(Desde Doha). Lo de poder andar en short y musculosa en un emirato absolutista es un montón. Pero, como dije en la crónica anterior, también es insuficiente, porque yo solo soy una occidental (judía y feminista, pero que no se enteren) que sale un par de veces a ver partidos de fútbol. La joda es ver qué pasa con las mujeres locales, qué pasa con las personas LGBTIQ+, qué fue de los derechos laborales de quienes construyeron la infraestructura del Mundial.
Pero hay algo más: los efectos secundarios del autoritarismo. Tal vez son menores, pero no dejan de ser negativos. Son externalidades no necesariamente buscadas por el sistema, pero inevitables. Se producen de manera bastante automática porque obedecen a reacciones humanas de autopreservación. Y ocurren tanto para los nativos, acostumbrados a vivir bajo el yugo, como para los visitantes ocasionales, que solo adaptamos nuestra conducta por el tiempo de la estadía.
El ejemplo más claro de estos efectos sobre los locales es la increíble (increíble en serio, o sea, genuinamente difícil de entender), alucinante, exageradamente mala organización del Mundial. ¿En qué se nota? En todo, empezando por la locura de haber armado el espectáculo más importante del planeta tierra en una ciudad de 132 km2. Ahí, en apenas ocho estadios, se deben mover un millón y medio de turistas.
El transporte desde y hacia los partidos es imposible. Salvo que tengas un bondi pre-contratado, protocolo o carnet de prensa, tenés que llegar en subte, taxi o Uber. ¿Genial? Pues no. Los autos tienen que estacionar en las inmediaciones (lejísimos), las filas para conseguir un Uber a la salida son demenciales y el subte está hasta las manitas a niveles que superan con creces una vuelta a casa en hora pico en Buenos Aires. Doha está bien conectada porque es pequeña, pero la frecuencia es mínima y a la hora de los partidos se siente.
A esto agregale unos extensísimos vallados en plan Muro de Berlín o Disney sin Fast Pass (o como sea que se llame ahora). Pero, en lugar de organizar, acá las vallas construyen laberintos innecesarios. Incluso cuando no hay nadie. Porque sí. Tal vez estás al lado (al lado literal) del lugar al que tenés que entrar, pero una valla te impide pasar y te obliga a caminar ocho cuadras solo para meterte en un ida y vuelta que, al final, te conduce al mismo lugar en el que estabas al principio, pero del otro lado de la baranda.
Esto se ve en las canchas, en el transporte, en el centro, en el Fan Festival, en todos lados. Y ni se te ocurra preguntar. No hay respuesta. Es un porque sí absoluto. Sobre todo para la policía, que se mueve en bloque tipo stormtroopers pero con bigote. ¿Saltar? ¿Estás loca? Vi a unos estadounidenses hacerlo y estuve al borde de ir detrás de ellos, pero apenas pasaron chocaron con un poli y volvieron con la cola entre las patas.
Además, hay cámaras en todos lados. Lo cuentan los locales: “Si tiro un papel por la ventana del auto nadie me va a decir nada, pero me va a llamar por teléfono la policía para decirme que pase a pagar $2.800 dólares de multa. No necesitan perseguirme. Me lo van a decir de buena manera, por teléfono y voy a ir, porque me tienen grabado y saben dónde estoy a cada segundo”, me dijo un conductor. Todo bien con cuidar el planeta, pero ¿no será un poquito mucho?.
Por supuesto, no todos los desajustes de la organización son consecuencia del autoritarismo bobo. Hay cosas que solo se explican por la falta de experiencia con grandes eventos y, seguramente, por lo lejos que está un país como este (más allá del fanatismo evidente que tienen por el fútbol) de lo que significa un Mundial. Pero el absolutismo tiene sus efectos igual, pues cambiar o cuestionar, incluso ante la evidencia del error, es casi un sacrilegio.
En los estadios casi no hay otra comida que la local (me encanta, pero no todo el mundo come shawarma). En el entretiempo a veces no quedan opciones (después de los primeros 45 de Brasil-Serbia ya no había ni shawarma). Y como sabemos, solo venden cerveza sin alcohol, que es como decir fútbol sin pelota.
O hablemos del Fan Fest, que tiene un enorme y único stand de cerveza (con y sin pelota). Hermoso. Pero hay un detalle: la comida está en el extremo opuesto. Tenés que cruzar la marea de gente para llegar de la bebida a la comida o de la comida a la bebida. Y si hace calor y tomaste mucho líquido, preparate para hacer pipí en un baño químico. No de los individuales. Son unos módulos tipo container. Y todo bien, eh. ¿Quién no pasó por una letrina en alguna cancha de Buenos Aires? Después de eso, lo del Fan Fest es bastante más decente. ¡Pero es un Mundial! Las marcas clavaron tremendos stands. ¿Qué les costaba construir un par de baños como la gente?
En cuanto a los efectos secundarios del absolutismo en los visitantes, a mí el temita de lo que les hacen a las mujeres me inquieta a nivel personal. O sea, sí, voy en short y en las playas las minas están en bikini, genial. Pero, ¿sabés qué? Hace dos días volví a la una y pico de la mañana del partido de Serbia-Brasil y la pasé horrible.
Por lo que ya te conté del transporte, tardé un montón en salir del Lusail. Me bajé del subte, doblé mal y me perdí. No tenía batería en el celular. Les pregunté a unos polis cómo ir a la calle de mi hotel. No hablaban inglés. Me indicaron cualquier cosa. La zona es bastante fearda. Basura en la calle, edificios medio hechos percha, pocos locales comerciales, callecitas de arena. De repente empecé a sentir un miedo espantoso. Y me di cuenta de por qué: no había una sola mujer en la calle. Ni una sola. Turistas cero. Todo lo que me cruzaba eran chabones de acá, más religiosos o menos, pero todos chabones.
Tal vez eran unos pibes copados que andaban boludeando con los amigos en la vereda, eh, todo genial. Pero en este país las mujeres casi no andan solas, se cubren todo menos los ojos y si las violan pueden obligarlas a casarse con el violador o castigarlas con cientos de latigazos. Se me prendió el cosito de alerta roja. Si sos mina entendés lo que estoy diciendo. Empecé a caminar cada vez más rápido, pero sin saber adónde iba. Pregunté en un mercadito y me dijeron que a dos cuadras, allá, donde se ven las luces. Fui casi corriendo, pero no era ahí. Media cuadra más y otra vez todo Homeland.
Llegué al hotel acompañada por tres jóvenes locales. Me sentí segura de decirles que estaba completamente perdida porque vestían como occidentales, olían a Duty Free y uno cargaba una rosa en una cajita de regalo en plan aniversario de novios. Mis miedos, mis prejuicios. Me mostraron el hotel en el mapa de un celular. Los miré. “No, chicos, yo no me muevo de acá ni en pedo”. No lo dije, pero lo entendieron. El de la rosa se apiadó. “Vamos con vos”. Respiré. Al final, yo tampoco iba a poder caminar sola por Qatar.
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