Apenas asumida la Junta Militar, en 1976, la organización de la Copa Mundial pasó a ser el eje para imponer una “imagen al mundo”. En junio de ese año se creó el Ente Autárquico Mundial ‘78 (EAM) que se encargaría de la organización del campeonato, cuyo presidente fue Omar Actis, un ingeniero militar, y su vice, Carlos Lacoste, integrante de la Marina. Actis convocó, para el 19 de agosto, a una conferencia de prensa, pero esa misma mañana, fue asesinado antes de llegar al lugar, supuestamente por terroristas, aunque la versión más sostenida hablaba de problemas al interior del EAM. A continuación, fue reemplazado por el vicepresidente, delegado personal de Massera.
Si bien el costo inicial estimativo del Mundial de Fútbol era de 200 millones de dólares, generó un gasto de más de 500, con un recupero de 9 millones solamente. Para comparar, el Mundial del año ‘82, de España, costó 150 millones. Siguiendo con lo cuantitativo, se esperaban alrededor de 60.000 turistas, pero solo llegaron 7.000, más 2.400 periodistas y 400 invitados.
Pero el país sufrió mucho más que pérdidas económicas. Las luchas internas estaban a la orden del día, no solo entre guerrilleros y militares, sino también dentro de las fuerzas armadas. Juan Alemann, secretario de Hacienda del momento, se opuso públicamente al evento que, según su opinión, costaría más de 700 millones de dólares. El 21 de junio, a las 20:20, mientras Argentina le hacía el cuarto gol a Perú, explotó una bomba en su domicilio.
Mientras tanto, el poder militar intentaba todo tipo de manipulación, incluso una de las estrategias utilizadas, fue el manejo del discurso de la época. Se intentó un “nosotros inclusivo” que se explicitaba en la propaganda del campeonato: “Veinticinco millones de argentinos jugaremos el Mundial...”, “En el Mundial, usted juega de argentino”. Estas, como otras frases, fueron afianzadas desde ciertos medios. La revista deportiva de mayor tirada de la época, el 23 de junio del ‘78, en su nota editorial, señalaba: “Llegamos al final. No solamente los jugadores, sino todos. Se acabaron los yo refugiados atrás de aislados gritos. Ahora somos nosotros sin distinción de colores, como debimos ser siempre. Goleamos al destino y derrotamos a las sombras”. La edición del 26 de junio vendió alrededor de 600.000 ejemplares, un récord para este tipo de revistas. Un diario nacional, el 1° de junio de ese año, escribía: “Asegurar el éxito es una obligación, porque va más allá de lo deportivo, para configurar la imagen del país, una imagen a la que todos damos vida, seamos o no aficionados al fútbol. Y por encima de todo esto, (...) se trata de una cuestión nacional. ¿Escapismo? Esta es una discusión que se pueden repartir los sociólogos y el diván de los analistas”.
Según Turner (1998), estos dichos son coherentes con la estrategia del gobierno que proclamaba verbos tales como: reorganizar, devolver, recuperar, reencontrar.
Esta identidad colectiva que trataban de imponer a través del “todo somos argentinos”, intentaba evitar fisuras y mostrar solidez y homogeneidad ante el mundo. Alabarces señala que la censura era tan férrea que incluso prohibía las críticas a Menotti y al plantel nacional, a través de comunicados que llegaban a las redacciones. Lo cierto es que el éxito futbolístico y la representación nacional tuvieron un crecimiento hiperbólico, afianzado luego por la aparición de Maradona en 1977, cuyo apogeo comenzaría en el ‘82.
Este nacionalismo exacerbado tiene un solo soporte: el discurso oficial, que se ve explicitado meses después del torneo, en la película “La fiesta de todos”, dirigida por Renán, que compila y exhibe todo el festejo deportivo y finaliza con la voz del historiador Félix Luna diciendo: “Estas multitudes delirantes, limpias, unánimes, es lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta derrotado o marginado. Y tal vez por primera vez en este país, sin que la alegría de algunos signifique la pena de otros. A lo que el locutor del film agrega: “Esta fue nuestra mejor fiesta porque fue la fiesta de todos”.
Si bien la relación entre deporte, sectores populares y operaciones político-culturales datan de algunas décadas anteriores a la dictadura, en el ‘78 se utilizaron mecanismos del Estado para la reafirmación de la identidad nacional. Al mismo tiempo, señala García Canclini, el espectáculo deportivo se inaugura como un nuevo ritual nacional, inimaginable hasta ese momento, ampliando el repertorio simbólico común.
De esta manera, el deporte operó sobre la articulación de los mecanismos de consenso civil y político porque se trataba de un conjunto de emociones y subjetividades relacionadas con las modalidades narrativas de un sentimiento patriótico.
No caben dudas de que el Mundial fue símbolo de manipulación, de ocultamiento y de estupidez colectiva. La distancia temporal debería permitirnos recuperar la memoria y en medio de tanta celebración, poder ver tanto horror.
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