Volví. Me traje una derrota, una victoria, una mascota del Mundial a la que mis hijos bautizaron “el fantasma de la B” y un par de experiencias fallidas con el absolutismo qatarí. Lo bueno de haber nacido en 1981 es la banda sonora. Lo malo es que te falta el cosito de lidiar con el autoritarismo. Y allá, en Qatar, el tufillo autoritario lo invade todo. La arbitrariedad policial sí, claro (¿adónde no?). Pero también el automatismo de la desorganización y la temerosa calidez de los locales.
La organización
Lo dije en otras crónicas y lo confirmaron distintos viajeros, entre ellos Carlos Maslatón, con quien solo me une la nacionalidad y un poquito de judaísmo: es desastrosa. Lo más absurdo son los laberintos infernales de vallados que te alejan kilómetros de tu objetivo sin ninguna razón y que recorrés una y otra vez con la sensación de que a estos tipos les gusta ver, como decía el cantautor, zoológicos de gente.
Para entender la imbecilidad de la FIFA y/o de Qatar en este Mundial. Ver el estadio, no es que uno sale y se va libremente para cualquier lado. Debe entrar a un corral como preso de campo de concentración, que zigzaguea kilómetros para perder el tiempo y torturar al espectador. pic.twitter.com/uTZI80Pyv4
— Carlos Maslatón (@CarlosMaslaton) November 27, 2022
Los locales
Nunca sabés si son “técnicamente” qataríes porque, de los casi 3 millones de habitantes, solo el 15% son ciudadanos. Es lo que pasa cuando combinás la atracción de mano de obra inmigrante (boom de explotación gasífera a mediados de los 90) con el ius sanguinis (sistema por el que la nacionalidad se hereda de los ascendientes sin importar el lugar de nacimiento).
Estos millones de extranjeros, en su mayoría provenientes del este de África y del sur de Asia, tienen precarias relaciones de trabajo que limitan finito con la trata de personas. Son los mismos que construyeron la infraestructura del Mundial. Miles dejaron la vida. ¿Son amables? Claro. Al extremo. Pero, ¿no son acaso amables los esclavos?
La arbitrariedad
El que piensa pierde y de hablar ni hablar. Mirá la revisación en los partidos. En el Lusail pasé con todo menos una botella de agua. Bien. En el Al Bayt ya fue distinto. Me hicieron abrir el cepillo de dientes de viaje. No el paquetito, eh. El cepillo. El palito que se abre. Hasta que no vieron que no escondía una 9mm entre las cerdas no me largaron. Será cosa del estadio, pensé. Pues no. En mi segunda visita al Lusail me secuestraron un alcohol en gel chiquito. Okey. ¿No lo vieron la primera vez? Ponele. Pero en el Fan Fest ya se pasaron. Me quisieron hacer tirar un lápiz como si fuera una navaja. Era el lapicito de subrayar libros de mi mamá. Mirá si lo voy a tirar. Te lo clavo en la carótida antes de tirarlo.
El invasor
No extraña que se enojen con el loco que se metió en la cancha en el partido de Portugal-Uruguay blandiendo la bandera del arcoíris y una remera a favor de Ucrania y los derechos de las mujeres iraníes. Los locales, digo. Es lógico. O el conservadurismo argento, ese que la flasheó con las torres modernas de La Perla y anda diciendo que Qatar es primer mundo. Te lo entiendo, posta. Como también entiendo al tipo que en el avión de regreso cuestionó mi temor a ser violada en las calles de Doha porque “ah, pero vos sos de las del pañuelo verde, ¿no?”. Nada nuevo por aquí ni por allá.
Lo raro, lo que extraña de verdad, es que al de la bandera tampoco supo comprenderlo esa parte de nuestra progresía que todavía no se enteró de que el relativismo cultural son los Reyes Magos. “Cuando uno visita un país respeta sus reglas, le gusten o no”. Son los mismos que agradecen, con razón, las preguntas del periodista holandés Jan van der Putten a las Madres de Plaza de Mayo en 1978 o la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979.
Otra historia de terror
Al final de Argentina-México me encuentro con unos familiares que salen por una puerta distinta a la mía. Nos despedimos. Tengo que ir a la carpa del Hospitality donde me esperan mi hermano y mi sobrino. Desde ahí sale en un rato el micro para el hotel. Alguien de la organización me señala unas carpas, pero cuando llego no son las de Hospitality. De repente solo veo polis.
Les pregunto cómo ir, pero se enojan. Me dicen que siga, que siga, que ya estoy afuera del estadio. ‘¿Cómo que estoy afuera del estadio?’, pienso. No hay ninguna indicación. No hay ningún umbral. No hay vallado, molinete. Nada. Es tipo la muerte, que te morís pero no te enterás. Les explico que tengo que volver unos pasos, que si esto es una salida no es la mía, que me espera mi familia en el Hospitality. Estoy literalmente a no más de diez metros de la pared exterior del estadio. Me dicen que no. Me gritan. Todos polis. Todos tipos. No me griten. Intento hablar con uno o dos que me miran más predispuestos, pero el jefe los calla.
A partir de ahí solo habla él. Me dice que siga. Quiero explicarle que la única manera de encontrarme con mi familia y volver al hotel es que me deje dar cinco pasos para atrás, ahí donde está esa gente, ¿ve?, esos que van todos para el mismo lado, señor, me equivoqué por dos pasos, ¿entiende?, señor, por favor. Se niega. No es que no entiende. No necesita entender. No está en sus planes. No forma parte de sus hábitos como especie humana. Es como si pretendiera que me hable en castellano. No va a ocurrir.
Trae un carrito de golf y me ordena que me suba. Dice que me va a llevar adonde quiero ir, pero por afuera del estadio. Pienso literalmente cualquier cosa. No porque tenga un pañuelo verde en la mochila. Porque soy mujer. Y judía también. Eso no se lo dije al señor del avión porque teníamos 22 horas de viaje por delante.
Al stormtrooper le hago que no. Le pido que me deje ir caminando hacia el estadio. Le muestro que tengo entrada para Hospitality, ¿ve? Le pregunto adónde voy a ir, señor, qué cosa cree que voy a hacer si me deja caminar estos cinco pasos para allá. Si no me cree que me acompañe, le digo, que me siga. No. Se niega. Me ordena que suba al carrito de golf. Le pregunto, le imploro, si puedo hablar con alguien de la organización que no sea policía. Dice que no hay. Si puedo hablar con una policía mujer. Dice que no hay. Sí, claro que estoy llorando. Hace rato que estoy llorando.
Hago contacto visual con una joven que pasa caminando. Lee la situación en un segundo y medio. Frena. Me pregunta. Le explico. Me tranquiliza. Me dice esto pasa todo el tiempo, estos tipos son así. Le pido que no se vaya. No se va. Nos damos cuenta de que hablamos español. Es guatemalteca. Ahora es ella la que le habla al stormtrooper. Yo lloro. La escucho decirle lo mismo que yo. No. No. Que se suba al carrito.
No sé cuánto tiempo pasa. No menos de 20-25 minutos. El jefe se cansa, no sé. De algún modo se convence de que si vuelvo para atrás no voy a matar a nadie. Pero igual no me deja ir sola. Me va a acompañar. Camino y él me sigue en el carrito de golf. Qué cosa macabra creerá que puedo hacer. Como lo del lápiz. ¿Se puede matar con un lápiz?
El policía me deja en la carpa de Hospitality, pero se queda mirando mientras entro, como si controlara algo de vida o muerte. Y supongo que para él lo es. De vida o muerte. Como para mí el lapicito de subrayar libros de mi mamá.
Las postales
Yo a Qatar no vuelvo, pero sé por qué fui. Y me traje estas postales para no olvidarlo.
Postal 1. Los japoneses con los que festejé los goles contra Alemania.
Postal 2. El de Arabia Saudita que ama a Messi, pero le dedica los dos goles del debut.
Postal 3. El mexicano de los 20 vasos de cerveza en la previa contra Argentina.
Postal 4. El Serbio que me vio con la de Boca en el partido contra Brasil y se puso a cantar cual xeneize.
Postal 5. La estatua de Maradona que inauguraron los campeones del 78 y del 86 para conmemorar los dos años de la muerte del astro.
Postal 6. El cordobés que fue meme con el gol de Marquitos Rojo en el Mundial de Rusia 2018 y que llevó los mismos amuletos a Doha.
Postal 7. El hincha de Racing que se fue a Qatar en muletas.