Mi padre fue miembro de la comisión directiva de un importante club en mi provincia natal. El fútbol poseía una fuerte carga significativa para la vida familiar, y los ritos futbolísticos fueron moneda corriente en mi infancia y adolescencia, de manera natural. Esta repetición hizo realidad aquel diálogo entre el zorro y el Principito en el famoso libro de Antoine de Saint-Éxupéry:
—Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito? —dijo el Principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día sea distinto de otros días, una hora, distinta de otras horas…” .
Un rito de fin de semana
Ir a la cancha no era solamente ir a ver un deporte. Implicaba acompañar a papá en una serie de acciones que se repetían domingo a domingo. Todo comenzaba con nuestra llegada en el Ford Fairlane 500 de la década del 70. Apenas bajábamos, el privilegio de omitir la fila de ingreso, abriéndonos camino entre la muchedumbre, mientras los cantos de la hinchada en las afueras del estadio —al modo de una música cuasi litúrgica—aclimataban el solemne momento, entremezclándose con las voces que saludaban a mi padre en distintas tonalidades: “¡Doctor!, ¡doctor!”.
Una vez adentro, el infaltable abrazo con algún miembro de la comisión directiva, y un comentario que expresaba la expectativa del partido en cuestión. El recorrido seguía con la mano en alto —grito de por medio— hacia los jefes de la barra, y la atenta escucha de la necesidad de algún padre de las inferiores que siempre nos interceptaba en alguna parte del camino. Visita a los vestuarios, palabras de aliento a cuerpo técnico y jugadores, y a la tribuna. El clímax se daba en la procesión de ingreso de los miembros del equipo al campo de juego. En el entretiempo, siempre un vaso de Coca. Si ganábamos y había entusiasmo, salía el chori. Canciones, bombos, gritos, abrazos, puteadas, propagandas en altoparlantes deficientes. Alguna que otra vez, entrevista de radio sobre el final, y de nuevo al Ford Fairlane, para volver a casa.
Esto acontecía religiosamente cada fin de semana, independientemente de que yo acompañara a mi viejo o no. El triunfo o la derrota de cada partido afectaban el clima familiar. La coronación de un torneo era una expectativa prolongada. El bienestar de jugadores, cuerpo técnico, inferiores y comisión directiva, una preocupación permanente. A veces parecía que el club era un hermano, un hijo más de papá y mamá.
Una existencia sacramental
¿Qué había allí? ¿Era sólo un deporte? Recuerdo un spot publicitario del mundial del 2014, cuya voz en off rezaba de esta manera: “¿Qué es lo que nos apasiona tanto? ¿Ganar la copa? ¿O hay otra cosa que también se esconde detrás de ese símbolo? Porque, ¿no es un símbolo? ¿No se materializan en esa copa otros deseos más inconscientes?”
Lo cierto es que el hombre es un ser simbólico. Las palabras le significan cosas y las cosas le significan otras cosas. Su inteligencia le permite “leer dentro”, ver más allá. Esto es justamente la sacramentalidad: la posibilidad de experimentar realidades que van más allá de lo material, utilizando como vehículo la misma materia. Una idea que el mundo materialista actual tiene un poco olvidada, pero que no puede desterrar del todo, porque de algún modo la necesita para vivir.
Para dos amantes, una rosa, un beso y un abrazo no son solo eso. Son un punto de conexión con una realidad más amplia de lo que vemos y tocamos: el amor. La cena familiar de Navidad no es un mero alimento: es una experiencia que nos adentra en el misterio de la familia. Esto es simplemente porque el hombre no tiene un cuerpo y un espíritu, sino que es cuerpo y espíritu. De allí esa posibilidad de descubrir el sentido trascendente de realidades materiales: un anillo, una bandera, un paisaje... Una casa con sentido deja de ser una mera construcción, y pasa a ser un hogar. Por eso podemos decir, en sentido amplio, que una casa es sacramento de la familia. No agota el misterio de la familia, pero lo hace presente. Y como éste, los ejemplos serían interminables.
Ya a mediados del siglo pasado, Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI, hablando de la dificultad del hombre contemporáneo para asumir la sacramentalidad, se animaba a expresar la existencia de sacramentos naturales —el nacimiento, una comida, la muerte, un paisaje, etcétera— (en Ser Cristiano, “El fundamento sacramental de la existencia cristiana”, Ed. Sigueme, Salamanca: 1967). Pero también hay sacramentos culturales. Experiencias de ritos y costumbres de un pueblo que nos dan la posibilidad de hacer presente y trascender hacia realidades que los superan. Aquí llegamos al punto en cuestión: el fútbol, en particular el mundial, adquiere matices de rito cultural que nos abre a realidades que van más allá de la pelota. Por eso podemos decir, en sentido amplio, que es un sacramento.
El mundial, un sacramento
Visto como una simple competencia, el Mundial no deja de ser algo superficial. Pero al asumirlo como realidad sacramental, uno conecta con cosas inmensas. Esa experiencia de “conexión” se da por lo que los antiguos —entre ellos, Platón y Aristóteles— llamaban mímesis (imitación). Imitación no porque sea falso o irreal, sino porque es imagen, reflejo de una luz superior. Además, no agota toda la realidad que comunica, sino que lo hace de modo participado. Es que el Mundial es, de algún modo, una imagen de la vida. Juan Pablo II decía que la lógica del deporte es también la lógica de la vida: “Sin sacrificio no se obtienen resultados importantes, y tampoco auténticas satisfacciones” (Homilía Jubileo de los Deportistas, 29/10 de 2000).
Y al poseer la lógica de la vida, el Mundial fue imagen de muchas cosas más; también nos metió en el misterio de la familia. No solo por el testimonio de Messi, sino porque de golpe hijos y padres que se mensajeaban y saludaban cada tanto tenían algo de qué hablar y experimentar juntos. Familias enteras ahora compartían cenas y almuerzos por causa del Mundial. El abrazo de Lionel Scaloni con su hijo, ¡cuánto nos habló de paternidad, una realidad menospreciada y tan necesaria en la Argentina de hoy! La gratitud y la confianza en Dios latente y constante en los gestos y declaraciones de “La Pulga”, quien dijo: “Sabía que Dios me lo iba a regalar”. La superación de una derrota, el trabajo en equipo, la amistad, la perseverancia, la audacia, la entrega del último aliento, la humildad presente en tantas conferencias de prensa… Y podríamos seguir con una larga lista.
Toda esta intensa conexión con tantas realidades produjo en gran parte de la población una experiencia de liberación interior, aquello que Aristóteles llamaba “catarsis”. La catarsis es una experiencia purificadora de las emociones humanas, como fruto de la contemplación estética. Había tanto afán interior de amor, audacia, victoria, superación…, que la contemplación de estas imágenes durante los partidos del mundial nos hizo creer por un ratito que tuvimos eso que tanto anhelábamos. Es que como dice Tomás de Aquino: “contemplar es de algún modo poseer”. Lo tuvimos a través de ellos, fue breve y frágil, pero no fue solo ilusión.
Un sacramento de argentinidad
Entre todas las realidades con las que nos conectó el Mundial, hay una que destaca o, mejor dicho, que integra a todas: la argentinidad. Todo lo vivido desde el 20 noviembre no hizo más que actualizar y hacer presente el misterio de nuestra identidad nacional. Algo que se vive y no puede explicarse. Ese que integra geografías heladas y geografías tropicales. Al criollo dispuesto a la gauchada, y también al Viejo Vizcacha. El que tiene Madre Patria, y también Padres de la Patria. El que ha visto miles de inmigrantes repletos de nostalgias y cargados de ilusión. El que sabe de pibes convertidos en héroes bajo el viento sur helado, y de otros, que murieron de hambre en un lugar no tan lejano. Ese que está siempre bajo la tierna mirada de una mujer, de aquella que ha querido vestirse con nuestra bandera, la Virgen de Luján.
Y fue así cómo, entre tanta confusión, entre la Biblia y el calefón, el domingo 18 de diciembre de 2022 nos volvimos a sentir Nación. Nos contemplamos admirados, como pueblo, con lo bueno y lo malo. Nos sentimos uno, nos sentimos argentinos. Nos sentimos orgullosos de ser argentinos.
El partido que nos toca todos
Por supuesto que todo esto ha sido un momento. Muy intenso, por cierto, pero sólo un momento. Y podríamos decir con cierta razón que todo lo vivido no es patriotismo, que el país sigue muy mal a nivel social, cultural, económico y político. Que el Mundial también tiene cosas malas y superficiales. De hecho, podríamos hacer una larga lista de elementos reales y puntuales muy reprochables que deja el Mundial. O incluso, podríamos argumentar que todo este fenómeno de argentinidad “berreta” es peor que la ausencia de argentinidad. Bien valdría recordar las palabras de un demonio creado por C. S. Lewis: “Busca que los cristianos recen, pero que no lo hagan en serio. Haz que sean vagamente devotos. Pues una religión moderada es mejor para el diablo que la falta absoluta de religión” . Un patriotismo de cotillón nos enferma más que la falta de patriotismo, y eso es malo.
Pero también son válidas las palabras de Cristo, en el Evangelio según San Mateo (13, 24-30): “Un hombre sembró buena semilla en su campo, pero mientras la gente estaba durmiendo, vino su enemigo, sembró malas hierbas en medio del trigo, y se fue. Cuando el trigo creció y empezó a echar espigas, apareció también la maleza. Entonces los trabajadores fueron a decirle al patrón: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, viene esa maleza? Respondió el patrón: Eso es obra de un enemigo. Los obreros le preguntaron: ¿Quieres que arranquemos la maleza? No, dijo el patrón, pues al quitar la maleza, podrían arrancar también el trigo. Déjenlos crecer juntos hasta la hora de la cosecha”. A veces no todo es trigo limpio, blanco o negro. O mejor dicho, casi siempre todo tiene tonalidades de grises. El bien en lo concreto de la vida se va entremezclando con cosas no tan buenas, o incluso malas, sin embargo el desafío no está tanto en obsesionarse con erradicar el mal, sino afanarse por la promoción del bien para “vencer al mal a fuerza de bien” (Rm 12, 21).
No he pretendido hacer una valoración moral del Mundial, sino tratar de interpretar el fenómeno social y del significado del fútbol para nuestra cultura nacional. Creo que hay mucho para escribir y reflexionar. Lo que queda claro es que el Mundial nos ha inspirado, y que hay mucho por hacer en nuestro país.
¿Por qué? Porque estamos mal. Pero vale acá una sentencia de G. K. Chesterton: “Los cuentos de hadas son más que reales, no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”. Algo de esto hay en el Mundial. Esta selección nos ha enseñado que todo lo que le falta a la Argentina necesitamos hacerlo, podemos hacerlo, debemos hacerlo. Una Argentina mejor: este partido es el más importante, ¡y ya empezó! Hoy más que nunca, encarnemos aquellas palabras de Ortega y Gasset: “¡Argentinos, a las cosas!”.
PD: Un agradecimiento especial a Chini Bolsón por la tremenda foto del niño con la “10″ frente al grafiti de “Dios no existe”.
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