“Con los recursos que tienen Israel y Argentina, si cooperamos, podemos alimentar al mundo”. La frase, que escuché en primera persona del actual presidente del Estado de Israel, Isaac Herzog, es mucho más que una declaración de intenciones. Responde a un razonamiento fruto de un certero análisis del gigantesco potencial que presenta el sector agroalimentario argentino y de la dilatada experiencia israelí en materia agrotecnológica y de manejo de los recursos hídricos. La naturaleza ha sido mucho más generosa con nuestro país, pero la dureza del clima, la escasez de agua y la aridez de su suelo no han sido un obstáculo para que Israel se haya convertido en un verdadero vergel. Hoy, ese país enclavado en el corazón de Medio Oriente nos ofrece un modelo de gestión inteligente del agua y de aprovechamiento agrícola en zonas inhóspitas como el desierto del Néguev, algo impensado hace apenas 50 años.
Con una superficie de más de 2,78 millones de kilómetros cuadrados en su área continental y una población de 47,3 millones de habitantes, la Argentina está en condiciones de alimentar a más de 400 millones de personas en el mundo. Desde la más tierna infancia nos enseñaron que nuestro país es el “granero del mundo”; la realidad de nuestro sector agrícola nos muestra que podemos ser mucho más que eso. En las últimas tres décadas, hemos logrado duplicar el área sembrada y triplicar la producción de alimentos. Avances como la siembra directa, fruto del desarrollo de investigadores del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), demuestran el impacto del trabajo de la academia argentina en la productividad de nuestros suelos. La biotecnología es un verdadero orgullo y demuestra que los argentinos somos capaces de agregar valor y generar innovación en sectores de punta.
Otro claro ejemplo de la excelencia argentina son los 29 puertos ubicados en el Gran Rosario, considerado como el segundo nodo portuario agroexportador más dinámico del mundo después de Nueva Orleans. Desde este complejo industrial oleaginoso y portuario, situado en 70 kilómetros de costa sobre el río Paraná entre Timbúes y Arroyo Seco, se embarcan distintos tipos de granos, aceites, biodiésel y otros subproductos. Lo hacen a través de la Hidrovía Paraná-Paraguay, la infraestructura principal que moviliza los agronegocios en Argentina y constituye, en el Cono Sur, pieza central del amplio sistema regional e internacional de exportación de commodities agrícolas.
Sin embargo, esas cifras no pueden ocultar los escollos que aún existen. Las dificultades para consensuar una clara estrategia exportadora, las tensiones políticas y los vaivenes de nuestros ciclos económicos han impedido hasta hoy aprovechar al máximo todas las posibilidades que ofrece el sector más competitivo de nuestro entramado productivo. Otro obstáculo es el costo del flete marítimo y los tiempos de transporte, que penalizan a nuestros productores respecto de sus competidores en EEUU y la Unión Europea. Un reciente informe de la Bolsa de Comercio de Rosario (BCR) indica que trasladar la producción argentina de granos hacia China requiere seis días más de los que insume el mismo transporte desde los puertos del golfo de México y más del doble que el empleado desde las terminales portuarias de la costa oeste estadounidense. Un proyecto que aún falta concretar, pero que pone foco en estas dificultades, es el Corredor Bioceánico, que uniría la costa chilena con la Hidrovía Paraná-Paraguay.
Hagamos, ahora, un vuelo imaginario. A 12.700 kilómetros de distancia de nuestro país, en una región mucho menos beneficiada por la naturaleza y en un contexto geopolítico muchas veces hostil, el Estado de Israel muestra la otra cara de la moneda. Con un territorio cubierto en más del 60% por desierto y grandes dificultades de acceso al agua, este pequeño país en extensión territorial de Medio Oriente ha sido capaz de superar todas las dificultades y convertirse hoy en una potencia en materia de innovación tecnológica y pionero en el aprovechamiento de sus recursos hídricos. No ha sido el fruto del azar, sino el resultado de décadas de trabajo e investigación, con un Estado presente y un sector privado pujante y emprendedor.
No es casual que Israel sea el país que más invierte en investigación y desarrollo. Según cifras de la Unesco, en 2020 el presupuesto destinado a ese capítulo representó el 5,44% de su PBI, frente al magro 0,5% de la Argentina. El ecosistema tecnológico israelí es envidiable y el sector agroalimentario no es la excepción: el país cuenta con más de 500 startups especializadas en el sector agrotecnológico y la ciudad de Tel Aviv se ha convertido en uno de los mayores polos de Food Tech –tecnología aplicada a los alimentos– a nivel global. Los planes a largo plazo, que tanto nos hacen falta en la Argentina, están presentes en cada uno de estos proyectos. Tengamos en cuenta que, de aquí a 2040, Israel proyecta que su población crecerá a 12,8 millones de habitantes. Para eso, necesitará nuevas fuentes de alimentos alternativas a la agricultura y a la industria alimentaria tradicional.
El manejo de los recursos hídricos es otro modelo en el que Israel ha tomado la delantera. Los menos de 25 milímetros de lluvia por año y la escasez de fuentes de aprovisionamiento de agua obligaron a los investigadores y a las autoridades a adoptar modelos innovadores y tecnologías de punta para administrar la escasez. “Cada gota cuenta” es un mantra que todos los habitantes de este país aprenden desde niños. Actualmente, Israel recicla el 87% de sus aguas residuales y reutiliza esos efluentes para irrigar cultivos. Por otra parte, las pérdidas de su red hídrica son menores al 10% y sus cinco plantas desalinizadoras –hay una sexta en fase de construcción– producen más de 600 millones de metros cúbicos de agua potable cada año, que representan más del 50% del consumo de sus hogares.
Si comparamos esa situación con la de Argentina, el sexto país del mundo en cantidad de recursos hídricos, las diferencias saltan a la vista. Nuestro país aún está muy lejos de hacer un uso racional de sus recursos hídricos, aunque la realidad es muy diversa en un territorio tan vasto. Por ejemplo, el consumo doméstico diario de agua per cápita en el Gran Buenos Aires es de 370 litros, seis veces más que el aconsejado por la Organización Mundial de la Salud (OMS). No tomamos consciencia de que se trata de un recurso limitado y finito. Las recientes sequías y la histórica bajante del río Paraná son una clara muestra de las dificultades que tendremos que enfrentar en los próximos años. Los grandes centros urbanos del litoral sufrieron en carne propia una realidad que enfrentan a diario millones de habitantes de las regiones más áridas del país. Allí es donde, justamente, el ejemplo israelí puede ser de especial utilidad.
La sinergia entre los distintos centros de investigación argentinos e israelíes y el intercambio de experiencias son claves para articular una alianza entre nuestros dos países, que está llamada a potenciar ambas economías y a la transferencia de tecnología vinculada al agronegocio y al manejo de los recursos hídricos, entre muchos otros campos fértiles para una colaboración que sería beneficiosa para ambos países. La visita a Israel, en abril pasado, de una delegación argentina, encabezada por el ministro del Interior Eduardo “Wado” de Pedro y de la que formaron parte un grupo de gobernadores de distintos signos políticos y representantes de diez provincias argentinas, permite ser optimistas de cara al futuro. De esa gira surgió el compromiso de una cooperación con la compañía nacional de agua israelí, Mekorot, para articular un trabajo en conjunto en el manejo del agua y desarrollo de áreas de riego en todo el territorio argentino.
Se están dando los primeros pasos concretos, fruto de una política de Estado de la que participan gobiernos tanto del oficialismo como de la oposición. Mekorot ya está trabajando con los equipos técnicos de Mendoza y San Juan en la elaboración de sendos Planes Maestros para el manejo sustentable de los recursos hídricos en estas dos provincias cuyanas. Más recientemente, Catamarca, La Rioja y Río Negro –cuyas autoridades también participaron de la visita a Israel– suscribieron sus propios convenios con dicha compañía israelí. En la concreción de estos acuerdos tuvo rol central el Consejo Federal de Inversiones (CFI), encabezado por Ignacio Lamothe, la Embajada del Estado de Israel en Argentina y la Embajada de la República Argentina en el Estado de Israel.
No hay tiempo que perder. Nuestros dos países tienen una complementariedad en sus sistemas productivos que nos permite pensar en la conformación de una sociedad estratégica, que redundará en evidentes beneficios comerciales y una mejora en la calidad de vida de nuestra población. El foco en la agrotecnología puede seguir profundizándose para convertirse en una plataforma de despegue inusitado para nuestro país de cara a las próximas décadas. Además, nos permitirá insertarnos en el mundo de una manera más competitiva, a través del uso sustentable de nuestros recursos naturales, en línea con una agenda de desarrollo respetuosa del ecosistema en el que vivimos.
Tengo la profunda convicción de que lograremos potenciar esta oportunidad única y transformar esta “llave” en una realidad que redundará en beneficio para la humanidad toda.