“Por no haber sabido convivir, dos poblaciones, a la vez parecidas y diferentes, pero igualmente respetables, están condenadas a morir juntas, con la rabia en el corazón” - Albert Camus
En junio de 1965, Raymond Aron reunió a un extraordinario grupo de pensadores -Stanley Hoffman, Lord Gladwin Jebb y Henry Kissinger, entre otros- en un seminario de una semana en Bellagio, Italia. La discusión se centró alrededor de:
- ¿Cuándo y cómo se puede lograr un orden mundial estable?
- ¿Podrían coexistir diferentes sistemas en un mundo a menudo caótico e incierto?
- ¿Es el estado nación el instrumento más efectivo en la gobernanza global?
-¿Qué efecto tendría el cambio tecnológico en la transformación de la política global?
- ¿Es posible organizarnos de modo que pueda haber una coexistencia pacífica entre sociedades que siguen siendo fundamentalmente diferentes?
Cincuenta años después, estamos nuevamente consumidos por el estado actual y futuro del sistema internacional, que se presenta en crisis, y con los mismos interrogantes.
Escaneando el mundo hoy, vemos un escenario global en crisis.
Las grietas geopolíticas son las más amplias de los últimos decenios, generadas, en gran medida, por la exacerbación de perennes conflictos armados: la guerra clásica interestatal esta siempre vigente. Pero a diferencia con el pasado, ella no constituye el mayor desafío existencial; es, en cambio, un inaceptable factor de parálisis y bloqueo que paraliza la respuesta global a los desafíos de este siglo XXI: grave disrupción ecológica antropocéntrica, migraciones, pandemias, pobreza, hambre y la desigualdad, retorno de las pasiones políticas, nacionalismo, violación de los Derechos Humanos universales.
Manifestaciones populares, reflejo del descontento e insatisfacción, se producen cotidianamente en todos los países: democráticos y autoritarios. Más visibles en los primeros que, en los segundos, por la propia naturaleza abierta del sistema, estas expresiones reflejan la desconexión entre las necesarias aspiraciones de la gente, y la respuesta las autoridades políticas.
Ante esta tetania política, surge el mito del eterno retorno. Retorno de la guerra fría, de la guerra mundial, de las fronteras, de la geopolítica… Esta filosofía del retornismo- Mircea Eliade dixit- refleja tanto una cierta pereza intelectual, como una cierta tendencia humana a negar lo desconocido y refugiarse en el pasado.
La historia debe ser utilizada como analogía, y no como un esquema rígido a transpolar.
El contexto cambiante hace que el pasado sea único e irrepetible y que la lectura lineal y el retornismo no auguren un correcto diagnóstico.
Este nuevo siglo XXI híbrido -territorial y des territorial, presencial y virtual, temporal y atemporal- es demasiado complejo como para ser aprehendido con paradigmas del pasado. Debemos renunciar a la nostalgia del pasado y a la tiranía del presente, para pensar el futuro.
Entender el pasado y diagnosticar correctamente los desafíos contemporáneos, es nuestro principal objetivo. Pensar el futuro con un paradigma transformador que genere esperanza y no con visiones clásicas y, muchas veces descontextualizadas, que solamente alimentan el desasosiego colectivo.
En el caso argentino, el año 2023, será un año de alternancia democrática y de renovación presidencial, y el próximo gobierno deberá abordar el complejo escenario global con visión de futuro, pragmatismo de acción y firmeza de convicción. Ya no es más posible transitar el mundo del siglo XXI con prejuicios ideológicos y limitaciones diplomáticas.
El próximo gobierno deberá tener muy en claro que la política exterior es un instrumento -quizás el más relevante- para generar desarrollo y progreso, y no el brazo externo, de imaginarios voluntaristas.
Una política exterior moderna no es una sucesión de incidentes, es una composición de decisiones racionales, con un fuerte anclaje en la realidad nacional, y con un delicado equilibrio entre los intereses y valores nacionales y las tendencias globales, que constituyen el inescapable marco de referencia.
Es así que partiendo de un correcto diagnóstico sobre los futuros posibles -en un mundo híbrido, con convivencia de conflictos clásicos de orden militar y desafíos globales que afectan directamente a Nosotros el Pueblo, palabras iniciales de la carta de la Organización de las Naciones Unidas- el próximo gobierno deberá pensar y diseñar una política exterior vinculada al bienestar de toda la ciudadanía.
En este sentido abordar los desafíos existenciales como el cambio climático- motivo de la Cumbre de Alcaldes de C40, que tuvo lugar en la Ciudad de Buenos Aires hace pocas semanas- es el camino correcto. En esa reunión, cuyo anfitrión fue el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se discutieron y propusieron medidas concretas de acción frente al mayor desafío existencial que genera anualmente más de ocho millones de muertos.
En este año 2022, entre otros, una ola de calor asoló India y Pakistán, y luego las inundaciones dejaron cerca de un tercio de Pakistán bajo el agua, afectando a unos 33 millones de personas.
El calor extremo en Europa -probablemente el mayor de los últimos 500 años- provocó incendios forestales, especialmente en España y Portugal.
El largoplacismo, la convicción que nuestra generación tiene un deber y compromiso con las generaciones futuras, es una prioridad moral de nuestro presente.
Para ello la comunidad internacional debe recurrir a una renovada legitimidad representativa, nutriéndose de ideas y capacidades de los diversos actores estatales y no estatales. Un cambio significativo es posible, aunque avanzar en este camino global requerirá imaginación, persistencia y, sobre todo, coraje y liderazgo.
Es en este nuevo escenario global que la política exterior del próximo gobierno deberá apuntar a ser un contribuyente activo y responsable al establecimiento de un sistema de gobernanza global más inclusivo y eficaz, para hacer frente a los desafíos de las generaciones futuras.
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