Judíos marxistas, una contradicción en los términos

El marxismo y toda otra forma de totalitarismo está en las antípodas de la tradición judaica, que es un canto a la libertad y a los derechos de las personas

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La custión judía, de Carlos Marx
La custión judía, de Carlos Marx

Como es sabido Marx nació con el nombre de Harchel Levi, hijo del rabino Marx Mordechal ben Samuel Halevi quien abandonó su religión para poder usufructuar mejor de su estudio de abogado durante el régimen prusiano.

En 1843 Marx escribió La cuestión judía donde subraya que “Nosotros reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial presente de carácter general” y se pregunta y responde “¿Cuál es el culto secular practicado por el pueblo judío? La usura ¿Cuál es su dios secular? El dinero” y “La sociedad burguesa engendra constantemente al judio en su propia entraña”. También como es harto conocido en un plano más general Marx insistía en que “la religión es el opio de los pueblos”.

Antes me he referido a esto que en parte comento a continuación pero en este contexto no puede eludirse. En el tercer capítulo del Manifiesto Comunista escrito en 1848 por Marx y Engels se consigna el aspecto central de su tesis “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada”. Si no hay propiedad privada, no hay precios, ergo, no hay posibilidad de contabilidad, evaluación de proyectos o cálculo económico. Por tanto, no existen guías para asignar eficientemente los siempre escasos recursos y, consecuentemente, no es posible conocer en qué grado se consume capital. Y conviene enfatizar que los daños se producen en la medida en que se afecte la propiedad sin necesidad de abolirla.

A este enjambre crucial imposible de resolver dentro del sistema, se agrega el historicismo inherente al marxismo, contradictorio por cierto puesto que si las cosas son inexorables no habría necesidad de ayudarlas con revoluciones de ninguna especie. También es contradictorio su materialismo dialéctico que sostiene que todas las ideas derivan de las estructuras puramente materiales en procesos hegelianos de tesis, antítesis y síntesis ya que, entonces, en rigor, no tiene sentido elaborar las ideas sustentadas por el marxismo.

Esta dialéctica hegeliana aplicada a las relaciones de producción pretende dar sustento al proceso de lucha de clases. En este contexto Marx fundó su teoría del polilogismo, es decir, que la clase burguesa tiene una estructura lógica diferente de la de la clase proletaria, aunque nunca explicó en qué consistían las ilaciones lógicas distintas ni cómo se modificaban cuando un proletario se ganaba la lotería ni cuando un burgués es arruinado y en qué consiste la estructura lógica de un hijo de un proletario y una burguesa.

Las contradicciones son aún mayores si se toman los tres pronósticos más sonados de Marx. En primer lugar que la revolución comunista se originaría en el núcleo de los países con mayor desarrollo capitalista y, en cambio, tuvo lugar en la Rusia zarista. En segundo término, que las revoluciones comunistas aparecerían en las familias obreras cuando todas surgieron en el seno de intelectuales-burgueses. Por último, pronosticó que la propiedad estaría cada vez más concentrada en pocas manos y solamente las sociedades por acciones produjeron una dispersión colosal de la propiedad tal como en un contexto más amplio hoy explican autores como Anthony de Jasay cuando critican a Thomas Piketty.

En este muy apretado resumen periodístico, cabe mencionar que la visión errada de Marx respecto a la teoría del valor-trabajo dio lugar a la noción de la plusvalía. Aquella concepción sostenía que el trabajo genera valor sin percatarse que las cosas se las produce (se las trabaja) porque se les asigna valor y no tienen valor por el mero hecho de acumular esfuerzos (por más que se haya querido disimular el fiasco con aquella expresión hueca del “trabajo socialmente necesario”).

En el primer libro que Marx y Engels escribieron juntos publicado en 1845, La sagrada familia. Crítica de la crítica crítica (esto no fue una errata, es el título) aluden a estudios realizados por Bruno Bauer y sus hermanos Edgar y Egbert. La obra contiene muchas aristas pero la que ahora subrayo es el materialismo de Marx (determinismo físico según la terminología popperiana) ya puesto en evidencia en su tesis doctoral sobre Demócrito.

Lenin -el más sagaz de sus discípulos- nunca creyó que el llamado proletariado podía dirigir y mucho menos gobernar una revolución (ni en ninguna circunstancia). Por eso escribió lo que aparece en el quinto tomo de sus obras completas en el sentido que “no es el proletariado sino la intelligentsia burguesa: el socialismo contemporáneo ha nacido en las cabezas de miembros individuales de esta clase”. Por esto también es que Paul Johnson en su Historia del mundo moderno destaca que “Lenin nunca visitó una fábrica ni pisó una granja”.

Curiosa es en verdad la noción de los marxistas sobre la división del trabajo: Marx y Engels consignan en La ideología alemana que “en una sociedad comunista, en la que nadie tenga una esfera exclusiva de actividad sino que cada uno pueda formarse en cualquier sector que desee, la sociedad regula la producción general y por tanto se hace posible hacer hoy una cosa y mañana otra, cazar por la mañana, pescar por la tarde, criar ganado al atardecer, criticar después de cenar, como apetezca, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico”.

A pesar de esta visión peculiar, la violencia está indisolublemente atada al marxismo. Por esto es que en el antedicho Manifiesto comunista declara que “no pueden alcanzar los objetivos más que destruyendo por la violencia el antiguo orden social”. Por esto es que Marx en Las luchas de clases en Francia en 1850 y al año siguiente en 18 de Brumario condena enfáticamente las propuestas de establecer socialismos voluntarios como islotes en el contexto de una sociedad abierta. Por eso es que Engles también condena a los que consideran a la violencia sistemática como algo inconveniente, tal como ocurrió, por ejemplo, en el caso de Eugen Dühring por lo que Engels escribió El Anti Dühring en donde subraya el “alto vuelo moral y espiritual” de la violencia.

El antisemitismo o judeofobia se base en nociones falsas sobre la idea de “raza”. Spencer Wells, el biólogo molecular de Stanford y Oxford, ha escrito en The Journal of Man. A Genetic Odyssey que “el término raza no tiene ningún significado”. En verdad constituye un estereotipo. Tal como explica Wells en su libro más reciente, todos provenimos de África y los rasgos físicos se fueron formando a través de las generaciones son según las características geográficas y climatológicas en las que las personas han residido. Por eso, como he dicho en otra ocasión, no tiene sentido aludir a los negros norteamericanos como “afroamericanos”, puesto que eso no los distingue del resto de los mortales estadounidenses, para el caso el que éstas líneas escribe es afroargentino.

La torpeza de referirse a la “comunidad de sangre” pasa por alto el hecho que los mismos cuatro grupos sanguíneos que existen en todos los seres humanos están distribuidos en todas las personas del planeta con los rasgos físicos más variados. Todos somos mestizos en el sentido que provenimos de las combinaciones más variadas y todos provenimos de las situaciones más primitivas y miserables (cuando no del mono).

Thomas Sowell apunta que en los campos de exterminio nazis se rapaba y tatuaba a las víctimas para poder diferenciarlas de sus victimarios. Esto a pesar de todos los galimatías clasificatorios de Hitler y sus sicarios, quienes finalmente adoptaron el criterio marxista. Solo que el nazismo en lugar de seguir el polilogismo clasista fue el racista pero con la misma insensatez en cuanto a que nunca pudieron mostrar cuáles eran las diferencias entre la lógica de un “ario” respecto de las de un “semita”. Darwin y Dobzhansky -el padre de la genética moderna- sostienen que aparecen tantas clasificaciones de ese concepto ambiguo y contradictorio de “raza” como clasificadores hay. Por otra parte, en el caso de la judeofobia, a pesar de las incoherencias de la idea de raza se confunde esta misma noción con la religión puesto que de eso y no de otra cosa se trata. El sacerdote católico Edward Flannery exhibe en su obra publicada en dos tomos titulada Veintitrés siglos de antisemitismo los tremendos suplicios que altos representantes de la Iglesia Católica le han inferido a los judíos, entre otras muchas crueldades, como subraya el Padre Flannery, les prohibían trabajar en actividades corrientes con lo que los limitaban a ocuparse del préstamo en dinero, pero mientras los catalogaban de “usureros” utilizaban su dinero para construir catedrales. Debemos celebrar entusiastamente el espíritu ecuménico y los pedidos de perdón de Juan Pablo II en nombre de la Iglesia, entre los que figura, en primer término, el dirigido a los judíos por el maltrato físico y moral recibido durante largo tiempo.

Paul Johnson en su Historia de los judíos señala que “Ciertamente, en Europa los judíos representaron un papel importante en la era del oscurantismo [...] En muchos aspectos, los judíos fueron el único nexo real entre las ciudades de la antigüedad romana y las nacientes comunas urbanas de principios de la Edad Media”.

Todos los logros de muchos judíos en las más diversas esferas han producido y siguen produciendo envidia y rencor entre sujetos acomplejados y taimados. Tal vez las primeras manifestaciones de antisemitismo o, mejor judeofobia, en las filas del cristianismo fueron los patéticos sermones de San Juan Crisóstomo en el siglo I publicados con el título de Adversus Judaeos donde dice que los judíos “son bestias salvajes” que son “el domicilio del demonio” y que “las sinagogas son depósitos del mal” para quienes “no hay indulgencia ni perdón” y luego el Concilio de Elvira en 306 prohibió a cristianos casarse con judíos y otras barrabasadas.

A través del tiempo, también debe subrayarse el apoyo explícito de autoridades de la Iglesia a legislaciones que restringían los derechos de los judíos incluyendo el derecho de propiedad y en muchos casos bautismos forzados, confiscaciones, impuestos especiales, vestimentas que estigmatizaban y en los lugares permitidos a judíos a veces se colocaba una marca denigrante en la puerta. El Papa Eugenio III estableció que los judíos estaban obligados a perdonar las deudas a cristianos. Inocencio III autorizó las conversiones forzosas y el Concilio de Basilea permitió la discriminación en ghettos y otros horrores que con el tiempo se fueron consolidando y agudizando hasta los antedichos pedidos de perdones de Juan Pablo II que marcaron un punto de clara reversión y severa condena del antisemitismo y promulgaron un sincero y muy valioso y afectuoso ecumenismo en relación a las tres religiones monoteístas y el respeto a todas. De más está decir que aquella actitud denigrante no alcanza a toda la cristiandad, muy lejos de ello siempre hubieron personas sensatas y civilizadas que se indignaron e indignan con el inaceptable trato a los judíos, tanto sacerdotes como laicos.

En todo caso además de los Mandamientos de no robar y no codiciar los bienes ajenos la tradición judía es un canto a la libertad y a los derechos de las personas, además de las severas advertencias sobre el monopolio de la fuerza que denominamos gobierno (en aquella época rey) especialmente en Samuel II: 8. En otros términos, el marxismo y toda otra forma de totalitarismo está en las antípodas con la tradición judaica, lo contrario puede revertirse si se sigue a Isaías 1:9 en cuanto a las imprescindibles faenas educativas para recomponer valores, siempre a cargo de un grupo minúsculo (en la versión inglesa equivalente a la lindísima expresión de remnant). Vinculado a esta idea de libertad en conexión con el pueblo judío es que la cortina musical de lo que fueron el programa televisivo que conducía en Buenos Aires y el programa radial en Colonia -respectivamente denominados Contracorriente y Pensando en voz alta- era “Va Pensiero” de Nabucco, producción del grandioso Verdi.

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