El Mundial está vivo en nuestros corazones. A medida que abrimos los ojos tras una noche interminable cada minuto del 18 de diciembre se nos hace más inmenso. Todavía nos vibra el alma, los músculos aún dan señales de la tensión de una noche única, nos duele la garganta. Hay cansancio y felicidad acumulada a montones. Pero acá en Doha, así es la vida, el Mundial ya es historia. Las calles se vaciaron para volver al ritmo cadencioso de los qataríes y de sus millones de serviciales trabajadores inmigrantes. No hay más tránsito frenético de camisetas de todos los colores ni canciones futboleras en los idiomas más variados en el pintoresco Souq Waqif. La Corniche, el paseo de 6 kilómetros en la costanera marítima, se quedó sin selfies en esos delicados rincones ideales para la foto de Instagram a cada paso. Apenas quedará por algún tiempo la cartelería y las banderitas que decoraron la ciudad de punta a punta. Pero el viaje de 12 años del país organizador, desde aquella polémica adjudicación en la compulsa con Estados Unidos, finalmente llegó a su final. Y no hay lugar a duda que está en la historia.
Qatar, con todo lo que tiene y todo lo que le falta, con todos los cuestionamientos y contra todos los prejuicios, con su nula tradición futbolísticas y su exasperantemente opulencia económica, brindó uno de los mejores Mundiales de la historia. O si se nos permite a los argentinos, todavía bajo la emoción violenta, Qatar le regaló al mundo una final soñada y la consagración del mejor jugador de todos los tiempos para sentarlo junto a Diego Maradona.
Fue el Mundial de un Lionel Messi que terminó alzando la Copa que persiguió toda su vida vestido con el bisht, esa prenda reservada para hombres de la realeza o de altas posiciones religiosas, con el que el Emir de Qatar, el Sheik Tamim bin Hamad Al Thani y el presidente de la FIFA Gianni Infantino, lo distinguieron antes de darle el trofeo. He aquí al Rey del Fútbol. Un rey latino postergado, ungido finalmente en el mundo árabe, en una Copa del Mundo a la árabe. Y que llegó para quebrar por fin la hegemonía de Europa.
Fue el Mundial que rompió los moldes, que se llevó de la tradicional fecha de junio a diciembre por los calores del golfo Pérsico, sin alcohol y que se celebró en la menor cantidad de metros cuadrados de la historia. Lo que lo volvió extraordinario para los verdaderos amantes del fútbol. Bastaba mirar el programa del día, las combinaciones de Metro, y emerger en uno de los ocho estadios para disfrutar a las potencias y sorprenderse con los batacazos. Para despedir a las leyendas que dominaron los últimos 15 años de fútbol y descubrir a los cracks que heredarán sus tronos.
Fue, también, el Mundial más cuestionado de la historia y el Mundial que desnudó la hipocresía de una Europa que contó los muertos de trabajadores en la construcción de infraestructura para la Copa del Mundo pero que nada dice del ejército de mano de obra que a diario muere en destinos periféricos cociendo ropas, pelotas o ensamblando electrónica para el primer mundo. Fue un Mundial que expuso las costillas del mundo árabe pero, también, expuso al extremo la hipocresía de esa Europa que con sus empresas cierra en silencio negocios multimillonarios con Doha en todo tipo de rubros e inyecta sus petrodólares en la economía del Viejo Mundo. En todo caso, otra vez, el problema es el capitalismo con su reparto de injusticias. Y no viene a cuento en este balance de despedida.
Porque, en definitiva, es el Mundial de Argentina y ahora no hay nada más grande que eso. Es el sueño de la tercera estrella perseguido durante 36 años. La estrella que el fútbol le debía a Lionel Messi. Es la final de película. Es la gloria eterna.
Hasta siempre, Qatar. Gracias por el fútbol. Por estas lágrimas. Por este Argentina 2-Inglaterra 1, como inmortalizó Víctor Hugo hace 36 años, pero en esta versión actualizada para renovar la mitología del fútbol argentino y alimentar a las generaciones que vienen. Gracias totales por tu Mundial.
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