El texto lleva el título de: “Las Vidas”. Sin embargo nos habla en principio, de las muertes.
El relato de la Torá de esta semana comienza describiendo la muerte de Sara, la primera matriarca de Israel, y sobre el final el fallecimiento de Abraham, su esposo. Es el cierre de un ciclo, el fin de una generación, de un tiempo.
La muerte nos enseña acerca de lo que no tenemos y de lo que perdemos. No tenemos respuestas a todo y a veces ni siquiera algún consuelo. Con la muerte no perdemos solo a un ser querido, sino también un sueño, una historia, una ilusión. Nos enfrenta a nuestra propia finitud, a las limitaciones del cuerpo y a la fragilidad del espíritu. De pronto nos sabemos desnudos ante nuestras supuestas seguridades. Mudos frente a nuestra vasta experiencia. Paralizados ante un mundo que sigue girando a gritos, sin que nadie parezca percibir que todo es un inmenso silencio.
En ese silencio que reina en medio del campo de batalla una vez acabada la lucha, redefinimos el verbo “tener”. A la vez, el texto se hace símbolo de toda otra pérdida. La de una amistad, algún viejo logro, un proyecto, una certeza, o un gran amor. Todas las posibles conjugaciones de ese verbo que nos llenaba de seguridades, entran en análisis. En debate. ¿Qué era al final “tener”? ¿Qué es lo que en verdad tenemos?
Antes de morir, anciano en años, el texto nos dice que el patriarca Abraham le había dado a su hijo Itzjak “todo lo que tenía” (Gen 25:5). Y que a modo de herencia, al resto de los suyos le había dejado regalos. Si a su hijo ya le había dado todo, ¿qué quedaba de regalos para el resto? Darlo todo, lo que en verdad se tiene, no se mide apenas en la dimensión material. Le había dado tanto a su hijo que al partir, Itzjak pudo retenerlo y quedarse con él para siempre.
En medio del dolor de la pérdida de sus dos padres, Itzjak se encuentra con su amor. Su único amor. No es este apenas un giro romántico. Por primera vez en toda la Torá aparece la palabra “enamorarse” en el vínculo entre un hombre y una mujer. Sólo y recién aquí, en el encuentro entre Itzjak y Rivká. Sin dudas, lo que ellos vivieron fue un inmenso amor. Seguramente al encontrarse, comprendieron la profundidad de lo que es tener.
En un relato digno de las Mil y una Noches, ella cruza el mundo conocido en su búsqueda. Montada aún sobre el camello que la traía, divisa a Itzjak a lo lejos en medio del desierto. En el instante previo a tan poderoso encuentro, nos describen dónde estaba Itzjak:
“Y venía Itzjak del pozo Lejai Roí; ya que estaba en el Neguev. Y había salido Itzjak a conversar al campo, a la hora de la tarde; y alzando sus ojos miró, y he aquí los camellos que venían” (Gen 24:62-63).
El pozo de Lejai Roí sólo aparece una vez más en toda la Torá y es el lugar donde se asienta el hermano mayor de Itzjak, Ishmael. Ellos se habían distanciado hacía años. La distancia a veces es más lejana que los kilómetros que nos separan. Quizá Itzjak, al atravesar sus pérdidas, comprendió mejor lo que en verdad se tiene. Descubrió que hay cosas que no está en nuestras manos tener o retener, pero que hay otras cosas que sólo está en nuestras manos recuperar. Quizá por eso fue al lugar donde podría encontrar a su hermano, perdido por el tiempo.
Desde otra mirada, el pozo se encuentra en el Neguev, en un lugar distante a su lugar, lejos de su casa. Itzjak se va a conversar al campo, ¿con quién conversaba? El Neguev es una zona totalmente desértica, ¿cuál era ese campo?
En medio del ruido del mundo, de la velocidad de la rutina, del agobio de las obligaciones, de la furia de los días, Itzjak busca un espacio para su alma. Para conversar en silencio. Para abstraerse de la furia de lo cotidiano. Nos enseña acerca de la necesidad de la meditación, del freno a la vorágine. Nos regala un mensaje profundo de reencuentro con uno mismo, de buscar instantes de refugio para hablarle al alma, al tiempo propio, a Dios.
De buscar tiempos para tomar perspectiva y así reevaluar el tener, el perder, el poder, el amar y entonces, el renacer.
Amigos queridos. Amigos todos.
Atravesados por la selva en la que a veces se vive en la semana, nos intiman a buscar instantes para conversar en silencio. Momentos de espíritu. Ratos de paz.
Son esos lugares donde el desierto de las pérdidas, se pueden transformar en campos verdes de recuerdos sagrados y de compromisos de mañana.
Donde comprendemos que no podemos tener nada para siempre, pero que si amamos bien, si nos enamoramos mejor, podremos tener a los nuestros para siempre.
Es conversando en el campo del alma donde descubrimos que todos tenemos dos vidas. Y que la segunda comienza cuando entendemos que al final, teníamos una sola.
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