Con el antirracismo de hoy sucede lo mismo que con el feminismo y el indigenismo: para existir y crecer, éstos inventan el patriarcado en el presente y el genocidio en el pasado, respectivamente. Siguiendo ese patrón, el nuevo antirracismo necesita detectar la persistencia de un racismo sistémico o estructural incluso allí donde éste nunca existió.
La pregunta por la ausencia de negros en la Selección argentina en el Mundial de Qatar, formulada en un artículo de opinión publicado el 8 de diciembre pasado en el Washington Post (“¿Por qué Argentina no tiene más jugadores negros en el Mundial?”), y que a primera vista puede parecer una pregunta absurda y nada más, responde en realidad a una tendencia: la de la reinvención del racismo. En nombre del antirracismo.
El virus de la autodestrucción que aqueja a la cultura occidental desde hace varias décadas tiene mutaciones: una de sus variantes es un antirracismo de nuevo cuño que denuncia supremacía o privilegio blanco en todas partes.
Es entendible que en los Estados Unidos subsista la memoria traumática de la esclavitud o, más cerca en el tiempo, de las leyes de segregación racial. O, en ciertos países europeos, el pasado de esclavistas de sus élites coloniales. Pero proyectar esos fantasmas sobre otras sociedades es una tendencia frecuente entre los intelectuales del primer mundo, a los que les cuesta pensar la realidad ajena por fuera de categorías que sólo son aplicables a la propia.
Allí radica uno de los grandes fallos del artículo. Si formular la pregunta correcta es un primer paso indispensable para cualquier investigación rigurosa, una pregunta irrelevante lleva a respuestas erróneas; salvo que sean intencionadas.
Sorprenderse por la supuesta blancura de nuestro Seleccionado en Qatar es ignorancia histórica; disculpable tal vez en un extranjero. ¿Pero cómo explicar que en el año 2020 el gobierno argentino haya declarado que, en la actualidad, en nuestro país, “opera un racismo estructural”? Para señalar luego la necesidad de dar “un paso fundamental en el camino hacia la equidad étnico-racial”. Esto, en el país del 43 % de pobres y una distribución cada vez más desigual.
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El hecho de que la Argentina no haya tenido en el pasado una economía de plantación ni ningún otro modo de producción basado en la explotación masiva de mano de obra esclava -como fue el caso de Brasil, de Cuba o de Estados Unidos, por citar sólo algunos ejemplos-; o el hecho de que no hayamos tenido un sistema normativo de apartheid o de segregación racial, que sí hubieran permitido hablar de racismo sistémico, no parece importar a los cráneos del Gobierno que promueven estas iniciativas..
La única explicación posible es su deseo de subirse a la ola del antirracismo de nuevo cuño que se expande por el mundo -occidental- y que acusa a países cuya población es mestiza de estar ocultando -invisibilizando es la palabra favorita- a toda una comunidad étnica.
Lamentablemente, heridos por la derrota en la final de la Copa del Mundo, algunos comentaristas deportivos europeos se están plegando a la moda de denunciar racismo por algunas burlas contra integrantes de otros seleccionados.
“GRACIAS, NEGRITO”
Esto recuerda al malentendido que tuvo lugar en diciembre 2020 con el jugador uruguayo Edinson Cavani: la Federación Inglesa de Fútbol (FA) lo castigó tan severa como injustamente por decirle “gracias, negrito” a un amigo que le escribió un mensaje en redes. El apelativo “negrito” fue interpretado como racista, cuando bien sabemos que en nuestros países no lo es y que hasta decimos “negro o negra; negrito o negrita”, de modo cariñoso sin necesaria correspondencia con el color de la piel. Cavani recibió una suspensión de tres partidos y una multa de 100 mil libras esterlinas (unos 136.000 dólares). Ese es el precio de la hipocresía, no de Cavani, sino de los directivos del fútbol inglés: los argentinos y los uruguayos podemos llamar cariñosamente “negrito” a alguien porque no somos países estructuralmente racistas. Ni lo fuimos en el pasado.
En diciembre de 2020, hubo un incidente en la Champion League: un árbitro rumano usó la palabra “negru” para identificar a un jugador y estalló la polémica por lo que fue leído como un insulto racista. En referencia a este episodio, un empresario y escritor francés, Denis Monneuse, escribió un artículo premonitorio, titulado “Vemos racismo en todas partes” (On voit du racisme partout; Causeur, 11/12/20), evocando el tiempo en que vivió en Sudamérica, que hoy podría ser usado como alegato en defensa de la selección argentina (y de Edinson Cavani).
“Cuando jugué al fútbol en Perú -escribió Monneuse-, me llamaban ‘flaquito’. Otros eran apodados ‘el gordo’ y todos lo tomaban como sobrenombres; nadie denunciaba gordofobia. El sobrenombre de un ex jugador del PSG, Javier Pastore, era ‘el Flaco’. Los periodistas franceses a veces lo llamaban así y que yo sepa nadie les hizo una demanda por prejuicio anti-flacos. Por lo tanto, es gracioso que sea el medio del fútbol el que hoy se ofusque porque una persona haya designado a otra por el color de su piel en un contexto muy preciso”.
Si los seleccionados de Francia y otros países europeos tienen muchos integrantes de origen africano o magrebí no es porque sean modelos de no racismo; es por su historia, porque tuvieron colonias en esos países y porque desde hace mucho tiempo reciben un aporte migratorio de ese origen.
Del mismo modo, si Argentina no tiene africanos entre sus jugadores es por historia. Punto.
La problemática racial que afecta a Estados Unidos nos es ajena, aunque también allí, en vez de resolverla, el nuevo antirracismo, representado entre otros por el movimiento Black Lives Matter (BLM), parece quererla incentivar, alentando el resentimiento.
Muchas usinas culturales del Occidente más desarrollado se vienen dedicando en los últimos años a elaborar justificaciones para sustentar una nueva y ruidosa militancia antirracista que, como el feminismo, es mucho más extrema y radical que en el pasado, cuando, en ciertos países sí existían normas de segregación que configuraban ese racismo “estructural” que no existe en el presente.
Una nueva teoría anti-racista (chritical racial theory) postula la existencia de prejuicios inconscientes o implícitos en todas las personas blancas: ese argumento subjetivo es el basamento “científico” que usan para denunciar un “racismo sistémico” y una “supremacía blanca”, a partir de las cuales se puede formular una interminable serie de reivindicaciones y exigencias de reparación.
VER RACISMO EN TODOS LADOS
El racismo hacia los negros es genético en los blancos, sostienen. Aunque ya no haya leyes ni instituciones que releguen a los negros a la categoría de ciudadanos de segunda, el racismo opera de todos modos a través de categorías mentales inherentes al ser humano (blanco), aun cuando éste no sea consciente de ello o lo niegue abiertamente.
Acá no vale el pensamiento ni la acción: basta el color de piel (blanca) para catalogar como racista a una persona.
Ese es el postulado de la “biblia” del antirracismo, Fragilidad blanca. ¿Por qué es tan difícil para los blancos hablar sobre el racismo?, de Robin DiAngelo, una de las autoras de la “critical race theory” (teoría crítica de la raza) que da fundamento a este nuevo movimiento. Entre sus premisas podemos citar: “nadie es inocente de su raza” o “negar que uno es racista es la prueba de que uno lo es”. Frente a este pensamiento circular, tautológico, no hay escapatoria. Generosa, DiAngelo acude en nuestro auxilio y nos ofrece una solución: “Ser menos blanco, que significa ser menos opresivo, menos arrogante, menos seguro, menos defensivo, menos ignorante, más humilde”. Como ella, que también es blanca.
Hacer acto de contrición y aceptar que se es siempre privilegiado y por lo tanto culpable por el solo hecho de ser blanco, sin importar ideas ni condiciones de vida.
Es innegable que en todas las sociedades existen los prejuicios y que a veces éstos están exacerbados en ciertas personas, pero el nuevo antirracismo atribuye ese tipo de sentimientos y actitudes exclusivamente a los “blancos”.
Me pregunto si Robin DiAngelo también trataría de racista al sudafricano blanco Denis Goldberg, arrestado junto a Nelson Mandela, en cuyo partido militaba, y que pasó 22 años en prisión por ese compromiso en la lucha contra el apartheid.
O si diría que los jóvenes activistas blancos Andrew Goodman y Michael Schwerner, asesinados en 1964 junto a su camarada afroamericano James Earl Chaney, por su lucha contra la segregación (hecho relatado en el film Mississippi en llamas), eran racistas sin saberlo.
El nuevo antirracismo, además de una militancia, es también un medio de vida para muchos, porque estas “teorías” dan sustento a una miríada de investigaciones, tesis, coloquios, cátedras... Cuanto más perspectiva de género y de raza, más recursos y visibilidad habrá para cualquier cosa que se haga.
Y no se crea que estamos a salvo de estos “estudios”. Hace poco, un medio local promocionaba el trabajo de un historiador argentino, titulado La pigmentocracia (sic) latinoamericana, que afirmaba que nuestras naciones se construyeron sobre “mitos de mestizaje útiles para ocultar la persistencia de los prejuicios raciales”.
Todo parecido con las afirmaciones de Erika Denise Edward -autora de la columna del Washington Post- sobre la composición étnica de nuestra selección no es casual. Ella sostiene que la Argentina tiene una historia “de eliminación (sic) de los negros en el corazón de la autodefinición del país”. A eso llaman genocidio “discursivo”...
Para Edwards es un “mito” que parte de la población negra haya desaparecido por las guerras de independencia. Sin embargo es bien sabido que se decretaron varias levas -expropiaciones- de esclavos de Buenos Aires para integrar los ejércitos criollos y en especial el de los Andes, a las órdenes de San Martín. Esos esclavos así reclutados serían emancipados al concluir su servicio. Muchos no regresaron de la Campaña de los Andes.
Edwards considera que los matrimonios mixtos también son un “mito”. Se trata de negar el mestizaje o desvirtuarlo, como práctica común desde los orígenes de la Argentina, y como rasgo distintivo de la colonización española. Como no puede negar que existieron esas uniones, afirma que la finalidad era disimular la negrura, dejar de ser discriminado.
En realidad, dice, Argentina puso empeño en construirse como una sociedad blanca, negando a los negros y promoviendo la inmigración de europeos blancos.
El hecho de que Europa fuese entonces un continente que expulsaba población hacia América no parece ser un dato relevante para esta especialista, a la hora de analizar la política gubernamental de inmigración. Tampoco tiene en cuenta un dato que contradice la idea de la inmigración “blanca”: la comunidad sirio libanesa, y árabe en general, es la tercera en número en el país, detrás de españoles e italianos, con aproximadamente 3,5 millones de individuos. Están totalmente integrados y el matrimonio mixto fue un hábito extendido. De hecho, la Argentina ya tuvo un presidente surgido de esa colectividad (Carlos Menem). Y eso no es un mito.
Para Edwards, Argentina eliminó “las categorías raciales en su búsqueda por ser vista como una nación moderna y blanca”. Considera discriminación o aspiración a la supremacía blanca lo que fue integración y mestizaje. ¿Desde cuándo categorizar a las personas según su raza contribuye a la lucha contra el racismo?
No son nuevas estas iniciativas. A partir de postular un inexistente racismo sistémico o estructural, que habría tenido por víctimas a los pueblos “originarios” y a los afrodescendientes, se busca deslegitimar nuestra historia y generar nuevas grietas en el cuerpo social.
En junio de 2019, Jérôme Blanchet-Gravel, periodista y escritor canadiense, jefe de redacción de Libre Média (Quebec), denunciaba el intento de des-mestizar a América Latina. “Por antirracismo indigenista, los militantes decolonialistas norteamericanos cuestionan la existencia misma del Nuevo Mundo, al que quieren depurar”.
Blanchet-Gravel señalaba que cuando esta “corriente de pensamiento no divide a la sociedad”, se dedica a recorrer “el pasado en busca de los mayores tesoros de culpabilidad”.
En el caso de Europa, es el pasado colonial; en el caso del Nuevo Mundo, dice Blanchet-Gravel, es su misma existencia lo que se cuestiona. Cristóbal Colón es el blanco principal de esta negación de Hispanoamérica. Los argentinos lo sabemos muy bien. En el fondo, lo que llaman invisibilidad es el mestizaje que engendró nuestras naciones.
El cuestionamiento de esa realidad es una regresión. Como lo es también en Europa, donde las naciones, en la posguerra, después del nazismo y sus teorías de superioridad racial, buscaron reconstruirse sobre la base de una común condición humana.
El mestizaje es el mejor camino para la superación del racismo y la discriminación. En cambio, en nombre de estas nuevas corrientes, invocando una diversidad muy ensalzada pero poco respetada, se opera una vuelta a la categorización racial. Ni más ni menos. Se pretende que, esta vez, esa categorización se hace en el nombre del bien. Pero es algo contrario a conquistas de la humanidad, tan básicas y elementales como la igualdad. Y, en la práctica, promueve una visión maniquea y binaria de la sociedad. A la “raza” supuestamente “blanca” se le exige arrepentimiento; a las otras, se les debe reparación.
Una sociedad de victimarios y víctimas: a unos les corresponde la culpa y la contrición y a los otros, el resentimiento y la revancha. La “racial critical theory” no es ni más ni menos que una nueva forma de racismo. Y un negocio.
“Se ha creado toda una industria alrededor de la idea de que ser blanco es ser racista”, denunciaba el periodista y escritor hispano británico John Carlin en julio de 2021, en el diario Clarín. “Pareciera que no se aspira a la concordia sino a la resurrección del sistema de apartheid”, sostenía.
Tiene razón Carlin, porque estas modas no son inocentes. La “industria” que las propulsa incluye becas, publicaciones, premios, viajes, cátedras, ongs, cuando no directamente estructuras estatales, como ya sucede en nuestro país por culpa de una clase política sin conciencia histórica.
A la vez, el que no se pliega a estos enfoques antirracistas, anti patriarcales e indigenistas es expulsado del paraíso académico y censurado en el mediático.
Carlin no está hablando de América, sino de Europa. Es que ni la propia Francia está a salvo de esta reinvención del racismo. El actual Ministro de Educación de ese país, Pap Ndiaye, de padre senegalés y de madre francesa, nacido y criado en la región parisina, ha hecho suyas estas nuevas tesis racialistas. En el año 2007, su esposa decía: “Cuando lo conocí, el hecho de que fuese negro no contaba”. Pero 15 años después, luego de una temporada de estudios de posgrado en Estados Unidos, el funcionario ha descubierto su negritud: “Yo era un republicano universalista: estaba atrapado en ese modelo de invisibilidad”. O sea, el hombre reniega hoy de lo que fue un pilar de la República Francesa, la igualdad. Esa misma que le permitió llegar a ser ministro en un país que, tan temprano como en la posguerra, tuvo a un negro en la presidencia de una de las instituciones de la IV República y de uno de sus 3 poderes: Gaston Monnerville, originario de la Guyana francesa, fue diputado, subsecretario de Estado, presidió el Conseil de la République (de 1947 a 1958) y fue presidente del Senado de 1958 a 1968.
Nuevamente, la integración es llamada invisibilidad. El universalismo republicano, del que Papa Ndiaye reniega hoy, implicaba el no aceptar que el color de la piel fuese un elemento distintivo ni determinante de los roles y posiciones sociales. Es difícil entender que ese principio sea combatido en nombre del combate al racismo.
En el año 2008, Barack Obama sorprendió al sugerir que había que terminar con la política de cupo racial laboral, iniciada por John F. Kennedy en 1961. El entonces todavía candidato afirmó que consideraba más apropiado usar criterios socioeconómicos antes que étnicos para los programas sociales. Obama dijo incluso que muchos blancos, trabajadores o de clase media, podían sentir “preocupaciones legítimas” al oír que “un afroamericano” tenía “ventaja para obtener un buen trabajo o ingresar a una buena universidad por una injusticia que ellos no cometieron”. Se refería a la esclavitud y la segregación, crímenes del pasado.
Ese planteo de Obama demostraba que, aunque pronto sería el primer presidente negro de los Estados Unidos, no sería el presidente de los afroamericanos, sino de todos los estadounidenses.
Ahora bien, ¿podría Obama decir estas mismas cosas hoy, 14 años después, en el marco del clima de exacerbación identitaria que se vive, sin ser cuestionado?
Lamentablemente, también la sociedad estadounidense es blanco de esta política divisionista que busca polarizar las posiciones en vez de tender puentes; se pierde el espíritu manifestado por Obama en aquella ocasión, y se busca que prevalezca la fragmentación identitaria.
Eso sí, del mismo modo que el feminismo actual no representa ni por lejos el pensamiento mayoritario de las mujeres, tampoco esta victimización étnica hace la unanimidad entre los afrodescendientes.
Por ejemplo, la vicegobernadora de Virginia, la afroamericana Winsome Sears, decía hace un año: “Los americanos están hartos de las historias de negros contra blancos, asiáticos contra latinos. Están hartos y están cansados de los políticos que no quieren dejar curar las heridas del pasado”.
Ahí está la otra clave de estas estrategias reivindicativas de minorías supuestamente postergadas: son funcionales a una clase política que no solo prefiere dividir para reinar sino que encuentra más cómodo luchar contra desigualdades o discriminaciones imaginarias antes que resolver los verdaderos problemas que aquejan a nuestras sociedades.
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