No caben dudas de que el fútbol es parte de la vida cotidiana y, además, ha sido un elemento para la construcción de la identidad nacional desde las primeras décadas del siglo pasado. Desde los años ‘20, se fue constituyendo como un componente muy importante en la vida de los argentinos. Entre 1945 y 1955, fue un momento crucial para la incorporación de los sectores populares al deporte que, junto con la educación y la propaganda estatal, intentaba afirmar la identidad nacional.
Hobsbawm (1992) admite que el deporte es un instrumento eficaz para inculcar sentimientos nacionales, ya que una selección nacional está encarnada por individuos concretos, normalmente conocidos y populares, los cuales dominan un lenguaje universal con el que cualquier persona se puede identificar. Es decir, cualquiera se siente capaz de golpear una pelota, mientras que una ecuación de segundo grado resulta prácticamente inaccesible para la totalidad de la población. En este sentido, los medios de comunicación utilizan deliberadamente estos espectáculos deportivos de masa como mecanismos de construcción cultural. Sin embargo, las publicidades no se quedan atrás, se pueden ver comerciales con trabajadores comunes vestidos con la camiseta oficial, señalando que “todos” construimos el país, u otras que muestran emocionados jugadores cantando el himno nacional, abarcados en un abrazo.
Los partidos políticos tampoco son ajenos a la trascendencia e importancia del fútbol, especialmente durante el Mundial; de hecho, algunos portales informativos ya han dado cuenta de que las próximas semanas serán una “anestesia” a los problemas cotidianos, los cuales se reanudarán a fines de diciembre; de allí que señalan que el gobierno deberá tener medidas específicas en las políticas estatales para calmar a la población en cuanto “vuelvan” sus problemas diarios una vez pasado el evento deportivo.
Beatriz Sarlo plantea que en la actualidad las instituciones que producían nacionalidad se han deteriorado o han perdido sentido, pasando a primer plano otras formas que existieron antes, pero nunca tanto como hoy, ya que cubren todos los vacíos de creencia. Por tanto, en la llamada posmodernidad que estamos viviendo, el fútbol opera como aglutinante: es fácil, universal y televisivo. O, visto de otra manera, a través del fútbol se incluye a quienes de otra manera se excluye, todos y cada uno nos sentimos parte de ese gran sentimiento que nos une.
Incluso, muchos, sin la más mínima experiencia en una cancha, se sienten capaces de criticar a los jugadores; de esta manera, los héroes deportivos cargan con las propias frustraciones de la sociedad.
En este sentido, los juegos deportivos, en tanto rituales, son cuestiones de vida o muerte. Perder antes de llegar a las instancias finales equivale a una muerte simbólica. Vivimos los mundiales de futbol u otros eventos deportivos como si la suerte de nuestra nación estuviera en juego, representando el deporte un gran punto de unión que marca el principio del mundo social, por lo que las sociedades piden a sus representantes “que den todo” por el ethos nacional (Korstanje & Timmermann López 2014)
Asimismo, los triunfos o las derrotas provocan en los espectadores sentimientos que perduran durante cierto tiempo e influyen notablemente en su forma de actuar. De hecho, la alegría y el optimismo o el malestar y la depresión permanecen varios días pasado el partido en cuestión y es tema de muchos chats o conversaciones, café de por medio.
El espectáculo deportivo se vuelve a inaugurar una vez más en pocos días. Un nuevo ritual nacional operará como la articulación entre el deporte y los argentinos. Aprovechar el mundial de fútbol para disfrutar de un buen espectáculo es una opción válida; retomarlo para pensar qué sociedad tenemos y queremos, debería ser una obligación de todos los que la conformamos. El juego ya empezó.
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