A mi amiga X le llevó años entender que estaba en una relación tóxica. Cuando finalmente tomó la decisión de separarse, su ex tampoco lo entendió. Por más de una década había abusado de ella física, psicológica y económicamente y no estaba dispuesto a perder el control. Durante más de un año la hostigó con violencia y se negó a irse de la casa que compartían. Durante más de un año su red de amigas insistió para que se reconociera en un lugar que le resultaba mucho más fácil ver en otros casos, un lugar que no quería para ella aunque viviera con miedo: el de víctima de violencia machista.
Mi amiga X es profesional y feminista, una madre modélica en la puerta del colegio, una mujer divina que se viste a la moda y entrena varias veces por semana y, como dije, tiene un entorno sólido que la acompañó en cada paso del proceso. Y sin embargo, mi amiga tuvo que sentirse realmente acorralada, con sus planes y su vida en suspenso, en riesgo, para tomar la determinación de denunciar a su agresor. No quería hacerle más daño a su familia, no quería ser estigmatizada como la loca o la mala, ni mucho menos como una víctima perpetua, que es lo que sabemos que –pese a los avances– les pasa muchas veces a quienes se atreven a denunciar.
Es conocido el caso de una sobreviviente de abuso que pidió que retiraran su nombre de todas las menciones públicas a la causa contra su victimario: le costaba conseguir trabajo, la señalaban en el barrio. Parece mentira, pero la sociedad todavía señala con la vara que debería usar para los abusadores impunes a quienes se animan a denunciarlos. Y eso disciplina: ni siquiera una mujer con entorno y recursos como mi amiga está a salvo de esos señalamientos. Por eso le costó tanto: porque el miedo a su agresor era enorme, pero conocido; el miedo a la revictimización y a perder su nombre y sus pocos espacios seguros, era un peligro lleno de incertidumbre, ¿y si después de todo no le creían?
Mi amiga reunió fuerzas de donde no tenía y el viernes pasado fuimos en equipo a sostenerla mientras declaraba en la Oficina de Violencia de Doméstica de la Corte Suprema. Una guardia de apoyo en el Petit Colón mientras otras entrábamos con ella a la salita de la calle Lavalle.
No era un día cualquiera: afuera sonaban por megáfono las canciones de la marcha por el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, designado en el 2000 por la ONU en memoria de las hermanas Mirabal, tres activistas políticas dominicanas asesinadas brutalmente en 1960 por orden del régimen de Trujillo. Tomamos esas banderas violetas como una señal, el último empujón que necesitaba para atravesar la puerta.
Nos recibió una gendarme amorosa. Pronto sabríamos que era de las pocas mujeres que estaban trabajando ese día en la atención de las denunciantes. Sentadas en la pequeña salita de espera había mujeres solas. Mujeres con sus hijos en cochecitos o acomodados en fila india mientras ellas trataban de sonreír sobre las lágrimas para entretenerlos, una versión cercana y femenina de La vida es bella.
No sé cuánto tardaron en llamar a mi amiga. Perdí la cuenta del tiempo. Finalmente hablé con uno de los encargados para calcular si podíamos salir a tomar aire. Nos dijo que teníamos que esperar por lo menos otra hora y media, así que estaba bien que saliéramos. Fuimos al café de la esquina y en el camino volvieron las preguntas. ¿Realmente iba a poder con todo? ¿Qué iban a pensar sus hijos? ¿Y si su ex reaccionaba con más violencia? ¿Y si el esfuerzo y el dolor de contarle por primera vez a desconocidos lo que le pasaba no servía para nada?
Dos horas más tarde le tomaron la primera entrevista de admisión. Le pidieron que fuera breve, pero no le explicaron por qué. Mi amiga hizo lo que pudo. Tabique de por medio escuchaba a esas otras mujeres que habían estado esperando su turno con nosotras y pensó que lo que les pasaba a ellas era peor, que tal vez la violencia que había sufrido por una década no era suficiente al lado de lo que contaban otras. Mi amiga lloró frente al chico que tomaba nota casi como un autómata, llenando casilleros, sin verla. “Soy feminista –dijo–, yo entiendo lo que es la invisibilización, pero las escucho a ellas y siento que lo mío no es nada”. Es el discurso clásico de una mujer que sufre violencia cotidiana, la naturalización.
Había una razón para que fuera breve, lo supimos más tarde. La verdadera declaración sería después ante un equipo interdisciplinario. Habíamos llegado a las cinco de la tarde y ella había estado ahí toda la mañana, pero perdió el lugar porque tuvo que correr a una reunión en otra parte. Volver a convencerse de que era importante estar ahí llevó otro par de horas. Cada minuto de espera la devolvía a la duda.
A las 23.30 un empleado explicó a todo el grupo que había cinco admisiones hechas, y que era el momento de decidir si podíamos quedarnos y esperar tal vez hasta las 3 de la mañana para declarar o si, en caso de tener un lugar seguro a donde pasar la noche, preferíamos volver el sábado o el domingo. Fue claro: “Nosotros vamos a trabajar toda la noche y todo el fin de semana, pero tal vez para ustedes sea inseguro volver a sus barrios en medio de la noche. Si tienen donde dormir a salvo, quizá sea mejor que sigan el trámite mañana o el domingo”.
Vi las caras de esas mujeres solas con sus hijos. Pensé si regresar a sus casas sería volver a encontrarse con los violentos, si tendrían más hijos de los que ocuparse, si tendrían la opción de volver otro día, si les quedarían fuerzas, si habría otro día. En la puerta de calle charlé con una chica que también había estado a la mañana. Se había ido todo el día a limpiar en una casa de familia y, ahora que estaba ahí de vuelta, se encontraba con que no iban a atenderla hasta la madrugada. Le dije que no se desalentara. Me dijo que no podía desalentarse, que tenía que terminar con el infierno. Le creí cuando me juró que iba a volver al día siguiente.
Mi amiga tenía una casa segura a donde volver, la mía. Nos fuimos porque estaba agotada. Mi amiga tenía una red de mujeres que le insistió con mensajes y llamadas y disponibilidad y amor full time. Pero la decisión de volver el domingo a la mañana fue difícil. Tal vez no era tan grave. Tal vez podía aguantar. Tal vez no era conveniente. De nuevo, la duda.
El domingo llegamos a las 9.30 de la mañana. De nuevo mujeres solas. Serían cinco en total, pero de nuevo había poca gente para atenderlas. Un solo equipo para tomar declaración. Dos o tres personas en admisión. De nuevo horas interminables y acampar en el bar de la esquina. Nos fuimos a las seis de la tarde con el trámite sellado y las instrucciones del caso.
A mi amiga X la atendieron bien. La escucharon por primera vez en un entorno fuera de la intimidad de su grupo de amigas y lo hicieron con profesionalismo. Lloró de nuevo cuando encontró del otro lado personas empáticas que ratificaron lo que a ella le había costado años ver: que aunque no quisiera victimizarse, era una víctima; que lo que le pasaba era real y concreto y ya no se lo decían sus amigas o su psicóloga, sino la Justicia.
La orden de restricción de acercamiento llegó al día siguiente. La recibió con alivio y miedo, aunque rodeada de gente que la quiere. Pero mientras ella pudo tomarse dos días completos para terminar el trámite y concretar la denuncia que le llevó tanto elaborar, pensamos en las otras. Esas mujeres sin red ni recursos que tuvieron que irse solas a su casa, que tal vez dejaron a sus hijos con una vecina porque no tenían otra, que tal vez tuvieron que dormir con sus agresores otra vez, porque qué iban a hacer.
Creada en 2008, la OVD es una de las oficinas modelos de atención de denuncias de violencia en el país –la que recomendamos las mujeres que estamos en tema cada vez que nos llega un caso – y funciona como todo, como puede, con un presupuesto que evidentemente no alcanza. La dependencia de Lavalle 1250 atiende las 24 horas, los 365 días del año, pero el personal, aunque diligente y en general contenedor, es poco. Demasiado poco para recibir, en promedio, a más de 10 mil denunciantes por año. Más de 10 mil mujeres que en su mayoría son violentadas por sus parejas. Más de 10 mil mujeres que muchas veces llegan solas.
Como me dijo otra amiga abogada acostumbrada a acompañar a mujeres que sufren violencia, lo tremendo es que después de quince años la OVD siga siendo el único lugar confiable para recomendar a quienes son agredidas. Después de la primera gran movilización de #NiUnaMenos, en junio de 2015, se aprobó un proyecto de patrocinio jurídico gratuito para víctimas de violencia de género. Pero hasta ahora sólo funciona en trece de las veinticuatro provincias; el gobierno anterior sólo usó el presupuesto asignado en capacitaciones, y sobre lo que hizo el actual se sabe poco y nada.
En las gacetillas dicen siempre que se dedican a “articular”, pero –como deslizó una fuente en off–, hoy ni siquiera hay articulación cuando hace falta poner un dispositivo dual de protección –de tobillera y botón de pánico– si la víctima vive en la Ciudad y el victimario en provincia, o viceversa. No es necesario explicar por qué es tan grave que una vez hecha la denuncia, con todo lo que conlleva, los mecanismos para garantizar la perimetral no funcionen. O sí: deja a las víctimas todavía más expuestas.
Una vez más, mi amiga X tiene recursos y red, y sin embargo cada paso fue dificilísimo. Es dificilísimo. Todo es difícil cuando denunciás por violencia a alguien que quisiste tanto. Todo es difícil cuando sufrís y denunciás violencia y es todavía más difícil si estás sola. Hacer el trámite en la Justicia no debería ser nunca parte de las dificultades.
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