En un marco de euforia nacional, de verdadera liturgia popular, amor y alegría desmesurada, es valedero preguntarnos -en horas donde aún se escuchan las bocinas, los cánticos, y las vuvuzelas- ¿qué nos aporta el triunfo histórico –hermoso– que implica ganar la tercera Copa del Mundo, más allá de la cancha de futbol?
Para comenzar a responder, primero lo obvio: el Mundial en Argentina no es una competencia deportiva. Es algo mucho más grande que un torneo o que el fútbol mismo. El mundial nos representa un momento de identidad, de encuentro con los nuestros, un espacio para la obsesión argentina con su ser nacional.
El Mundial es tensión, amor, euforia, llanto y frustración. En nuestro país, no hablamos de un deporte, va mucho más allá de eso. Nos representa la vida disfrazada de juego, y con ella todas sus aristas: el éxito y el fracaso, el esfuerzo que da frutos, como aquel que termina en frustración, la victoria legítima y la injusta, los merecimientos y el oportunismo, lo individual y lo colectivo, la memoria, la gloria y el ostracismo, en fin, la vida.
Por eso lloramos y nos abrazamos. Construimos una casa de identidad sobre el terreno de una competencia deportiva que nos obsesiona. Será para un interesante análisis freudiano, pero, al margen, la única verdad es la realidad, y lo que vemos es un pueblo que se encontró en amor y fraternidad a pesar de sus dificultades.
No, acá nadie habla de fútbol. Y es en virtud de esa realidad que el domingo 18 de diciembre de 2022, culminó un proceso que puede enseñarnos mucho más que el valor de 26 hombres que se jugaron la vida en el verde césped del desierto: perseverancia
Nada que en la vida valga la pena se obtiene fácil. Ningún oficio se aprende rápido, ninguna victoria es casual. Hay, en cada uno de los aspectos deportivos (como en la vida), decisiones, esfuerzo y sacrificios personales que conforman el triunfo.
No es fácil hacer una carrera universitaria, como tampoco es sencillo terminar el colegio de adulto, no es simple aprender a enseñar bien en las aulas: cada una de las metas de los educadores y los educandos está condicionada por la perseverancia y el esfuerzo. La voluntad de conseguir aquello que anhelamos es el escudo contra la frustración y –en especial– los sacrificios que hacemos para alcanzar nuestras metas. Perseverar es intentarlo una y otra vez, es probarnos obsesivamente a nosotros mismos que somos capaces.
Miles de textos serán escritos sobre la victoria de la Selección Argentina en Qatar, su osadía, su resiliencia, su construcción paulatina de una derrota impensada hacia la máxima de las victorias. Creemos que, como educadores, es quizás un buen aporte recordar lo siguiente: un señor de 35 años, con todas las posibilidades de la vida cubiertas con una holgada comodidad, se embarca en el quinto intento de conseguir un título que le costó, en el camino, un sinfín de amarguras y de ingratitudes. Un entrenador de 44 años, sin experiencia en la dirección de equipos mayores, soportó la duda sobre su capacidad de conducción a pesar de su probada formación deportiva.
Ninguno de ellos abandonó. Y a pesar del miedo, de los sacrificios y del dolor, siguieron no solo adelante, sino guiando y contagiando a sus compañeros, porque sí, el esfuerzo contagia.
Es sabido que, “el que abandona no tiene premio”, sin embargo, el recorrido es un camino de espinas muy difícil de atravesar. Es este, quizás, el mensaje que podemos llevar a las aulas (y a casi cualquier aspecto de la vida): perseverar.
No abandonen la carrera, terminen el colegio, sigan capacitándose, aprendiendo oficios, siendo mejores docentes. No nos conformemos, que nada que valga la pena se obtiene sin (¿dolor?), pero fundamentalmente: perseverancia.
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