provincias y la ciudad de Buenos Aires y entre éstas, se efectuara en relación directa a las competencias, servicios y funciones de cada una de ellas contemplando criterios objetivos de reparto, logró que haya acuerdo entre las provincias, habiéndose vencido hace 32 años el plazo constitucional.
Cuando observamos la brecha entre los recursos que generan las jurisdicciones y los recursos que entregan o reciben, salta a la vista el por qué llevamos más de tres décadas sin acuerdo. Son ocho jurisdicciones financiando a las restantes dieciséis, donde sistemáticamente la Ciudad de Buenos Aires es la más perjudicada, habiendo entregado en 2021 el 90% de los recursos fiscales que produjo. En el otro extremo de la distribución, Formosa ocupa el primer lugar en recursos recibidos, multiplicando por siete veces y media los recursos fiscales generados.
Si analizamos la distribución de los recursos por habitante, nuevamente la Ciudad de Buenos Aires sigue en el último lugar del reparto con $46 mil recibidos en 2021, considerados a poder de compra de noviembre pasado, o $48 mil si incluimos el importe de subsidio al transporte público de pasajeros por habitante de la Ciudad. El ranking lo encabeza Tierra del Fuego con $432 mil por habitante, casi diez veces más que la Ciudad de Buenos Aires. Esto explica políticas llevadas a cabo en la austral provincia, como son llevar la edad jubilatoria a 55 años para sus estatales haber incrementado en casi cinco mil asalariados la planta permanente de empleados públicos. Es sencillo cuando el esfuerzo lo hacen otras jurisdicciones.
El uso político del empleo público se vuelve más claro cuando observamos la estrecha tendencia entre el aumento en el nivel de empleo público sobre empleo registrado en las administraciones provinciales y la mayor brecha positiva de coparticipación que analizamos previamente. Sin embargo hay que tener en cuenta que los estatales públicos son víctimas y rehenes de un sistema político que desde hace más de una década se ha encargado de erosionar la inversión privada y por lo tanto las oportunidades de empleo formal de calidad.
La coparticipación como está hoy definida funciona como un ancla que frena el desarrollo económico, que privilegia el gasto público y la corrupción, por sobre la inversión. Más aún, la coparticipación federal es un sistema bajo el cual se torna estéril cualquier discusión de reforma impositiva necesaria para propiciar la inversión, y replica a gran escala la política de asistencialismo y el pobrismo de las últimas dos décadas. De la misma forma en que los planes sociales han fracasado en su objetivo de sacar a las personas de la pobreza, ha fallado en corregir las asimetrías de desarrollo económico, estancando no sólo a las provincias subsidiadas, en las cuales se han perdido los incentivos para crecer económicamente, sino también a aquellas que deben compensar el saqueo de sus recursos fiscales con tributos internos económicamente regresivos, generando importantes desincentivos a la actividad económica.
Un sistema alternativo
En un esquema alternativo hipotético, donde la distribución de recursos se hiciera en función de la población radicada en las provincias, considerando por ejemplo que un ingreso adecuado para que las provincias puedan brindar los servicios esenciales que les permitan a sus habitantes ejercer su libertad, como son la seguridad, la justicia, la educación y la salud, fuera igual al monto recibido por habitante y en conjunto por la Provincia de Buenos Aires y la Ciudad homónima, presentaría la siguiente brecha entre ingresos fiscales generados y producidos.
La Ciudad de Buenos Aires seguiría siendo la jurisdicción que más aporta, entregando el 38% de los recursos en lugar del 90%, y Formosa en el otro extremo también seguiría siendo la más beneficiada, pero sólo recibiendo casi dos veces lo que genera en lugar de más de siete.
Un sistema así planteado, no depende de favoritismos ni ambiciones políticas, es respetuoso del esfuerzo productivo de los habitantes de cada provincia, y a la vez reconoce que algunas jurisdicciones pueden temporalmente tener menores oportunidades de desarrollo. Es también extremadamente simple, lo que permitiría el control cruzado entre las jurisdicciones, y de la propia ciudadanía. Es independiente de las consideraciones particulares que cada jurisdicción pueda plantear, y que dan lugar a las arbitrariedades a las que estamos acostumbrados, lo que a su vez fortalece la autonomía provincial.
Además, el porcentaje a distribuir en un sistema así planteado sería menor cuanto más productivas son todas las provincias, por lo que mientras más ingresos producen, más ingresos quedan dentro de cada una de ellas, lo que generaría los incentivos correctos para el crecimiento económico de cada jurisdicción. Sobre todo, es menor cuanto menores son los fondos destinados a cubrir los gastos nacionales, incentivando así que todas las jurisdicciones le reclamen a la Nación la mayor austeridad en el ejercicio de sus funciones.
Pero más allá de la forma que pueda adoptar, es indudable la imperiosa necesidad de acordar nuevo sistema de redistribución, uno que genere incentivos para la inversión y la creación de empleos productivos, basado en la competencia, así como en la responsabilidad y correspondencia fiscal entre los ingresos y gastos, que por lo tanto que propicie el crecimiento económico sostenible y permita erradicar finalmente la brutal pobreza que condena a gran parte de los argentinos.
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